Versión con fondo blanco, para ojos sensibles

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30 de julio de 2013

Adiós

Es difícil decir adiós. Más aún las circunstancias. El, detrás de aquel vidrio, ella tras las rejas. Sus ojos se volvían pequeños, observándose a la distancia, sin poder escuchar del otro aunque sea un breve aliento. Compartían la mirada y una historia pasada.
Pero distantes estaban los paseos en el bosque, los amaneceres en el campo, las veces que la noche los sorprendía encandilados en las ramas de algún árbol. El mundo que conocían, había cambiado.
Es triste el adiós. Ese momento eterno, que no perece en el olvido. Que no puede, que no debe. Sus alas ya no podían más, perdían las fuerzas. Observó por última vez a su amada, tras esa jaula estrecha y luego, voló hacia la tarde. Ella lo vio marcharse a través de la ventana, dolida, con el canto apagado y las plumas caídas.

27 de julio de 2013

El Emperador

Aquella mañana El Emperador se levantó con ganas de conquistar algunos territorios vecinos. Por la noche había llovido y el paisaje aún estaba húmedo. De las hojas de los árboles aún se desprendían pequeñas gotas de agua, que caían cenicientas sobre la verde gramilla.
El día estaba ideal para la batalla. La tierra convertida en lodo, cedería ante la fuerza, la lucha, el coraje. La brisa fría, herencia de la noche, envalentonaba su espíritu. Quería arremeter, atacar, sorprender.
Se despertó antes que los demás. Podía oír el despertar de la naturaleza y el sonido de los gallos a lo lejos. También, el aullido desde el monte, proveniente de algún lobo en plena cacería. El corazón le latía exultante. La sangre se agolpaba en las sienes. Un gruñido de guerra le recorría las vísceras.
Si quería atacar por sorpresa, debía ser ahora. No podía esperar más. Era ese momento, en las primeras horas del día con el hombre recién levantado, desorientado.
Ladró hasta reunir a su jauría, ladró para impartir sus órdenes y salió veloz, seguido por los demás, a campo traviesa. Si se apuraba podía asaltar los gallineros de dos o tres vecinos, matar cuánto pudiera, y regresar para cuando su amo lo necesitara.
El Emperador desapareció a la distancia, junto a los demás perros. Un halo de sangre parecía rodearlos, recortados contra el horizonte.

24 de julio de 2013

Silencio de taxi

Ella estaba callada desde que subieron al taxi. En realidad había dicho el destino y luego, cerrado la boca. El miraba por la ventanilla, como si viajara solo. El conductor de vez en cuando observaba por el espejo retrovisor, sin inmiscuirse. Algo sucedía, lo intuía, aunque desconocía desde sus nombres hasta la relación que los unía. Podían ser amigos, novios, hermanos. Lo cierto es que se ignoraban.
Ni siquiera le dijeron algo cuando tuvo que desviarse debido a una manifestación. No les importaba por dónde, sino llegar. Aunque tampoco lo demostraban. Era como si viajaran juntos a la fuerza. Era la típica indiferencia tras una pelea.
Reflexionó sobre el lugar donde los había recogido. Frente al hospital de emergencias, aunque en la vereda opuesta. ¿Podía tener alguna relación con el tenso ambiente que notaba en el asiento trasero? Aunque decir tenso, era quizá demasiado. Se ignoraban y punto, como si tácitamente cada uno fuera dueño de su espacio y los límites estuvieran previamente establecidos.
Veía muchas parejas a lo largo del día y los conflictos estaban al pie del cañón. A veces se daba cuenta al escucharlos hablar, otras veces por las actitudes o gestos. Reproches, insultos y hasta cachetadas. El amor va de la mano del odio. Aunque cueste creerlo. Una vida como taxista le permitía afirmarlo.
Faltaban dos cuadras para llegar a destino.
- Disculpe, a esa altura hay una plazoleta que divide la calle ¿los bajo en la calle de la derecha o de la izquierda? - preguntó el taxista, dirigiendo la mirada a la chica.
La joven lo observó y miró alrededor, sorprendida.
- Perdón, pero viajo sola - contestó.
El muchacho, de repente, giró su rostro hacia el frente, abandonando al fin la ventanilla.
- ¿Cómo dice? ¿Me habló a mí? - preguntó.
El taxista miró hacia atrás y apretó el freno. El coche se detuvo abruptamente en medio de la calle.
El asiento trasero estaba vacío.


