– 7 –
Cuando era un niño le apasionaban las historias de fantasmas que le contaba su madre a la hora de ir a dormir.
Y desde hacía quince años era uno de ellos, el único de su especie en la urbe que había sido su lugar en el mundo hacía ya tanto tiempo.
Como todas las mañanas, se sentó en el banco de la plaza de su barrio a mirar la gente pasar. Nadie le prestó atención (¿así se sentirían aquellas personas a las que él ignoraba por completo cuando le pedían una moneda?): todos corrían rumbo a sus trabajos, mirando sin ver el suelo bajo sus pies. El sol brillaba en lo alto, pero no podía sentir su calor en la piel; y eso era una de las cosas que más odiaba de ser un fantasma.
Maldecía para sus adentros por ello cuando la vio frente a él, estática en la vereda de enfrente. La belleza de su hija lo había impactado desde que era una beba; pero ahora, que ya había cumplido veintitrés años, superaba todo lo imaginado. Se sentía orgulloso por ello. Y por eso sufría tanto por la enfermedad que ella padecía, sin poder hacer nada para salvarla. El cáncer de mama la estaba carcomiendo por dentro, royendo su interior como una rata inmunda. Y sabía que la metástasis mortal no tardaría en llegar.
Cuando sintió los ojos de la joven clavados en los suyos se levantó como un resorte, con todos sus sentidos en alerta. Algo andaba mal. En quince años nadie se había percatado de su presencia, y ahora su hija cruzaba la avenida caminando a su encuentro. Y, además, parecía que la ciudad, de repente, se había vaciado: ningún auto en la avenida, ningún transeúnte en las veredas. Un silencio de muerte lo invadía todo.
Su hija llegó adonde estaba él.
—¿Dónde estoy, papá? ¿Dónde…? —preguntó angustiada. Él intentó abrazarla para calmar su congoja pero fue imposible: sus cuerpos no se tocaron, sino que se atravesaron por completo.
Se dio vuelta y vio cómo ella caminaba por un laberinto de luz en medio de la plaza, desapareciendo en su interior. Quiso gritar, pero de su boca no salió ni un hilo de voz. Tampoco salieron lágrimas de sus ojos, a pesar de la congoja que sentía en sus venas.
Entonces todo cobró vida otra vez. Los sonidos de la ciudad volvieron a hacerse audibles, la gente volvió a correr hacia sus trabajos y los autos a volar por la avenida.
Cruzó la arteria sabiendo que, ya muerto, nadie podría atropellarlo.
Y fue en medio de la calle cuando un Ford Valiant modelo 72 color rojo frenó a escasos centímetros de su cuerpo. La ventanilla del conductor se abrió y un hombre, de anteojos negros y con un cigarro cubano en su boca, le sonrió desde adentro mostrando una fila de dientes irregulares manchados de amarillo.
—Hola, hijo de puta —dijo—. Vine por vos. —Sacó un revólver calibre .45 y apuntó al lugar que, en vida, ocupaba su corazón. Aún sorprendido porque, en menos de cinco minutos, dos personas se habían fijado en él cuando en quince años nadie le había prestado atención (y mientras le parecía oír la voz de su hija a lo lejos), no dudó en salir corriendo. Oyó el disparo pero la bala no le dio, sino que fue a parar contra el puesto de revistas de la esquina. Giró allí escuchando el chirriar de las ruedas del Valiant acelerando tras él.
Y se chocó de frente con un hombrecito ataviado con un traje gris.
—Fíjese por dónde va, Enrique —le dijo este, algo malhumorado. No medía más de un metro sesenta de altura, y tenía ambas manos enlazadas tras su espalda; llevaba un sombrero (también gris) a la usanza de los años treinta.
—¿Cómo… cómo sabe mi nombre? —preguntó Enrique, agitado por la huida reciente.
—Menos pregunta Dios y perdona —respondió el hombrecito, guiñándole un ojo.
