Al mirar por la vidriera del local comercial, no le llamó la atención la moto que estaba en exhibición delante de todo ni las otras que la rodeaban, como tampoco el estante repletos de cascos y el perchero con camperas de cuero. Ni siquiera el hecho de ver que en el mostrador aguardaba con una sonrisa, a su próximo cliente, una morocha infartante.
Nada de eso fue lo que provocó que se pegara contra el vidrio para observar con mayor nitidez. Casi tembló al comprobar que sus ojos no lo engañaban. Pero guardó la compostura e hizo lo que debía hacer. Sacó el revólver de la cartuchera, abrió con fuerza la puerta del comercio y penetró como una exhalación, sin darle tiempo a nadie de moverse, y mucho menos de gritar. Lo que siguió a continuación, fue justicia.
Un año antes
Jonatan Dois no sabía que esa tarde perdería a su pequeña de cuatro años. Si lo hubiese sabido jamás se habría levantado temprano para llevarla a ese cumpleaños en el salón de fiestas "El patito feo". Pero la futurología no era su fuerte y recién después del mediodía, al ir a buscarla, recibió la nefasta noticia de su desaparición.
El salón de fiestas era un caos. A pesar de la presencia policial, algunos pequeños permanecían aún dentro del pelotero. Los padres, en cambio, prestaban declaración ante los uniformados, al igual que los empleados. Ninguno de ellos se había percatado en un primer momento que faltaba Úrsula. Jonatan había llamado, pidiendo que fueran preparando a su hija, porque estaba apurado y no quería bajar del coche.
Cuando fueron a buscarla, no la encontraron por ninguna parte. Revisaron en cada rincón, sin éxito alguno. El lugar contaba con cámaras de seguridad en la salida, pero según chequeó la policía en la grabación, no se vio a la pequeña salir por allí.
Fue una triste odisea. Entevistaron a todos los presentes, una y cien veces. Nadie cambió jamás su discurso. Era evidente que el culpable no estaba entre los interrogados. Tampoco los chicos pudieron aportar pistas. Eran muy pequeños y la mayoría no entendía que había sucedido.
Difundieron imágenes de la niña por todas partes. Incluso, con la ropa que llevaba puesta y el detalle en el cabello, de un prendedor rosa en forma de mariposa con pintitas doradas, sosteniendo cada una de las colitas. Dois y su mujer perdieron con el tiempo las esperanzas. Pronto comenzaron tratamientos con psicólogos, ya resignados. Uno de los policías asignados al caso, Emiliano Estevez, les prometió encontrarla, tarde o temprano. Lo dijo convencido, pero los padres de Úrsula no le creyeron. Hubiese sido mejor así.
Ahora
Avanzó con el arma apuntando hacia delante y al grito de "nadie se mueva, soy policía" captó la atención de la chica del mostrador y de los dos vendedores que estaban dentro del local. Asustados, los empleados, atinaron a levantar los brazos, como si los estuvieran asaltando.
Pero el policía, vestido de civil, los pasó de largo. Algo había atrapado su mirada, como si lo hubiese embrujado desde el otro lado del vidrio.
Pasó por detrás del mostrador, y en un estante donde solo había accesorios pequeños para motos, pudo ver con detenimiento aquel objeto que lo envolvió en un escalofrío. Incrédulo, se giró hacia los empleados. Su voz pretendía estar firme, pero él mismo escuchaba el temblor al pronunciar las palabras.
- ¿De dónde sacaron este prendedor para el pelo? ¿De dónde?
Dos meses antes
Emiliano cerró los ojos y suspiró profundamente. Su superior, del otro lado del escritorio, volvió a reprenderlo. Las actitudes así le molestaban y a lo grande. Si su orden era cerrar el caso, el caso se cerraba. No podía pretender que su personal perdiera el tiempo en las causas complejas que jamás tendrían resolución. Pero Estevez parecía no darse por enterado.
- Patalee, haga lo que quiera Estevez, a mi no me cuesta nada suspenderlo. El caso está cerrado, así que no haga gestos. Si no le gusta, sabe dónde está la puerta.
El policía estuvo a punto de decirle algo, pero abandonó la idea. No tenía argumentos para seguir bregando por el caso de la pequeña Úrsula. El deseo que apareciera no contaba como argumento. Además, los padres de la niña, al borde de la depresión extrema, se habían convertido en una ayuda casi nula. De seguir, lo haría solo.
Miró a su superior y asintió con la cabeza. Había perdido la batalla. Las pocas esperanzas habían muerto en aquella oficina.
Ahora
La chica lo miró con ojos desorbitados. Emiliano agitaba el arma, asustándola. Repitió una y otra vez la pregunta, hasta que uno de los empleados mencionó un nombre, el del dueño del lugar.
Todo ocurrió muy rápido. El pedido de captura, la búsqueda, los allanamientos. Cuando dieron con la persona, horas más tarde, su sangre hervía con angustia. ¿Ella estaba viva? ¿Ella estaba en alguna parte? No pudo contenerse en la sala de interrogatorios. Lo tomó del cuello y lo golpeó para que confiese. Dos oficiales no pudieron separarlo.
