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Un haz de luz salió del pecho de la joven de la silla de ruedas y surcó el aire hasta situarse a una distancia prudencial, formando un cuadrado perfecto de diez metros por lado. El portal se abrió, y un Ford Valiant aceleró desde el fondo del mismo hasta llegar junto a la silla de ruedas y frenar junto a ella, al lado del médico desmayado. La joven observó, espantada, al hombre que se bajaba del auto; alto, con un cigarro en la boca y una mirada feroz que no se parecía a nada de este mundo.
—Hola, preciosa —dijo el hombre, cerrando la puerta del lado del conductor—. ¿Solita?
—¿Quién es usted?
—¿Yo? Arnaldo, un amigo de tu padre —respondió. Acto seguido, apoyó el talón de una de sus botas de cuero en el cuerpo inmóvil del médico y, empujándolo, lo hizo girar lo suficiente hasta generar un espacio para acuclillarse junto a la joven y apoyar sus manos en los brazos de la silla de ruedas—. Rosa te llamás, ¿no? —Ella asintió con un movimiento de cabeza—. ¿Tu viejo nunca te habló de mí?
—No —dijo la joven intentando esconder su miedo—. Mi padre falleció cuando yo tenía ocho años. —Y, tomando coraje, se separó del hombre y desplazó la silla de ruedas hacia atrás; luego se levantó de ella y siguió hablando—: Nunca mencionó a ningún amigo.
—¿Ah, no? Tenía un millón, como dice la canción. —Arnaldo sonrió y miró hacia el portal de luz. Rosa hizo lo mismo, y ambos divisaron allí una cantidad imprecisa de figuras cuasihumanas, de cuerpos deformes, aullando en su interior y esperando la orden de Arnaldo para salir—. Allá están. Y vos tenés la llave que les da entrada a este mundo —dijo, señalando con uno de sus dedos raquíticos el pecho de la joven—. ¿No te duele ahí?
—No.
—Porque de ahí surge todo, Rosa. Sos una puerta andante a otra dimensión. Hacia un lugar… mmm… digamos… muy particular. Muy incandescente, ja. —Arnaldo miró hacia el portal repleto de almas y continuó—: Y ellos sus moradores habituales para toda la eternidad.
—Pero yo… nunca supe de esto. Papá nunca me dijo, y el médico…
—No es un médico como cualquier otro, querida. Es uno de los científicos más importantes del planeta. O podemos anticiparnos y decir «era». Nunca lo pudimos convencer de pasarse a nuestro lado y eso, hoy, le costará la vida. —Dicho esto, y sin avisar, se acercó a la joven y oprimió con lujuria los senos turgentes bajo la bata de hospital. Los humanoides del portal volvieron a aullar, y Rosa se defendió del acoso golpeando con una de sus rodillas la entrepierna de Arnaldo. Este acusó el impacto y, sin inmutarse, sonrió—: Eso de ahí abajo es lo que creó el portal. Lo tuvo la muy puta de tu madre entre sus piernas, y ahora lo vas a tener vos.
Arnaldo empujó a la joven y esta cayó sobre el césped del lugar. Y, cuando aquel se desabrochaba el cinturón dispuesto a todo, el cielo explotó con la fuerza de mil bombas atómicas.
Un segundo después, vieron a un hombrecito vestido con un traje gris caminando hacia ellos, empuñando una espada de fuego en su mano derecha. Arnaldo puteó para sus adentros, se abrochó el cinturón e hizo una seña a los demonios que lo habían acompañado para que acudieran en su ayuda. No lo pudieron hacer, porque el hombrecito de gris lanzó su espada hacia el portal y, cuando la misma impactó contra aquel, formó una capa gélida de hielo rígido que contuvo la invasión de los seres infernales; estos la rasgaron y golpearon con todas sus fuerzas, pero no la pudieron romper.
Al ver al hombre de gris desarmado, el recolector de almas se elevó en el aire y comenzó a girar sobre sí mismo como poseído por un millón de huracanes; cinco segundos después se lanzó sobre él. Rafael, el arcángel, su enemigo más odiado.
El impacto movió cielo y tierra, y ambos rodaron por el césped formando un surco en él y levantando una polvareda que lo cubrió todo de marrón. Al disiparse la bruma momentánea, Rosa vio con pavor que el hombrecito había quedado debajo de Arnaldo; este, apoyando toda su humanidad sobre él, lo ahorcaba apretando la glotis con ambas manos.
—¡Ja, ja, ja! Ni tu Dios de mierda te va a salvar de esta, enano hijo de puta —vociferó el recolector de almas. Rafael intentó zafar del ahorcamiento pero no pudo: tenía todos sus sentidos puestos en el freno a las almas del infierno que querían penetrar por el portal, y eso lo dejaba sin poderes celestiales para poder defenderse a sí mismo.