21 de julio de 2013

Pineda y el sargento

Pineda se encogió de hombros, pretendiendo esquivar la pregunta. Salcedo salió en su defensa, pero el sargento le ordenó silencio. El calzado duro retumbó en el suelo mientras su agigantada figura se acercaba al pobre Pineda, que para entonces temblaba como una lechuga.
- ¿Le tengo que repetir la pregunta? - dijo el sargento, con cierto sarcasmo.
El soldado agachó la cabeza.
- ¿Acaso la respuesta está en sus medias, soldado? ¡Levante la cabeza cuando le hablo, carajo!
Inmediatamente Pineda enderezó el tronco y el cuello. Con mucho esfuerzo, centró su mirada en la del sargento, a quién las venas parecían querer reventarle la frente en cualquier momento.
La ventana abierta dejaba paso a un aire fresco, que lo hacía tiritar. Entre eso y el miedo, Pineda estaba listo para cagarse encima. Sus compañeros, despiertos a mitad de la noche, estaban parados al pie de la cama, según rezaba el protocolo.
El único sonido, era la respiración agitada del sargento. Nadie movía un pelo. Algunos temían que la situación se prolongara mucho tiempo. Descalzos o en medias, estaban sufriendo el frío en los pies.
El sargento agitó un puño en el aire y volvió a pedir una respuesta. El calzoncillo de Pineda mostró de repente una aureola en la zona de los genitales. Más de uno tragó saliva.
Alguien carraspeó dos camas a la derecha. No era Salcedo, sino Feijoo. El sargento desvió la mirada hacia aquel lugar.
- ¿Usted tiene algo para aportar? - preguntó la autoridad.
Si algo caracterizaba a Feijoo era su sentido del humor. Bonachón y rápido para la lengua, el soldado disparó la única certeza de la noche:
- Señor, está perdiendo demasiada sangre.
El destinatario de aquella oración lo observó con furia. Emitió una especie de gruñido, luego se pasó la mano por el culo y al llevarla delante de los ojos comprendió que era verdad. Tomó aire y lo expulsó con bronca.
- Voy hasta la enfermería pero den por seguro que vuelvo - anunció con aspereza, sin dejar de escrutar con la mirada salvaje y sedienta de venganza al soldado Pineda, cada vez más desahuciado con su porvenir.
El sargento se marchó dando grandes zancadas, un poco para imponer respeto, otro poco para seguir demostrando su enojo y otro para llegar más rápido a la enfermería.
Ni bien se fue, el murmullo de voces copó la barraca.
- Pineda, mirá en el lío que nos metiste - vociferó alguien desde la otra puta.
El pobre Pineda, mudo del miedo, atinó solo a volver a su cama. Salcedo, en cambio se llevó las manos a la boca e imitó el sonido de un pedo.
Todos estallaron en risas.
- No te preocupés Pineda, están acostumbrados a las bromas. Te azotarán un poco, nomás - le dijo Lorenzo, un poco en serio, un poco en joda.
Salcedo le tiró una toalla.
- No seas boludo, Lorenzo. Si sabés que él no fue. Cuando vuelva el sargento nos hacemos cargo y listo. ¿Qué nos puede hacer por lo que le hicimos? ¿Cortarnos las bolas? - preguntó Salcedo.
- Y, mirá... - la respuesta fue de Colombatti, que no había estado de acuerdo con la idea, que para muchos, un par de horas antes, era fabulosa.
- Ahora, mirá que ponerle el nombre al rallador, Pineda, eso es cosa de boludo - Lorenzo se tiró a la cama, mirando el techo.
- Dejalo al pibe - retrucó Salceda - Boludo es el que agarró justo el único rallador que debe tener el nombre del dueño escrito a un costado.
Mendoza se largó a reír. Otros hicieron lo mismo. Al rato, muchos hasta lloraban.
- Lo que hubiese pagado, te juro, lo que hubiese pagado - dijo Mendoza al fin - Me lo imagino al sargento agarrando la toalla para secarse el culo y de apurado rallarse el culo. Te juro que me lo imagino, y me meo encima. ¿No te pasa lo mismo Pinedita? ¿No? ¿Che, Pineda, por qué estás blanco, pibe, viste un fantasma?