El Valiant rojo dobló en la esquina y frenó con un ruido atronador junto a ellos, interrumpiendo el diálogo. El conductor volvió a disparar su arma contra Enrique pero, a pesar de que este no se movió, la bala nunca llegó a destino. Con la velocidad de un rayo, el pequeño hombre se interpuso entre el auto y el fantasma, sacó las manos de atrás de su espalda y, con una espada de fuego que sostenía entre ellas, desvió el proyectil.
El conductor del Valiant miró fijo al hombrecito de gris y, al reconocerlo, comenzó a temblar como una hoja en medio del ojo de un huracán y el cigarro se le cayó de la boca. Subió la ventanilla del auto, puso primera y aceleró hasta perderse de vista.
Enrique respiró aliviado y se dirigió a su salvador.
—Gracias —le dijo. El otro sostenía la espada de fuego con una mano, apoyando la hoja contra uno de sus hombros; el traje gris, a pesar de ello, seguía impecable—. Todavía no sé su nombre —continuó, sin desviar la mirada de aquel hierro candente.
—Rafael —dijo el hombrecito, estrechándole la diestra con su mano libre—. ¿Le llama la atención la espada? —Enrique asintió con un leve movimiento de cabeza—. Elemento esencial para nuestra tarea.
—¿Su tarea?
—Sí, Enrique. La mía y la de otros tres colegas. Pelear en nombre de Dios por las almas que buscan la paz. Como la suya.
—¡¿Usted es un ángel?! —preguntó Enrique, asombrado. Aunque todo parecía ser posible en aquel día donde la monotonía de los últimos quince años se había hecho humo.
—No precisamente. Soy un arcángel. Nuestra esencia es diferente a la de ellos: nosotros guerreamos contra Lucifer desde el inicio de los tiempos, intentando impedir que se lleve las almas al infierno. No siempre lo conseguimos, aunque tenemos más batallas ganadas que perdidas —sonrió.
—¡No me diga que el del Valiant era el Diablo! —exclamó Enrique.
—No. Era Arnaldo, uno de sus lugartenientes. A ese lo tengo de hijo, ja: nunca me ha robado ningún alma. —Dicho esto, sopló a la espada de fuego y esta desapareció en el aire—. ¿Vamos? —preguntó, y extendiendo el brazo señaló hacia el final de la calle. Una puerta blanca se encontraba en mitad de ella, y otra vez el silencio se había hecho carne. Ningún transeúnte, ningún automóvil en el lugar.
—¿Adónde? —repreguntó Enrique, aunque sabía la respuesta.
—Usted se ganó el cielo, Enrique —dijo Rafael, palmeándole la espalda—. Allá vamos. —La puerta blanca se abrió y un rayo de sol salió de ella. El hombre se sintió atraído instantáneamente por aquel fulgor amarillo que lo llenaba de felicidad plena; pero, a duras penas, detuvo su ansiedad y sus pies y, mirando a los ojos a Rafael, preguntó con voz ronca:
—¿Puedo pedirle un favor?
—Por supuesto.
—No quiero que mi hija muera, Rafael —dijo. La angustia de su voz podía palparse en el aire—. Es muy joven, y demasiado ya sufrió con la muerte de su madre y la mía.
—Eso no está en mis manos, Enrique.
—¿No hay nada que se pueda hacer? Su cáncer es… es… —Suspiró pero no pudo seguir hablando; bajó la cabeza y fijó sus ojos en la vereda, intentando sin éxito negar la realidad. Rafael apoyó un brazo en uno de los hombros del hombre fantasma.
—Solo Dios conoce el destino de la humanidad. Y todo depende de Él. —Hizo una pausa—. Será lo que Dios quiera.
—Lo que Dios quiera —repitió Enrique, levantando su cabeza—. Cuántas veces habré dicho esa frase antes de morir…
—Pero le puedo anticipar algo, Enrique, aunque mi jefe me rete por esto —dijo el arcángel al notar que el hombre no salía de la desazón que lo embargaba—. Su hija no tiene cáncer.