—Su Dios no, pero yo sí —dijo Rosa a sus espaldas. Estaba junto a ellos y llevaba consigo la silla de ruedas; como pudo, la levantó y la lanzó contra Arnaldo. Este, sin dejar de ahorcar a Rafael, achinó sus ojos y escupió de ellos dos llamaradas candentes directo a aquella. La silla de ruedas se desvió por completo de su trayecto y fue a dar contra un árbol añejo.
—Vos no existís, pendeja del orto. —Y, luego de decir esto, abrió su boca y escupió una nube gris de langostas hacia la joven. La potencia de los insectos lanzados en velocidad hizo que Rosa cayera al suelo tomándose la cara, blanco predilecto de los voladores inmundos.
Arnaldo sonrió satisfecho y volvió a poner sus cinco sentidos sobre Rafael.
—El jefe va a estar contento —masculló. El aliento a azufre dio de lleno en el rostro de un exhausto Rafael, quien, a pesar de todo, no dejaba de pelear—. El alma de un arcángel no tiene precio. —Y oprimiendo el cuello del hombre de gris con toda la potencia del averno, concluyó —: Chau, hijo de puta, te veo en el infierno.
—Yo no estaría tan seguro.
La voz resonó detrás de Arnaldo y este se dio vuelta, sin aflojar la presión de sus manos sobre la garganta del arcángel. Rosa estaba de pie, a un metro de distancia; las langostas muertas, sobre el césped, formaban junto a ella una alfombra putrefacta. Pero no era la joven la que había hablado, sino el hombre a su lado, que llevaba en su diestra la espada de fuego de Rafael.
El recolector de almas entornó los ojos, intentando reconocer al sujeto. Lo hizo al instante y dejó de apretar el cuello del arcángel; levantándose, miró más allá del hombre y la joven, directo hacia el portal. La espada de Rafael había sido reemplazada por una daga de oro, clavada en el mismo lugar que la anterior y frenando, asimismo, la invasión de los habitantes del otro mundo.
—¡Rafael! —gritó el hombre junto a Rosa—. ¡La espada! —Y, diciendo esto, lanzó el arma incandescente hacia su dueño. La espada dio un giro en el aire, pasando por encima de la cabeza de Arnaldo (este saltó intentando asirla, sin lograrlo) y cayó junto al arcángel, clavándose en el césped. Rafael se levantó a duras penas y la tomó con sus dos manos. El arma brilló con luminosidad intensa y el arcángel recobró su vitalidad.
Arnaldo, previendo lo peor, corrió como rata por tirante y se subió al Valiant. Hizo una seña a las almas en pena del portal, y estas desaparecieron de su vista; luego, aceleró a fondo directo hacia la puerta a la otra dimensión. El ruido al atravesar la capa de hielo taladró los oídos de Rosa, Rafael y el otro hombre.
Lo último que vieron los tres fue el brazo derecho de Arnaldo saliendo de la ventanilla del conductor, y el dedo medio de su mano extendido en el conocido e insultante gesto.
Luego, la daga de oro cayó al piso y el portal se cerró.
El pecho de Rosa brilló un instante bajo la bata del hospicio, y luego recuperó su tinte normal.
Y fue entonces cuando la joven se fundió en un abrazo interminable con el hombre a su lado. Rafael los miró con ternura y sonrió.
—Gracias, papá —dijo Rosa, separándose apenas del cuerpo de Enrique Gómez. Las lágrimas dijeron «presente» en el rostro de la joven. Pero no eran de tristeza, sino de alegría.
—No, amor, gracias a vos. Por no olvidarme nunca. Y por guiarme hacia la verdad con ese par de perlas que tenés por ojos. —Enrique secó las lágrimas de Rosa, deslizando con suavidad ambos pulgares sobre las mejillas de la joven—. Son hermosos, idénticos a los de tu mamá. Color sepia. Inigualables…
—Perdón, Enrique —los interrumpió Rafael—, pero tu permiso se terminó y nos tenemos que ir. De lo contrario, El De Arriba nos va a pegar una levantada en peso que ni te cuento.
Enrique miró a su hija a los ojos y, poniéndose en puntas de pie, besó su frente con una dulzura sin igual —como aquella lejana vez en la puerta de la casa de su hermana—.
—Te amo, linda, y siempre voy a estar con vos. No lo olvides.
—Lo sé, papá. Y yo también te amo. Con todo mi corazón.
Y, entonces, Enrique Gómez retrocedió un par de pasos hasta quedar junto al arcángel. Una bruma nebulosa los envolvió y ambos desaparecieron de la vista de Rosa. Aunque antes de que la niebla se dispersara en su totalidad, la joven escuchó la voz de Rafael atravesando el aire:
—El portal hacia la otra dimensión se cerró para siempre, Rosa. Estás curada. —La joven se tocó el pecho con ambas manos y suspiró. El arcángel continuó—: Y la daga dorada de tu padre ahora te pertenece. Órdenes de mi Superior. —Dicho esto, el arma con forma de cruz se elevó del piso como sostenida por los hilos invisibles de un titiritero y viajó hasta las manos de Rosa. Esta sintió una descarga eléctrica de vitalidad atravesándole la piel al contacto con el arma—. De ahora en más serás nuestra cazadora de espectros estrella. Como lo era tu viejo.