18 de julio de 2013

Monstruo moderno

Me inquieta Raquel, me preocupa su forma de hablar en estas últimas semanas. Su mirada que por momentos se pierde en la nada, clavada en un punto fijo, para luego confesar que no sabía que miraba. Su balbuceo por las noches, mientras aparenta dormir.
Pero más aún, el temblequeo en las manos que no le permite siquiera llevarse el tenedor a la boca. El mismo que le noto al caminar, al subir las escaleras. Sus piernas se tuercen de manera extraña, como si sus huesos se estuvieran desintegrando.
Algo pasa en Raquel y me asusta. Porque llega la noche y es un despojo, una piltrafa. Pero luego, al amanecer, despierta renovada, como si nada hubiese pasado. Y arranca el día jovial, alegre. Pero a medida que avanza la mañana veo los síntomas, que de a uno se adhieren a su ser como una asquerosa sanguijuela. Para el mediodía, es la del día anterior, la que me aterra. Sus ojos, incluso, pierden el brillo habitual y quedan opacos, con el iris dimensionado y oscuro, como si estuviera en trance.
Sin embargo no lo está, porque detrás de esa apariencia extraña, sigue siendo ella, conversando de los mismos temas de siempre, pero ajena a lo que le sucede. Su interior pareciera no comprender lo que ocurre a la vista de los demás.
Sus amigas le han pedido que vaya al médico, pero ella rechaza la idea. Se escuda en la excusa de que está bien, que se siente bien. Sus amigas finalmente desistieron y con el tiempo, han dejado de venir a verla. Ahora está sola, todo el día. Hace tres días que no sale a hacer las compras, ni siquiera bien temprano, cuando su apariencia no asusta a nadie. Estoy convencido, que tampoco comprende que su imagen aterra.
He notado que su piel tiene un raro salpullido y que llegando a la tarde, pierde pedazos, que caen como escamas. Y a través de la piel, por momentos, he podido ver sus arterias hinchadas, pero no azules, sino negras, oscuras, como si el torrente interno no fuera de sangre.
Temo que esa transformación se torne completa. Que una mañana ya no despierte la Raquel jovial de todos los días, sino la misma que llega a la noche convertida en un mostruo moderno: solitaria, alejada del resto, ensimismada horas y horas delante de la computadora o delante del televisor, dejando pasar las horas, el tiempo, la vida misma, pudriéndose en vida. 
Por mí futuro no me preocupo, puedo buscarme mi alimento, maullar en alguna puerta y confiar en la suerte de ser adoptado por otras personas. Es el presente el que me preocupa, es el día a día y mi querida Raquel, que incluso ha olvidado que existo, aún cuando con mi ronroneo calmo su dolor cada noche.

