Odiaba escribir en la computadora. Y no era un caso típico de la persona que repudia la tecnología por desconocer su funcionamiento, al contrario, le parecía extraordinaria y aprovechaba al máximo. Pero a la hora de sentarse a narrar sus libros, no había otra elección: su vieja Olivetti Lettera 32.
Por más que a veces las teclas se fundieran en un abrazo tedioso, que motivaba una breve lucha por devolverlas a su sitio, no cambiaba la máquina de escribir que le había legado su madre cuando era pequeño.
En algunas comidas con escritores amigos, había escuchado anécdotas repletas de amargura, en la que sus conocidos perdían el contenido de lo que habían escrito a lo largo de una tarde por culpa de la trágica combinación entre el hecho de no grabar el documento y un inesperado corte de energía eléctrico. Ante historias como esas, su frase por demás conocida era "eso a mi no me pasa con mi querida Olivetti".
Tenía enormes biblioratos que contenían los originales y sus posteriores copias. Era precavido. No era cuestión de dejar que el destino le hiciera perder sus horas de trabajo. Orden, paciencia y constancia, eran los pilares que repetía con alegría y orgullo cada vez que lo consultaban.
Pero aquella tarde en la que se disponía a iniciar el último capítulo de la novela en la que estaba trabajando no ocurrió nada de lo que podría llamar como su habitual rutina.
De repente, mientras sus dedos volaban sobre el panel de teclas duras y ruidosas y el papel llegaba hasta el último espacio posible y giraba sobre el rodillo para dejar paso al siguiente renglón, el escritor levantó la vista y quedó sorprendido. Solo figuraban sobre el papel las últimas tres palabras escritas: "el texto desnudo".
Pensó que era un engaño de la luz de la habitación, pero se movió en la silla y la imagen fue la misma. La hoja en blanco salvo esas tres palabras. Temblando, arrancó la hoja de la máquina. Jamás lo hacía si no llegaba hasta el final de la misma, pero lo que estaba observando lejos estaba de ser una situación normal.
Miró de un lado y del otro. Y de repente, en sus manos, tenía una hoja blanca absoluta. La dejó caer, dando un salto hacia atrás, como si descubriera en sus manos no una lámina derivada de celulosa y fibras vegetales, sino un feto putrefacto o aún peor, el corazón sangrante del mismo Lucifer.
Sin embargo, sabía que era solo una hoja y al mismo tiempo, un fantasma. El de su escrito, que había desaparecido como si se tratara de una maldición. No necesitaba levantarlo para observar que ni siquiera quedaban ahora las tres últimas palabras tipiadas en su máquina de escribir.
En un momento pensó en la cinta, en la improbable posibilidad que se hubiese quedado sin tinta. Improbable porque siempre colocaba una nueva al comenzar el borrador de una novela. Pero además, él había visto esas tres palabras y estaba seguro de haber visto, al comenzar la página, el resto de lo escrito.
Sintió la brisa fresca de lo desconocido. De lo tenebroso. Aquello no era normal. Fue en busca del teléfono para confiarle a alguien lo que había vivido, con el fin de exorcizar el demonio, de quitarse de encima ese terror que acechaba violentamente alrededor de su ser...
Se le erizó la nuca. Tuvo el presentimiento, más bien un aguijón en el pecho. Cambió de rumbo y el teléfono quedó en la dirección opuesta de su caminata. Allí estaba su escritorio. El bibliorato tenía una etiqueta tipiada como siempre con su Lettera 32. Decía "Borrador Novela El destino o Imágenes del mañana". Aún no tenía definido el título.
Su mano vaciló sobre la cubierta. Torpemente la levantó. Fue lo mismo que recibir una daga por la espalda. Casi como caer en un abismo. La primera hoja estaba en blanco, y la siguiente, y la siguiente, y...
Giró en redondo. Sus libros suspiraron. Pero no todos los que poseía en su enorme biblioteca. No. Solo los suyos. Los que llevaban su nombre con doble apellido en el lomo. Tragó saliva. Tomó un ejemplar. No necesitaba más. Ni siquiera estaba el título en la tapa. Al mirar de nuevo, también las letras con su nombre habían desaparecido. Lo abrió y nada había allí. Nada.
El ejemplar en blanco cayó al suelo. El sonido retumbó en la habitación. El escritor sintió que las piernas ya no lo sostenían. Sus rodillas cedieron, luego su cuerpo entero se desplomó. Su cabeza... las ideas, los personajes, los recuerdos... todo... y de repente, nada.
Lo encontraron días después, sin vida, desplomado sobre su máquina de escribir Olivetti Lettera 32. La hoja estaba centrada, como si hubiese escrito algo, pero no había nada impreso en tinta. Cinco teclas se entrelazaban caprichosamente en el aire, como si hubiera decidido lanzarse sobre el papel al mismo tiempo, sin llegar ninguna a destino. La v, la a, la c, i y la o quedaron para siempre en esa posición.
Él fue enterrado en una tumba sin nombre.
La máquina quedó olvidada en un sótano sin dueño.
Todo lo que se escribe sobre el escritor, desaparece en el mismo día. Quizá este texto, ya no exista.
El cuarto cerrado.
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Me molestaba tanto secreto. Mi trabajo como gobernanta de esa enorme casa
desgastaba mis nervios, debía luchar con la cocinera, la planchadora y las ...
Hace 6 días.
2 comentarios:
Fue borrado de la continuidad, lo peor que le puede ocurrir a un escritor. ser olvidado.
El texto sigue, tal vez porque no se menciona su nombre
La antigua amenaza de ser borrado del registro de la historia.
El paso inexorable a un destino peor que la muerte, el olvido.
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