—Pero yo no sé qué hacer —protestó Rosa mirando la nada.
—Ya vas a aprender. Miles de almas en pena te necesitan, Rosa En Sepia. Para descansar en paz a nuestro lado.
La joven miró al cielo y no cerró los ojos cuando los rayos de sol se reflejaron en ellos. Iba a contestarle al arcángel que sí, que aceptaba el reto, que asumía la responsabilidad.
Pero él ya no estaba allí.
Con energías renovadas, caminó hacia la silla de ruedas. La arrastró consigo hasta dejarla junto al médico amigo de su padre, quien todavía seguía desmayado. Luego se sentó en ella e, inclinándose, dio un par de suaves bofetadas en el rostro del galeno. Este se despertó y, luego de incorporarse —a duras penas—, lo primero que vio fue la daga de oro sobre el regazo de la joven. Su mente bulló a miles de kilómetros por hora, pero Rosa interrumpió sus pensamientos.
—Sí, es la daga de papá. Y voy a necesitar de su ayuda, doctor. Por el honor de la amistad que lo unió a mi padre.
—Contá conmigo, Rosa.
—Rosa no, doctor. —El médico la miró extrañado—. De ahora en más, Rosa En Sepia.
– Epílogo –
Cuando las puertas del ascensor se abrieron al detenerse en el piso decimotercero, la joven entendió el porqué del miedo del dueño del hotel —uno de los más lujosos de la gran ciudad— y de todo el personal que allí trabajaba. Y de los turistas que evitaban alojarse en ese piso en especial.
Dos espectros que, en otra vida, habían sido un par de fornidos fisicoculturistas, la escrutaban con sus ojos rojos desde el fondo del pasillo.
La joven salió del ascensor y uno de ellos silbó piropeándola. La perfección de sus caderas se percibía con claridad bajo una calzas color sepia, las que realzaban su hermosura hasta límites insospechados.
La joven sonrió ante el piropo y agitó la mano que contenía la sal gruesa.
Y corrió hacia ellos blandiendo una daga de oro que pedía acción.
Ernesto Parrilla
Juan Esteban Bassagaisteguy
Julio de 2014 a Noviembre de 2014
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Tuve el placer de crear y narrar Rosa en sepia junto al escritor Juan Esteban Bassagaisteguy, a quien además debo agradecer por su constante lectura de mis escritos.
Juanito, como también se lo conoce a Juan Esteban Bassagaisteguy, es oriundo de la localidad de Rauch, ubicada en el sudeste de la provincia de Buenos Aires, es el escritor detrás de «The Juanito's Blog» (http://thejuanitosblog.blogspot.com.ar), sitio donde podrán disfrutar de sus historias, que les asegurarán horas de excelente lectura.
Es también una de las personas que dirige el sitio literario "El Edén de los Novelistas Brutos" (http://eledendelosnovelistasbrutos.blogspot.com.ar) como así también colaborador de otros espacios de escritura en la web. Ha recibido distinciones por sus escritos, al tiempo que ha participado en antologías y publicaciones digitales.
La idea de escribir algo juntos surgió tras su participación en el especial por los diez años de existencia del blog "Netomancia". La experiencia fue maravillosa. No solo en lo creativo. Admiro también a Juan por su labor meticulosa, detallista y sus conocimientos gramaticales. Es un placer el intercambio de correos electrónicos con él. Ojalá algún día pueda conocerlo personalmente.
Gracias Juan por aceptar este desafío y hacerlo realidad.
3 comentarios:
Ernesto querido, el agradecido soy yo (lo sabés).
Fue una gran experiencia personal haber trabajado «Rosa en sepia» con vos, un escritor con una imaginación enorme y una habilidad para crear infinidad de escenarios (ya sean dramáticos, cómicos, tenebrosos, terroríficos, eróticos, de suspenso...), que ha publicado en forma digital y en papel en infinidad de lugares, y que lleva tanto tiempo en esto tan lindo, que tanto nos gusta y compartimos, que es escribir.
Un párrafo especial para la paciencia que me tuviste en los cuatro meses que nos llevó laburar el relato, en cuanto a esperarme en mis tiempos particulares de redacción.
En fin, una experiencia ideal el haber compartido las letras con vos, cuestión que disfruté de principio a fin.
¡Un abrazo, Maestro!
Una obra muy buena!!
Felicitaciones a los dos y mi admiración.
mariarosa
Que gran historia, comparable con la película Constantine, basado en un interesante comic.
Rosa ha demostrado ser alguien especial. Enrique ha demostrado ser un heroe que ayudó a su hija y al arcangel.
Rosa será un bella cazafantasmas, que ha demostrado poder al destruir a las langostas sobrenaturales.
Una de las mejores historias leídas en este espacio tan creativo. Tal vez la mejor.
Es para adaptarla al cine.
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