Versión con fondo blanco, para ojos sensibles

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28 de febrero de 2014

Luthier de sangre

Sus ojos errantes se paseaban en la penumbra, buscando esa herramienta que el instrumento le pedía. Se trataba de una lima, pero no una lima cualquiera. Necesitaba una entrefina, para una terminación muy importante.
Creyó verla detrás del cepillo de madera, pero no era. Luego le pareció que estaba en el estante con las partes terminadas de otro trabajo, pero también se equivocaba. Aquello era una simple escofina.
¿Acaso la había perdido? ¿Cómo podía perder algo en su propio taller? La imagen de Etelvina vino a su cabeza. La siempre entrometida Etelvina. Seguramente había desoído las órdenes tajantes de no entrar al taller a realizar limpieza y se había metido bien temprano. La situación no quedaría así. No señor. Caminó hacia la puerta y entonces vio, solitaria al lado de un sargento, a la tan buscada entrefina.
- La puta que te parió, mirá donde estás – le dijo al pedazo de metal, recordando al mismo tiempo que la había dejado ahí cuando fue a buscarse un té con miel y limón. Prefería el mate, pero desde hacía unos días que sentía un ardor en la garganta y no quería arriesgarse a un resfrío.
Volvió a concentrarse en su trabajo. Quitó algo de viruta que había caído encima de la madera y colocó ésta última delante de sus ojos, donde podía percibir hasta el más mínimo detalle de la textura. Estaba conforme, había hecho un buen trabajo.
Semanas atrás era tan solo un tablón, pero ahora se había convertido en un mástil. La magia de su profesión lo envolvía de alegría. Pasó su mano por la superficie, sintiendo con el tacto su labor. La madera le transmitía la armonía que deseaba. No podía sentirse más feliz.
Dejó su nueva obra de arte sobre el banco de trabajo y apagó la única bombilla de luz que tenía encendida. Trabajar en la oscuridad le permitía un contacto más íntimo con sus instrumentos, aunque su novia lo regañaba de vez en cuando y le decía que se iba a quedar ciego. Pero él sostenía que mientras pudiera hacerlo, estaría agradecido. La vista podía ser importante, pero su trabajo era una labor en conjunto: el oído, el tacto, el olfato, el gusto, eran tan importantes como la capacidad de mirar.
Subió las escaleras y cerró la puerta a su espalda. El sonido de una radio le indicó que había abandonado su mundo y regresado al de los demás mortales. Etelvina limpiaba con un plumero la parte alta de un armario, mientras su novia corregía sobre una mesa lo que con seguridad eran exámenes del colegio.
Ninguna de las dos advirtió su presencia. Su novia tenía puesto los auriculares, en parte para no escuchar el programa de radio que elegía por las mañanas Etelvina, pero también porque era la única manera de concentrarse en lo que estaba haciendo.
Aprovechó para buscar los anteojos para sol, las llaves y salió a la calle. Se llevó una mano a la cabeza ni bien pisó la vereda. Había dejado la Rastrojerita a pleno sol a pesar que Dorrego por esa altura tiene enormes árboles de tilos de un lado y otro de la calle.
- Puta puntería – dijo en voz alta, justo que pasaba una mujer con su hija pequeña. Sonrojado, pidió disculpas, pero madre y nena se alejaron sin mirar atrás.
Se subió al vehículo y tuvo que soltar el volante de lo caliente que estaba. Resignado, no le quedó más remedio que acostumbrarse.
Condujo algunas cuadras hasta la plaza, estacionó la Rastrojerita en cuarenta y cinco grados y sin frenar el motor, se bajó corriendo hasta el cajero automático del banco, en la vereda de enfrente. Un minuto después estaba cruzando avenida San Martín.
Miró la hora en el reloj que usaba en la muñeca derecha. Estaba bien de tiempo. Siguió con la marcha cansina, bajo el fuerte sol de enero, avanzando hasta detrás del tanque de agua de la ciudad, que como era costumbre, amenazaba con despegar de la plataforma que lo sostenía, casi en forma inverosímil, en el aire.
