Era una recorrida pendiente, un viaje que no se animaba a hacer. La pálida escalinata blanca, desgastada por el tiempo y el tránsito, lo depositó frente a ese lugar que tan bien conocía. El viejo barrio, el de la infancia, los primeros recuerdos, las horas en sus calles detrás de una pelota o sobre una bicicleta.
El barrio se hace carne, se funde con el alma. Cada baldosa era propia, todo desnivel era conocido, las fachadas de las casas eran puntos de referencias, las coordenadas eran detalles, meros datos pintorescos: nos vemos a las cinco frente al ceibo; te paso a buscar, esperame en el kiosco de Fito; nos juntamos en la farola que prende y apaga.
Y en esas calles, esas veredas, transcurrían los segundos, los minutos, los años. Pero el tiempo, cuando uno es niño, avanza de otra manera, más lento, sin tanto vértigo. Podían detenerse una tarde sobre un montículo de tierra para hacer pelear a dos libélulas entre sí. O dejar que la tarde se fuera a su refugio noctuno, mientras jugaban a la pelota en una calle poco transitada.
No había horarios, solo las voces de los padres que se asomaban a la vereda y pronunciaban alto sus nombres. El barrio era una gran vivienda sin techo, un lugar donde sentirse seguro, feliz, amado,
La banda de amigos, que con los años se fue desperdigando como por arte de magia, de la misma manera que un diente de león desaparece en el aire por voluntad del viento, parecía haber dejado una marca en aquel lugar, invisible pero indeleble. Porque cada rincón tenía su recuerdo, su anécdota, un hecho inolvidable.
Pero esos primeros pasos cargados de emoción, del retorno del pasado, de repente contrastaban con la angustia de los cambios. Aquella pared pintada con dibujos agoreros detrás de una iglesia evangelista había sido derrumbada. La enorme palmera frente a los Pérez, que tantas veces trataron de trepar, había dejado un espacio a un triste fresno.
Era imposible entender como habían reemplazado la plazoleta de la esquina de su antigua calle por un supermercado chino. O cómo el tradicional club de bochas al que acompañaba a su abuelo cuando muy pequeño, ahora se llamaba "Boutique Garden" y era un enorme invernadero repleto de plantas, árboles y flores, en un atentado de la "natura" ante el pasado perfecto de su memoria.
Habían transcurrido décadas de aquellos tiempos. El llamado progreso había redibujado el lienzo y la pintura ante sus ojos no lo convencía. El camino se fue haciendo tortuoso. Repleto de algo más que nostalgia. Un sentido de bronca, de angustia. De impotencia también. ¿Pero quién era él para reclamar algo? Si cuando creció un poco se fue por sus propios medios. ¿Podía acaso recriminarle a los que se quedaron del destino de aquel lugar?
Al mirar las casas se daba cuenta que en su gran mayoría, las formas le eran irreconocibles. Apresuró el paso. El corazón latía con fuerza. ¿Acaso su casa...? Y allí estaba. El lugar donde tantas veces se había sentado a pensar en su futuro. Esa vereda de baldosas amarillas acanaladas que habían cobijado sus enojos, sus berrinches, su deseos de atacar a golpes a sus padres, de hacerles entender que él podía decidir por cuenta propia. Sin embargo, allí estaba. No el lugar, sino la ausencia del mismo. Era el sitio, no había dudas. Pero ni las baldosas eran las mismas, ni la vivienda delante suyo era la que había conocido.
El primer impulso fue abalanzarse sobre la puerta y molerla a golpes hasta que atendieran, pero se frenó a tiempo. ¿A qué había vuelto, después de todo? ¿Para qué había hecho el viaje tantas veces postergados, sino a eso? A comprobar que a pesar de todo, de los años, de los cambios, seguía a salvo. Porque si tras tantas décadas nadie había dado con él, era probable dos cosas.
Una, que la fortuna siempre hubiese estado de su lado. Y si era así, no debía hacer nada por cambiar esa suerte.
O la otra, que en el fondo de esa casa reformada, que alguna vez había sido su morada, aún bajo dos metros de escombro y cemento, permanezcan ocultos, desechados, enterrados, lo que quede de los cuerpos de sus padres.
En cualquiera de los dos casos, estaba a salvo. El barrio era su cómplice silencioso, Carne y alma que con el tiempo habían sellado un pacto eterno.
Se alejó despacio, tratando de absorber lo poco que aún quedaba de aquellos años dorados.
El cuarto cerrado.
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Me molestaba tanto secreto. Mi trabajo como gobernanta de esa enorme casa
desgastaba mis nervios, debía luchar con la cocinera, la planchadora y las ...
Hace 6 días.
2 comentarios:
Empieza un relato emotivo que hace temer por el futuro y el cambio, y de repente lo transforma usted en el mal de un hombre. Excelente cambio del relato. Saludos,
Camilo
http://idasueltas.blogspot.com/
Cuantas imágenes, viejo.
Que potente sablazo al alma acabás de plasmar con este relato.
Te felicito y te lo agradezco.
Un abrazo de los fuertes.
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