—¡¿Ah, no?! Pero, entonces, ¿qué es lo que tiene? Dígame, Rafael, por favor.
La luz de la puerta brilló con más intensidad
—Todas las respuestas se encuentran allí, mi amigo —dijo el arcángel señalando el portal luminoso—. ¿Podemos ir?
—Sí, claro. Gracias, Rafael. Le debo una.
—No me debe nada. Gracias a usted por su comprensión.
Dicho esto, los dos caminaron hacia la puerta entreabierta y se adentraron en ella. La misma se cerró y la ciudad recuperó su devenir bullicioso.
Aunque don Melquíades Amestoy, el dueño del puesto de revistas de la esquina de la avenida, jamás pudo explicarse de dónde salió el agujero de bala que atravesaba el techo del lugar.
– 8 –
El viejo hospicio hacía valer sus paredes anchas y el calor del exterior se quedaba donde debía.
La luz, adentro y fuera, sentenciaba un día espléndido.
El pasillo daba a un ventanal fantástico, digno de una escena de Hollywood, mostrando un paisaje de ensueño. Sin embargo, ni el lugar ni la situación le recordaban un momento feliz.
Ella había dado a luz encadenada a una camilla. El solo hecho de rememorar lo que minutos antes había presenciado a través de una mirilla de cristal, le crispaba los nervios.
Los alaridos aún repercutían en la memoria reciente. Sabía que conviviría con ellos el resto de sus días.
Un médico llegó en silencio y se situó a su lado.
—Los días así sirven para pensar en los errores que a uno lo llevan a estar donde se está.
Guardó silencio. Muchos años de juventud compartida le daban el privilegio a opinar sobre su vida. En realidad, había sido el único amigo que trató por todos los medios de ayudarlo a seguir un camino correcto. Pero jamás lo tomó en serio. Y el amigo, delante del ventanal, sabiendo que ya jamás disfrutaría de un día de luz como el que tenía delante de los ojos, le estaba diciendo en pocas palabras que el tiempo es irreversible.
—¿Cómo está ella? —preguntó sin ofrecerle una mirada, ni siquiera de vergüenza.
—¿Ella? ¿La madre o la niña? —Pregunta contra pregunta, su amigo se las estaba cobrando todas juntas, en el peor momento de su vida.
—Mi mujer.
—No tiene remedio, pero eso lo sabías antes de traerla. ¿Cómo es que...
—No tenés derecho. Sí a criticarme mi pasado, pero no el de ella. Las fuerzas contra las que nos enfrentamos...
—¡Y un carajo! Tus batallas las tenés en la mente. ¡Por favor, soy director de este hospicio! He tratado con locos de verdad, no farsantes como vos. Tu mujer pelea por su vida solo por seguir los pasos de un chiflado por conveniencia, que le importa...
—¡Claro que me importa mi mujer! ¿Creés que ha sido fácil para mí?
—Lo que está allá adentro ya no es tu mujer, quiera Dios que alguien sepa lo que es. Pero esa niña, esa que ha sobrevivido a lo que carajo haya sido eso, esa niña te necesita.
—¡No la quiero!
—No solo la vas a querer, sino que te la vas a llevar de acá y no vas a volver nunca más.
La voz grave retumbó en el pasillo. El doctor se fue alejando, al igual que el sonido de sus pasos. El espléndido día jamás lo había sido; un nubarrón enorme lo cubría desde el primer momento, pero nunca había sido capaz de darse cuenta. Hasta que irrumpió en llanto y supo que allí había más que un milagro.
(continúa el lunes 8 de diciembre)...
2 comentarios:
Creo que los dos, Juan y Neto forman un duo de escritores con mucha imaginación. Y por lo que estoy leyendo esa imaginación da frutos que me tiene intrigada y apasionada en la lectura. Espero hasta el lunes.
¡¡Muy bueno!!
mariarosa
Vaya imaginación.
¿Con quien estar de acuerdo con el amigo médico enojado o con el protagonista?
Publicar un comentario