15 de julio de 2013

Los huevos

Era necesario decirle la verdad, confesarle lo sucedido. ¿Pero cómo lo haría? ¿De qué manera se quitaría el disfraz de cordero del que durante años había hecho gala? Nada sería igual después de abrir la boca. No solo con ella, sino con todos. Los pibes del barrio, los compañeros del trabajo, su familia... no podía pensar en su viejo. Le destrozaría el corazón.
Ella, sin dudas, resultaba la más difícil, porque llevaban conviviendo más de cinco años. Habían pasado por tantas cosas juntos... la verdad para ella sería catastrófica. Siempre había confiado en él, creído cada cosa que le decía. Incluso cuando vinieron a preguntar por casa, el se mantuvo en sus cuarenta y ella lo había respaldado. ¿Que diría ahora? ¿Con qué cara saldría a la calle y enfrentaría a los vecinos? Era mucha carga para esa mujer, siempre fiel, derecha, trabajadora.
Y su papá... párrafo aparte. Un tipo a la antigua, férreo en sus convicciones, a los mandamientos que le inculcaron de pequeño y que él mismo se encargó de trasladar a cada uno de sus hijos. No había sido la excepción, a pesar de ser el más chico de los cinco, el más consentido en algunas aspectos.
Sentía que les fallaría, que les partiría el corazón. Pero lo estaban buscando, lo estaban cercando. Era mejor confesar que esperar a que lo descubrieran. Sabían que estaba en el barrio. En cualquier momento...
Lo primero que hizo, fue descolgar el cuadro. Tantos años ahí, simulando una farsa. Luego, el banderín. Cuando ella llegó, tenía ambos objetos sobre la mesa. Ella se detuvo, se aferró a la puerta y con un dejo de voz, dijo:
- ¿Fuiste vos? ¿Vos fuiste el que...?
Y sacando pecho, pero con lágrimas en los ojos, descargó las palabras que lo condenarían para siempre.
- ¡Si, yo fui el que me di de baja como socio en el club! ¿Y sabés por qué? Porque yo soy del Atlético, no del Sportivo me entendés, siempre tiré por el Atlético, siempre!
Los huevos no siempre se traen de nacimiento. A veces, los huevos, se hacen al andar.

12 de julio de 2013

Dilema de muerte

Ismael tenía dos problemas. El más sencillo de resolver era dónde enterrar el cuerpo. El más difícil, cómo matar a su mujer.
Lo venía maquinando desde hacía días. Más precisamente desde el momento que ella le dijo, en forma tajante, que no permitía discusión alguna: "En esta casa no se mira más fútbol".
Por ese motivo había salido temprano esa tarde del trabajo. Quería llegar antes que ella a la casa para pergeñar el homicidio.
Estaba nervioso, le sudaban las manos. Aún no tenía decidido cómo llevarlo a cabo, ni tampoco en qué lugar. Sabía que iba a ser dentro de la casa, porque afuera no le convenía. Los vecinos iban a sospechar viéndolo salir con un arma. O peor aún, atacando a su esposa.
Sería adentro. ¿Pero dónde? Resultaría muy sencillo esperar que ella se dirigiera escaleras arriba hasta la habitación. Podía empujarla apareciendo de sorpresa. Sin embargo no era habitual en ella, que tenía como costumbre al llegar de la comisaría - la mujer era policía - arrojar sus ropas de abrigo sobre alguna silla de la sala de estar y luego ir hasta la heladera, donde deformaba su cuerpo.
Rara vez, sopesaba Ismael, iba hasta el baño. Salvo, claro, que llegara con alguna urgencia. El ataque tendría que ser entonces, en la cocina. Una buena idea era electrificar la heladera, para que le diera una patada eléctrica. El problema estaba en que no sabía como hacerlo. Quizá podía mirar en Google, pero tiempo, era lo que no tenía. Cada minuto contaba.
Más simple, pensó, era aguardar detrás del mueble del microondas y atacar brutamente, con un cuchillo o tenedor. El inconveniente sería la sangre. El lugar quedaría hecho un enchastre. No se imaginaba limpiando los rastros del crimen.
Desechó la idea de inmediato. ¿Esperarla en el baño, detrás de la cortina de la ducha? Podía ser. Golpearla quizá con un ladrillo. No. La sangre otra vez. Tendría que usar un cable. El de la plancha, por ejemplo. Aunque para usar un cable debería estrangularla. Lo había visto en muchas películas, pero no sabía como se hacía. Esas son cosas básicas que uno tendría que salir sabiendo de la escuela, reflexionó.
No le gustaba el método, pero si el lugar. El baño era una buena opción. La cortina de la ducha no serviría: era transparente. Una pena, porque la idea que fuera transparente había sido suya. Su mujer quería una roja y negra, a lunares. Pero se había decantado por la otra porque podía espiarla cuando entraba a orinar y ella se estaba bañando.
Tendría que descartar ese lugar. Le quedaba la pieza donde dormían, en el piso de arriba. Pero para eso debería esperar, porque subiría recién para acostarse, después de comer y mirar televisión.
Estaba en una encrucijada. ¿Y el arma? ¿Cuál sería el arma? Qué difícil era planificar un asesinato. Tan fácil que lo hacían en el cine. Escuchó el timbre. No podía ser ella, a menos que se hubiese olvidado la llave.
Se acercó a la puerta principal. Por la ventana vio una luz azul que encandilaba la calle. Lo asaltó el temor. Era la policía. ¿Acaso sabían lo que tramaba? ¿Alguien había sospechado algo en su trabajo y lo había delatado? ¿Habría sido algún estómago resfriado del bar de la esquina, donde la noche anterior, en pedo y cayéndose debajo de la mesa de pool, había jurado y perjurado que mataría a su esposa por no dejarlo ver los partidos de fútbol?
Estaba aterrado. No obstante, trató de disimular su nerviosismo y abrió la puerta. Allí aguardaban dos uniformados. Parecían el gordo y el flaco. El gordo además usaba bigotes.
- ¿Señor Gutiérrez? - preguntó el flaco.
- Para servirle - contestó Ismael.
- Lamento informarle que su mujer tuvo un accidente.
El oficial de policía hizo un silencio. Ismael se quedó callado. El gordo agachó la cabeza, consternado. El flaco hizo un movimiento como queriendo decir "lo siento". Ismael siguió callado. El momento se hizo incómodo.
- Señor - dijo el policía que ya había hablado - Entiendo que es una situación difícil, pero necesitamos que venga con nosotros a reconocer el cuerpo.
Ismael se lo quedó mirando.
- ¿Ahora? - preguntó.
- Si - dijo sorprendido el uniformado - Si quiere lo esperamos, me imagino que primero desea avisar a sus familiares.
El gordo asintió, seguro que eso era lo correcto. Ismael paseó su mirada por ambos, luego observó la hora en su reloj. Entornó la puerta como para cerrarla y antes de hacerlo, confesó:
- No, en realidad ya que mi mujer no está, me gustaría ver la final de la Libertadores.

