Por más que lo mire de un lado y del otro, sabe que es el último. No hay otro mes, ninguna otra chance. El almanaque es solo un marcador, un recordatorio impreso. El tiempo de verdad es una sucesión de instantes que no se detiene. El almanaque con la fotografía de un niño jugando sobre el césped dejará de servir en cuestión de horas. La vida, en cambio, de no mediar una tragedia proseguirá sin atenerse a calendarios.
Su angustia es, por lo tanto, valedera y al mismo tiempo, significativa. Se había hecho una promesa al comienzo del año que no ha concretado. Y dadas las circunstancias, habrá fallado a su palabra con todo lo que ello implica. No cumplir una meta puede representar para algunos una cuestión menor. Pero no para él. Porque sabe, muy en lo profundo, que cuando uno posterga un objetivo es que de algún modo trata de no alcanzarlo.
En la habitación contigua escucha los preparativos para el último día del año. Sonidos de platos, del horno que se abre y cierra, exclamaciones que ponderan una idea, la desazón de otros ante el olvido de un ingrediente determinante. Y él, ajeno a los festejos, disecciona su fracaso. Lo hace mentalmente, sin quitarle la vista a ese niño sonriente, que persigue algo que la fotografía no muestra pero que parece hacerlo feliz. ¿Un perro? ¿Una pelota? ¿Su madre?
La última imagen cae como una daga, lo fulmina. Se muerde los labios, avergonzado. Ya no mira el calendario. Ya no mira nada. Los ojos cerrados pueden ser una buena escapatoria durante un rato. La oscuridad no es absoluta, está repleta de matices, manchas indefinibles que juegan con la mente pero que también nos apartan de eso que nos molesta.
Deja escapar un suspiro que termina en un principio de llanto. Pero lo contiene. Es fuerte, al menos en ese momento. Habrá otros, lo sabe, y no podrá hacer lo mismo. Porque llorar es parte de su fracaso. O quizá, lo es todo. Puede medir la derrota bajo ese parámetro. El de las lágrimas en caída libre, una tras otra, mientras su pecho se agita acobardado ante el peso de la verdad.
Veritas filia temporis.
Recuerda el día que leyó esa frase. Con cuánta alegría comprendió el mensaje. Tarde o temprano, pensaba con felicidad... pero ningún resultado se obtiene sin una acción previa. Su parte, la de tomar coraje y hablar, jamás había logrado imponerse. El miedo, el qué dirán, el espanto ante lo desconocido. El temor a ser despreciado, relegado, transformarse en un ser incomprendido, son sentimientos que lo persiguen, mientras la voz de su madre llega del otro lado de la puerta. Él sigue delante del almanaque, aunque ahora le da la espalda, casi sin advertirlo.
Se había hecho una promesa y no la ha cumplido. Es la misma que se había prometido el año anterior, y el anterior, y el anterior. La que en vano también jurará en horas más, en el momento del brindis, con los fuegos de artificios explotando en la noche. Esas luces brillantes que encandilarán su mentira, dejando a las sombras ulteriores, tras el ocaso de los resplandores, convertirse una vez más en el manto bajo el cual esconderá sus palabras.
La puerta se abre, su madre aparece, jovial, exultante.
- Madre, yo... - empieza él, pero la mujer interrumpe, tomando sus manos y arrastrando su cuerpo detrás del suyo.
- ¡Susana, ven aquí, que tienes que probar las delicias que están preparando tus tías!
Y Susana accede, se deja llevar, como si la madre y el tiempo fueran el mismo ser, y su existencia, tan solo un puñado de arena que se diluye en la nada misma, en tanto su voz verdadera, esa que se siente hombre, permanece escondida, muy triste e impedida.
Esa voz que quizá, jamás se haga escuchar.
El cuarto cerrado.
-
Me molestaba tanto secreto. Mi trabajo como gobernanta de esa enorme casa
desgastaba mis nervios, debía luchar con la cocinera, la planchadora y las ...
Hace 6 días.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario