La luz cambió, primero a amarillo, luego a verde. El sonido arrasó sobre la avenida. El de decenas de coches lanzándose frontalmente hacia su destino. Pude oírlo a pesar de la puerta de madera que se interponía entre el interior y la calle. A pesar de sus gemidos pidiendo piedad.
Miré sus ojos que parecían a punto de estallar. Los miré detenidamente como quién dispone de la eternidad. En cierta manera, al perderlo todo, la eternidad era lo único que me quedaba. Y en esas pupilas desgarradas, jaula del terror y la incertidumbre, supe que había ganado.
Aunque no era una victoria para celebrar. Muchos ni siquiera lo interpretarían como justicia. Significaba algo personal, el saber que algo llegaba a su punto final y a partir de allí lo que seguía era simplemente el futuro.
Temblaba. El cuerpo desnudo de aquella basura se agitaba como si estuviera congelándose, pero muy por el contrario, su piel transpiraba gota a gota. Estaba nervioso, asustado, consciente plenamente de la muerte.
Suspiré. Ese suspiro que dice "es la hora". Entonces volvió a gemir, a emitir una especie de lloriqueo. De repente el olor a orín invadió el aire. Había cerrado los ojos. Ese espectáculo me había sido vedado.
Con la boca áspera arrastré las palabras:
- Te disparo, te dejo bien muerto, dejo que te pudras y sigo con mi vida. ¿Pero cómo hago para que ella no vuelva en sueños? Diez años tardé en dar con vos. No tiene que ser tan fácil tu suerte.
Lo levanté, le pegué con la pistola en la sien y lo desmayé. Lo llevé a una habitación trasera. Era una joya de la mecánica y la informática. El dispositivo donde lo coloqué era fruto de una investigación de varios años. Ergonómico, autosuficiente, autoabastecible.
Los paneles solares le darían energía por al menos diez años. El resto de la maquinaría podía fabricar suero durante todo ese tiempo. El sistema de goteo estaba perfectamente parametrizado y los anclajes y cerramientos eran imposibles de ser evadidos.
El hombre quedó atrapado dentro de mí gran invención. Estaba inconsciente. Era una pena. Me hubiese encantado ver como esos ojos volvían a palidecer ante la comprensión de lo que estaría sucediendo de aquí en más.
En el botón de encendido no coloqué la palabra "Start". Decía "María". Sonreí al verlo escrito y acaricié la superficie plástica con nostalgia. Esta vez no suspiré. Dije en voz alta "es la hora". Accioné el botón y el mecanismo comenzó a funcionar. El goteo asegurando el alimento para el cuerpo prisionero, ese cuerpo que debía vivir hasta que el sufrimiento fuera suficiente para esa basura. Los paneles solares atrapando el sol a través de una fina hendija. Y el brazo metálico debajo del colchón subiendo y bajando lentamente, penetrando por un conducto recto, frío, hacia la intimidad más profunda de aquella porquería. Una y otra vez, hasta el hartazgo y la muerte durante todo el tiempo que fuese posible.
Me dirigí hacia la puerta. Tomé el sobretodo, la valija y el sombrero. Apagué las luces y salí a la calle. La brisa y el ruido infernal de la ciudad me abrazaron, despidiéndose. Me alejé caminando lentamente. No volvería a aquella casa nunca más a pesar de haber adelantado los impuestos por diez años. No hacía falta. Las fotos de mi querida hija María venían conmigo. Su recuerdo también. La eternidad había terminado. Ahora empezaba el tiempo de vivir.
El cuarto cerrado.
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Me molestaba tanto secreto. Mi trabajo como gobernanta de esa enorme casa
desgastaba mis nervios, debía luchar con la cocinera, la planchadora y las ...
Hace 6 días.
3 comentarios:
Terrible, metálico, justo y pertinente.
Carne de película, de las mejores.
Felicitaciones por un relato tremendo, Neto.
Un abrazo y nos estamos leyendo.
Terrífico, Neethoven!!
Abrazo!!
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