9 de julio de 2013

Caramelos para un antojo

Revolvió en el bolsillo trasero, con la esperanza de encontrar una moneda. Revisó otra vez en la billetera, pero no tenía ni un solo billete. ¿Cómo podía ser eso? La cajera, un minuto antes muy simpática, lo observaba ahora con ojos impacientes sosteniendo el ticket en la mano.
- Lo siento - dijo finalmente, rindiéndose en la búsqueda - No he traído dinero, dejaré las cosas y volveré en otro momento.
Si al menos hubiese encontrado una moneda, podría haberse llevado los caramelos. Estaba ahora en la vereda, pensativo. ¿En qué momento había sacado el dinero de la billetera? Se tanteó los bolsillos internos de la campera. Nada. Volvió a meter las manos en los del pantalón. Lo mismo que antes.
La imagen de su mujer pidiéndole desde la cama que no olvidara traerle los caramelos le remordió la conciencia. Era un antojo propio de embarazo. Pero no iba a poder cumplir con el pedido. Miró nuevamente la billetera. Ni siquiera estaba la tarjeta de débito. ¿Cómo podía ser posible?
Caminó hacia su casa, con una vaga sensación de malestar en la cabeza. Se detuvo unos segundos delante de una local de electrodomésticos. En el amplio ventanal vio su reflejo. Pero no podía ser él. Andrajoso, con ropa hecha jirones y el cabello revuelto. ¿Cómo podía haber salido a la calle así?
Llegó a su casa. Un enorme cartel informaba la venta. ¿En venta? No podía salir del asombro. Quiso empujar la reja de la entrada, pero estaba cerrada. Buscó las llaves entre sus pertenencias, pero no las encontró.
- ¡Anabel! - llamó - ¡Anabel, abrime! ¡Qué me olvidé las llaves! ¡Anabel!
Insistió largos minutos, hasta que alguien apoyó una mano sobre su hombro. Era Nicanor, el vecino de enfrente. Se sintió aliviado.
- Nicanor, que alegría verlo. ¿Ha visto salir a Anabel? Fui por unos caramelos y debo haber perdido las llaves.
- Marcelo, vení a casa, que llamoal refugio para que te vengan a buscar. ¿Ni siquiera te acordás que estuviste esta mañana? No, qué te vas a acordar. Dale, seguime. Pobrecito. Vení querido.
- No, Nicanor. Tengo que explicarle a Anabel que no pude traerle los caramelos. Pero primero tengo que cambiarme, si me llega ver vestido así, me mata. Además...
- Marcelo, tranquilizate. Dejá de culparte. Todos lo hicimos.
- ¿Culparme de qué? ¿Lo dice por los caramelos? Es que perdí el dinero, no recuerdo dónde...
Nicanor le pasó un brazo por detrás de la espalda y lo invitó a sentarse.
- Voy a hablar por teléfono, quedate acá.
Marcelo asintió y aguardó en silencio, mirando por la ventana hacia el otro lado de la calle, donde estaba su casa. Veía los árboles más frondosos, el césped crecido y las paredes faltas de pintura. Más detenidamente reparó en los vidrios de las ventanas rotos y las tejas sueltas. Al mirarse las manos, vio las arrugas, el paso del tiempo, las manchas en la piel. También Nicanor, hablando en la salita contigua por teléfono parecía más canoso. ¿Qué había pasado?
Un escalofrío recorrió su cuerpo. Vio los cristales en el suelo, el reguero de sangre en el interior de la casa, el cuerpo de Anabel tendido sobre la cama, los cajones revueltos, la ventana que daba al patio abierta de par en par. No podía ser cierto. ¡No podía!
Nicanor regresó a su lado, pero ya era tarde. Se puso de pie y corrió hacia la puerta. Cruzó la calle gritando el nombre del amor de su vida, poseído por la locura. Gritó hasta quedarse afónico. Luego, cegado por el dolor, caminó calle arriba. Nicanor lo perdió de vista. Tarde o temprano volvería.
Siempre lo hacía.
Siempre el dolor vuelve.