El hombre, en lugar de amedrentarse, rió a carcajadas. A Emiliano aquello lo descolocó. Sacó el arma y se lo puso en la boca. Hubiese disparado, sino era por la intervención de un sargento que entró en el momento justo, cuando Estevez había perdido todo el sano juicio.
Un año antes
El bullicio provenía de arriba. Siempre el bullicio provenía de arriba. Era típico, reconfortante. Por esa razón había alquilado el viejo salón de la antigua concesionaria de motos. Había puesto otra concesionaria, en un sector más céntrico. Y que mejor forma de aprovechar aquel lugar que con un salón de fiestas para cumpleaños. Risas, niños, diversión. ¿Había disfrutado él de todo eso cuando pequeño? No. ¿Por qué no hacerlo ahora?
Le fascinaba escuchar la algarabía. Por las voces, hasta podía calcular la edad de los pequeños. Le encantaban los niños. Eran su debilidad. Desde el sótano, podía escuchar todo. Pero era su lugar secreto. Porque nadie sabía que existía. Al menos, nadie del salón de fiesta. Porque era una vieja comunicación con su casa, que quedaba al lado.
Mientras escuchaba con una sonrisa en el rostro los sonidos provenientes de la fiestita, observaba con más ganas la portezuela que estaba justo por encima de su cabeza. Era cuestión de accionar la palanca y... la idea le daba miedo. Podía ser un éxito, como un fatídico fracaso. Le sudaban las manos. Iba a hacerlo. El corazón galopaba con fuerza. Llevó sus dedos temblorosos hasta el mecanismo y entonces...
Ahora
- ¡Pero qué carajo estabas pensando! ¿Cómo se te ocurre meterle el arma en la boca?
Emiliano forcejeaba con un oficial, al tiempo que quería regresar a la habitación para completar lo que había comenzado.
- ¡El hijo de puta sabe que le pasó a la nena! ¡Quiero que hable, en eso pensaba!
- No es un novato Estevez, no puede hacer lo que se le antoja, usted lo sabe. ¿Tiene idea de los problemas que vamos a tener ahora?
- El tipo se llevó a la nena. Usted vio el prendedor.
- ¡No se precipite Estevez!
- Si no lo hace confesar usted, lo hago...
- Usted se va a su casa y se deja de joder. Veo que no está apto para llevar adelante el caso. Olvídese del asunto.
Los oficiales lo retiraron a la fuerza. Emiliano pudo observar mientras se iba, la sonrisa ladina del hombre esposado en la sala de interrogatorios, que a través del vidrio dejaba ver sus dientes en forma grotesca.
Un año antes
Entonces el sonido se hizo más fuerte, casi al punto de retumbar en sus oídos. La música era divertida y los colores aparecieron delante de sus ojos. Azules, rojos, amarillos, verdes. Todos con formas esféricas. Y se movían, como si tuvieran vida propia. Estiró la mano y atrvesó esa capa de colores movedizos, esas pelotas juguetonas que bailaban al compás de la música. Y con sus dedos tanteó en el mar de burbujas plásticas hasta tocar algo diferente. Y cuando lo sintió, abrió su mano y se aferró a ese tesoro y con fuerza, casi sin tiempo a nada, tiró hacia abajo, atrayendo hacia su cuerpo la presa, como si de un trofeo se tratase.
Dos años después
Estevez lee el diario mientras su esposa amamanta a Matilda, de tan solo tres meses. Es domingo, no tiene que atender la tienda. No extraña para nada la época en que debía trabajar los fines de semana, recorriendo las calles, conviviendo con el peligro. Ahora disfruta de su familia, de su pequeña. Pero su alegría no es completa. Tiene miedo. Pánico. Terror. Piensa en su pequeña y no quiere que crezca, la quiere tener siempre en brazos, prendida a la teta de su esposa, segura, cuidada. Teme que desaparezca y que nadie haga justicia cuando tiene la oportunidad de hacerlo. Teme, porque sabe que en el mundo nadie está a salvo.
El cuarto cerrado.
-
Me molestaba tanto secreto. Mi trabajo como gobernanta de esa enorme casa
desgastaba mis nervios, debía luchar con la cocinera, la planchadora y las ...
Hace 6 días.
2 comentarios:
Brillante, Netomancia, un policial de primera.
Lo que pasó y no sabemos, porque no está escrito, entre el secuestrador y Úrsula (aunque lo imaginamos...) hace aún más angustiante y dramático el relato.
El final abierto del relato, y el final que (muy bien, buen punto ahí...) no nos contás de lo que pasó con el secuestrador, intensifica el drama.
Me encantó, che.
Saludos...
Genialmente contado.
Me hizo acordar a Hombre en llamas.
Es cierto que lo no dicho tiene una fuerza arrebatadora, aún más que la que tiene lo escrito.
Abrazo, Netito.
SIL
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