Ratones con alas. Eso eran los murciélagos para Lucía. Miserables ratones munidos de alas, chillones y feos, aterradores y molestos. Le producían asco y miedo. Los odiaba desde pequeña, de cuando los recordaba sobrevolar los árboles en casa de su abuelo ni bien la noche comenzaba a caer. Eran veloces y sus formas se recortaban contra el cielo, yendo de un lado a otro. Podía escucharlos chillar. Cada mañana quedaba en el piso el rastro de las cagadas que hacían. El guano, decía su abuelo.
Esa aprensión la acompañó con sus años. Fue creciendo y aumentando el temor hacia esa plaga. Podía verlos surcar el cielo aún de noche, cuando para todos resultaban imperceptibles. Volando de palmera en palmera en el viejo boulevard. Escondiéndose en tejados vecinos. Golpeando contra el vidrio de su ventana, como si quisieran entrar a su habitación a lastimarla.
Lucía se mudó varias veces y en cada nuevo sitio, los murcielagos se hacían presente. Pero no fue hasta que ocupó el piso dieciocho de un edificio, que realmente sintió el pánico a flor de piel. Sabía que en las alturas iba a resultar peor su experiencia con murciélagos, pero debía asentarse en una nueva ciudad y aquello era lo único a su alcance, al menos, de manera urgente.
Lo supo con certeza la primera noche. Los oyó chillar antes que se escondiera el sol. Los vio volar delante de su balcón. Alcanzó a contar setenta. Pero eran más. Estaba segura. Ya con la luna en lo alto, los vio arrojarse contra el taparrollos. Escuchó como se metían en su interior y se colaban dentro de las paredes huecas.
De pronto la habitación pareció cobrar vida. Sus paredes hacían ruidos extraños y los chillidos se agudizaban cada vez más. Podía imaginarlos golpeándose contra la construcción, arremetiendo para tirar abajo lo ladrillos. Se le puso la piel de gallina y salió corriendo al pasillo.
Se sentó en el primer peldaño de la escalera. Entonces reconoció el sonido del aleteo de un murciélago. Muy lejano en primera instancia, más fuerte luego. Cuando comprendió que venía de la escalera, ya era tarde. El roedor con alas apareció como de la nada, blandiendo sus alas y se estrelló contra su rostro.
Quiso gritar y no pudo, sintió atorado el grito en su garganta. Trastabilló al ponerse de pie y rodó escalera abajo, hasta el piso inmediato. Recién allí, por el dolor de la caída y el asco de haber sentido el golpe propinado por la pequeña bestia, empezó a dar alaridos entre sollozos desconsolados.
Despertó en un hospital. Le dolía la magulladura en la cara y alcanzó a ver la escayola en la pierna derecha. Pero no fue su estado lo que la preocupó, sino ese sonido incesante, asqueroso, aberrante, de alas oscuras golpeando dentro de las paredes, subiendo y bajando, yendo y viniendo, y ese chillido agobiante instalado e su cabeza, que no la abandonaría nunca jamás.
El cuarto cerrado.
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Hace 5 días.
3 comentarios:
¡¡Wawww...!!
Que bicho feo y repugnante. Imagino el miedo, colandose por su sangre y haciendola temblar.
Muy buena historia y narración, contagia el terror de la chica.
mariarosa
No hay nada peor que los ruidos imaginarios!
Terrorífico meterse en la piel de la pobre Lucía. En mi tierra a estos bichos se les llama rat pennat (como ratas con alas)...algo de eso tienen eh?
Besos!!!
Cuando era chiquita vivía en Santa Fe en un edificio de 6 pisos y el 5to estaba sin habitar por humanos y plagado de murciélagos.
Y le teníamos terror ¨al quinto piso¨.
Incluso antes de conocer la historia de Drácula...
Son espantosos, la leyenda es muy atinada y la pobre chica del relato se pegó un lindo susto.
Abrazo grande.
SIL
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