6 de julio de 2013

Pantalla encendida

Con mucho cuidado, Juan instaló la cámara justo frente a la cuna. El vendedor le había dicho "esto es lo último que viene" y para él fue suficiente. No le importó el precio. Su mujer insistía en conseguir un sistema de monitoreo para llevar al bebé a la habitación que le tenían preparada desde hacía meses. Mientras tanto, seguiría en el cuarto con ellos.
Si la idea era que el pequeño se habituara a dormir en su propia cuna, debía afrontar ese gasto. De lo contrario su esposa no accedería a dejarlo solo. Con la cámara instalada, volvió a su habitación.
Un monitor de escasas dimensiones reposaba sobre una mesa de madera, que durante años no tuvo otro uso que el de sostener una maceta en la que crecían malvones. Juan conectó los cables que veían en la caja y luego de leer el manual por undécima vez, encendió el equipo.
La imagen tardó en aparecer, pero cuando lo hizo, mostró la cuna tal como la había dejado, a cinco metros de distancia, pared de por medio. Otra ventaja del sistema de monitoreo era que podía usar su teléfono celular para observar la cámara.
Para eso había configurado el software en su smartphone tal como indicaban las instrucciones. El equipo brindaba conexión a internet y de esa manera, él podía acceder desde donde estuviera. Aquello le parecía novedoso. Lo probó con resultado satisfactorio.
- ¿Tiene que estar siempre encendida? - preguntó su mujer acostada en la cama, con el bebé en brazos.
- ¿La cámara? Y claro, de lo contrario no veríamos nada.
Juan quedó conforme con la instalación. Era la primera vez que algo que armaba, funcionaba a la perfección.
- Y eso que era chino - dijo.
- ¿Qué cosa? - preguntó su mujer.
- El aparato, que otra cosa va a ser - respondió mientras guardaba las herramientas en la caja de metal - Ahora lo apago, después lo volvemos a encender.
La mujer ahogó un grito y asustada gritó:
- ¡Juan! ¡Qué fue eso!
Su marido pegó un salto y miró alrededor. Pensó que el monitor había hecho algún cortocircuito o algo por el estilo cuando lo apagó.
- ¿Qué cosa? ¿Viste algún chispazo?
- No, en la pantalla, cuando lo apagaste. Alcancé a ver algo que enfocaba la cámara.
- ¿Qué viste? No vi nada.
- No se lo que era, una sombra, como una mano o algo así.
Estaba asustada, se había incorporado en la cama y apoyado la espalda en el respaldar. Sostenía con fuerza al bebé, como si temiera que alguien quisiera quitárselo de las manos. Juan observó la pantalla apagada.
- Querida, cuando estos monitores se apagan, el negro de los bordes se va hacia el centro. Eso seguramente es lo que viste.
- No, te digo que era como una mano.
Juan encendió la cámara. Se veía la cuna, tal como la había visto por última vez.
- ¿Dónde la viste?
- Ahí mismo, justo antes que lo apagaras.
- Vamos a apagarlo de nuevo entonces.
Accionó el botón de apagado y la pantalla quedó negra. Se volvió hacia su mujer.
- ¿Ahora te pareció ver lo mismo?
- No Juan, ahora se apagó y punto. Te digo que vi algo. Encendelo de nuevo.
Su marido así lo hizo.
- Ana, no veo nada raro. Tiene que haber sido lo que te dije. Ahora voy a la pieza y me asomo por la cámara. Pegame el grito si notás algo raro. Puede ser que haya dejado algo suelto cuando la instalé o que tenga alguna mancha el lente.