Estacionó nuevamente sin detener el motor, aunque ya no miraba hacia el siempre imponente tanque, sino hacia la parte trasera del hospital. Consultó una vez más su reloj y sacó la billetera. A los pocos segundos, una puerta doble se abrió y una mujer vestida como enfermera salió al exterior, llevando consigo una caja que indicaba “frágil” a un costado.
Se bajó sin titubear del vehículo y se acercó a la mujer.
- ¿Está todo? – preguntó.
- Diez litros. Esta vez se hizo difícil. Te tendría que cobrar un adicional – le dijo la enfermera con un gesto de fastidio.
- Tomá. Agarrá el sobre y no te quejés, que es buena guita. Ojo que en la zona puedo conseguir en varios lugares. Empalme, San Nicolás o incluso me puedo llegar hasta Arroyo Seco.
- No sé quién te puede llegar a dar bola.
- Por la plata baila el mono.
- Mundo de mierda ¿no?
- Es lo que hay – afirmó, para volver casi al trote a su asiento y emprender el retorno al taller.
El sol seguía pegando fuerte. De todas maneras se quitó los anteojos de sol y entreabrió un poco la caja. Miró en el interior y sonrió.
- Buen color, muy buen color – dijo para si mismo.
Paró la Rastrojera esta vez en la sombra y bajó raudamente con la caja. Se metió en la casa y de la misma forma que había salido, sin que ninguna de las dos mujeres se percatara, llegó hasta la puerta que daba al taller.
Bajó las escaleras con cuidado y antes de apoyar la caja, limpió el banco de trabajo con la mano libre. Arrojó el paño sucio a un costado y dejó la carga sobre la madera.
Sacó una bolsa plástica con líquido rojo en su interior. El contenido era espeso y de un color intenso. El luthier esbozó una sonrisa. Tomó el mástil que había terminado media hora antes y lo acarició con paciencia, llevando las yemas de los dedos de una punta a la otra. Cerró los ojos. En la oscuridad, el tacto lo es todo.
Buscó una jeringa y una aguja. La llenó de sangre de la bolsa plástica. Tomó de nuevo el mástil, lo revisó meticulosamente hasta dar con el lugar exacto. La aguja era de titanio. La había enviado a fabricar hacía más de un año. Desde entonces, sus trabajos eran únicos. Introdujo la punta en el sitio elegido y empujó levemente, dejando que la madera hiciera el resto.
Una vez adentro, contrajo el émbolo, haciendo fluir la sangre. Podía imaginar como fluía en el interior, ganando las betas, penetrando bien a fondo, nutriendo su obra de arte. Vació la jeringa y retiró la aguja con sumo cuidado.
Con el mástil en sus manos, se acomodó en su silla preferida, hecha con cañas. Sus ojos, una hora antes, errantes y asustados, parecían ahora hipnotizados, poseídos, atraídos por el mástil terminado.
¿Quién había transformado a quién allí? ¿Quién era el luthier en aquel taller? Soltó una carcajada, que nadie más pudo escuchar. Le pareció incluso que el mástil también reía. Y estaba bien. Estaba cobrando vida, como todos sus instrumentos. No necesitarían de un músico que los tocase, porque ellos mismos podían hacerlo. Iluso aquel que fuera en el futuro su dueño, y creyese como un tonto, ser el ejecutante. Sus instrumentos no se tocaban. Se convertían en los músicos. Y los músicos, en instrumentos.
El mástil le dio a entender que el descanso había sido suficiente. Era hora de terminar la obra. El luthier, sin perder tiempo, se sumergió nuevamente en su trabajo.

4 comentarios:

Romina dijo...

Ambos se transformaron
algo así sucede cuando un músico se apasiona con un instrumento, él toca el cielo y el instrumento habla!
En ciertas características me recordó la peli "El violín rojo", a propósito, muy buena :)

El Demiurgo de Hurlingham dijo...

Original historia.

el oso dijo...

Excelente, Neto, el luthier está chocho!!
Abrazo

Con tinta violeta dijo...

Siempre han dicho que en la sangre está la vida...y este lo tomó al pìe de la letra. Muy buena historia!
Abrazos.