- Se notaría si hubiese una mancha.
- Ya lo sé, pero por las dudas me fijo. Avisame si la imagen se distorsiona. Quizá sea eso, que esté suelto un cable.
- Tené cuidado, Juan.
- ¿Cuidado? Amor, voy a la habitación de al lado.
Ana volvió a gritar. Juan la estaba mirando en el preciso momento que ocurrió. Pudo ver la transformación en el rostro, los ojos agigantados por el miedo, la tensión en sus músculos y las facciones del rostro contraerse ante el miedo. Y el grito, por supuesto, que surcó el aire de la habitación.
- ¡Ana, que te pasa!
- ¡La pantalla! ¡Hay alguien en ese cuarto! ¡Vi la sombra de alguien moverse!
Juan estaba observando la pantalla, con cierto rechazo a la idea de su mujer. La imagen seguía mostrando la cuna vacía. La cuna donde dormiría su hijo.
- Voy a ver - anunció.
Ana estiró el brazo, para detenerlo, pero estaba muy lejos. Arrimó contra su cuerpo aún más al pequeño, que había despertado con el último grito y puesto a llorar. También en ella, brotaron lágrimas de sus ojos.
Escuchó los pasos de su marido en el cuarto vecino y de inmediato vio parte de su cuerpo, al lado de la cuna. Se movía lentamente, con sigilo. De repente vio una sombra y el cuerpo de su esposo tambaleó. Pudo escuchar un sonido seco proveniente del otro lado de la pared y ver, a través de la pantalla, caer a Juan contra la cuna. La baranda se quebró en mil partes y la manta se tinó de un color espeso. Algunas salpicaduras alcanzaron al lente de la cámara.
La sombra se tendió sobre el cuerpo de Juan, que había quedado fuera de cuadro.
Ana quedó petrificada en la cama. El bebé había dejado de llorar. Apenas si podía respirar e incluso, temía hacerlo, para evitar ser escuchada por quién estuviese en el cuarto de al lado.
- Te dije, no era nada.
La voz de Juan la sorprendió. Como si nada, entró por la puerta y caminó hasta el monitor.
- Ahora si, lo voy a apagar.
Ana aún seguía viendo en la pantalla las manchas de sangre. Pero aún más la aterrorizaba la imagen de su esposo, allí de pie, delante de ella, cuando segundos antes lo había visto caer a través del sistema de monitoreo. No le salía palabra alguna, estaba muda a causa del pánico.
El monitor se fundió a negro.
- Querida, te vendría bien dormir, dame al bebé que lo llevo a otra parte, así descansás tranquila.
Juan estiró los brazos hacia su hijo. Ana interpuso su cuerpo, alejándose hacia el otro lado de la cama.
- ¿Qué te pasa?
- Vos no sos Juan, alejate.
- Ana... ¿te volviste loca?
- Mirate la ropa, está llena de sangre. ¿Acaso no sentís el cuchillo que tenés clavado en la cabeza?
Juan se observó. Llevó una mano a la sangre, la palpó con sus dedos y luego los miró un buen rato, como si le costara comprender lo que significaba. Finalmente tanteó el cuchillo. Lo arrancó de un tirón.
Ana salió de la cama.
- ¿Dónde vas? - le preguntó Juan.
- Alejate, dejame en paz.
Buscó la puerta, de espaldas contra la pared, siempre sujetando al bebé.
- Ana... ¿qué pensás hacer?
- ¡Salir de acá! ¡Poner a salvo al bebé! - dijo llorando.
- ¿Qué bebé, Ana?
Al mirar entonces el manto que llevaba en brazos, se encontró allí con la sombra.
Bebé y cordura desaparecieron al mismo tiempo y el mundo que conocía se fundió a negro, como una pantalla.


3 de julio de 2013

Calles frías

El viaje en colectivo llevaba ya una hora. Por la ventanilla podía divisar las casas bajas, sucediéndose una tras otra. Las calles casi desiertas, el tráfico aún escaso y el cielo ganando color a medida que el sol se elevaba sobre el horizonte.
Los demás pasajeros dormitaban. Pero él no podía. Se obligaba a cerrar los ojos, pero los párpados no resistían ser guardianes de la oscuridad. Se abrían al día que nacía, detrás de las construcciones.
Cada tanto el camino le mostraba algún signo esperanzador: Un vagabundo revisando la basura, un grupo de perros peleando entre sí, una bicicleta abandonada a la espera de su dueño...
Los vehículos que veía en las calles disminuían su velocidad al cruzarse con el omníbus, midiendo las distancias, poniendo un buen trecho entre uno y otro.
Llevó su mano a la cadera y palpó el arma. Fría, como la noche invernal. Apoyó la cabeza contra el vidrio. En algunas casas, en algunas ventanas, se podía notar el movimiento de las cortinas al ser desplazadas fugazmente para ver el paso del convoy.
Eran indicios, pequeñas muestras de que el mundo aún seguía vivo a pesar que ya no lo parecía. Sintió lástima por otros vagabundos que compartían sus penas bajo los primeros rayos del sol. Dudaba que llegaran a sobrevivir más de un mes. Al menos así, en contacto con el aire.
Aún faltaba para el puesto de vigilancia de su unidad. Al menos cuatro kilómetros más. La estética urbana seguía su ritmo inequívoco, repitiéndose cuadra a cuadra, como si fuese un mal sueño. Quizá era esa imagen nefasta la que lo mantenía despierto, temeroso de caer en las fauces del sueño.
Solo cuando el vehículo se detuvo, veinte minutos más tarde, buscó en su bolso la máscara y el traje para evitar la contaminación. El resto de sus compañeros había despertado y preparaban el descenso. Las calles seguían desiertas. Los pocos que se atrevían a salir, terminaban a la larga decorando apestosamente la ciudad.
Bajó y fue hasta el camión que había estacionado unos metros más atrás. Buscó su carretilla y emprendió hacia el norte, por la calle transversal. El área consignada era de un kilómetro a la redonda. Sabía que en ese espacio podía al menos cargar cien veces esa carretilla. Sería un día largo. Y espantoso. Como todos desde hacía un año. Desde aquello que no quería recordar.
Recogió cuatro cuerpos y aunque había lugar como para uno más, volvió hasta la base, para arrojarlos al incinerador móvil. Uno de los rostros abrió los ojos e intentó balbucear una frase errante. Odiaba que eso sucediese. Pero era inevitable. El sufrimiento no era la muerte, sino la lentitud con la que llegaba. Le hizo un favor. Sacó su arma y le disparó al corazón.
Luego siguió empujando la carretilla. El destino estaba dos calles por delante.