29 de agosto de 2020
Lo no dicho
26 de agosto de 2020
Restos de una fiesta
¿Qué
son esas guirnaldas, ese papel picado? ¿Pancartas pisoteadas y olvidadas, tras
un uso tendencioso? ¿Y aquellos barbijos abandonados a merced del polvo y el
viento? ¿A quién responden esos panfletos arrojados por todas partes? Esas
pintadas en aerosol clamando libertades robadas, insultando apellidos,
denunciando barbaridades. Ecos que aún resuenan, de voces incoherentes.
Anoche
hubo fiesta en la calle y los vestigios quedan. Atestiguan sin hablar sobre
pequeños grupos que descreen del bienestar colectivo y marchan en contra de la
lógica.
Romualdo
usa barbijo, guantes de latex, overol de trabajo y con su escobillón ancho va
llevando la mugre hacia diversos montoncitos que luego irá recolectando.
Ya se
imaginaba con lo que se iba a encontrar antes de salir de su casa. Había mirado
algo de televisión previo a acostarse y después en el bondi, camino al
depósito, viajó acompañado de la radio, que a través de los auriculares le iba
presagiando los restos que tendría que limpiar.
Silba
un tema de los Redondos, mientras empuja con fuerza el escobillón contra el
borde de un cantero en la 9 de Julio. Tiene a su espalda el inmenso símbolo de
la capital del país, pero no lo conmueve. Se ha cansado de pasar amaneceres
barriendo a su lado. Que por el festejo de un partido de fútbol, que la marcha
contra aquello, que la marcha a favor de esto. Y salen, marchan, cantan,
gritan, insultan, lloran, y dejan el tendal. Y allá va Romualdo, bien temprano,
junto a otros laburantes. Pero no se queja, porque es su trabajo. Y respeta
cada manifestación. ¿Estamos en un país libre, no?
Pero el
contexto es otro, la enfermedad de mierda del COVID ya se llevó un par de
familiares en el Chaco, de los que no pudo despedirse. Y no concibe que gente
sana salga a exponerse de tal manera porque descree de la enfermedad. Es como
que él saliera a manifestar en contra del bono de fin de año porque no lo ve
nunca. Existir, existe, en su caso tiene la mala suerte de no recibirlo. Esta
gente, al contrario, tiene la buena suerte de contraerlo.
Pero
cómo quejarse de un grupo de personas de a pie, como uno, cuando imbéciles de
mayor peso, como los presidentes de Estados Unidos y Brasil, instan a la gente
a no cuidarse, a que crean que el virus es la nada misma. Y después se enferma
el brasileño, para ser el perejil mais grande do mundo. Aunque ojo, como le
dijo a su mujer apenas se enteró, no vaya a ser que sea todo una actuación para
salir indemne y decirle a todo el mundo que es una gripecita. ¿O no usó una
treta parecida para ganar simpatizantes antes de las elecciones? Cuando lo
apuñalaron no iba ni cuarto en las encuestas.
Le dan
bronca muchas cosas pero más que nada, la falta de empatía por los demás. La
gente vive mirándose el ombligo y las causas ajenas le son indiferentes. Las
causas nobles. Porque después, las que imponen los medios de comunicación, esas
son sagradas. Y no hay mucha capacidad de discernir. Ni pensar por uno mismo.
El raciocinio no es una virtud de nuestros días.
No es
que Romualdo se sintiera un intelectual, pero le bastaba aprender a mirar para
comprender muchas cosas. Como esa avenida atestada de restos de una fiesta
repleta de odio, que de a poco iba quedando limpia. A veces es cuestión de
paciencia, de hacer algo por el otro, de cumplir un rol en la sociedad. Más
cuando está la salud en juego, no solo la propia, sino de todos los que nos
rodean. Aunque cueste, aunque no pensemos igual. Por una vez, sueña Romualdo,
por una vez tiremos todos para el mismo lado.
24 de agosto de 2020
Todo era ella
Era como vivir dos vidas, una, en la que era el chico pre adolescente que se juntaba con su barra de amigos, iba a la escuela, hacía las travesuras que cualquiera de la misma edad haría, volvía a su casa, discutía con sus padres por los motivos que fueran (porque no había temas puntuales para discutir, en realidad, nunca los hay, es solo desatar esa furia que no nos gustar retener dentro) y trataba, a su manera, de ser feliz.
En la otra, todo era ella. Mis ojos eran suyos, los oídos, sentimientos, sensaciones, cada palpitación, cada suspiro. Cuando estaba con mis amigos, mis pensamientos se escapaban a su lado mientras el cuerpo corría como un autómata detrás de una pelota en el potrero de la esquina. En la escuela, su rostro y voz se confundía entre las matemáticas, los pizarrones escritos con tiza, la historia de los próceres y las montañas más altas del mundo. Más de una vez el profesor a cargo de la clase pronunció mi nombre en voz alta devolviéndome al aula, a la fila de pupitres y las carcajadas generales que me dejaban rojo tomate. Y en casa, aquellas discusiones con mis padres solo terminaban cuando, cansado, solo quería irme a mi habitación a pensar en ella. Y, a mí manera, era feliz.
¿Cómo no soñar con un amor imposible cuando se es chico? ¿Cuándo sino? Después crecemos y creemos una y mil veces encontrar el amor, pero nos engañamos continuamente solo para no estar solos, y en nombre del amor, cometemos mil locuras y nos condenamos a otras tantas. Pero el amor imposible, el verdadero, ese que nos apuñala el corazón con dureza, que nos acorrala en sueños, que no nos permite sacarnos de la cabeza cada contorno de su cuerpo, que nos afiebra en la soledad, que nos acompaña en la oscuridad, que nos somete a llantos reprimidos, que nos produce un malestar de estómago que algunos confunden con mariposas, ese amor imposible, solo se vive una vez, cuando aún somos inocentes.
Y en ese entonces, estaba perdidamente enamorado de ella. Tanto que me solía escapar por las tardes para verla, aunque ella no lo supiera. A veces, no podía esperar a que sonara el timbre de salida del colegio y me escabullía en la última hora. Otras, no aparecía por casa y caía recién al atardecer, sabiendo que mamá y papá estarían preocupados, telefoneando a los padres de mis amigos. No importaban los retos, ni los castigos. Uno vive por lo que sueña y sufre por lo que cuesta. No necesitaba clases de filosofía para entenderlo. Todos tenemos un instinto natural que lo sabe.
Aquel amor duró un par de años. El final fue abrupto, doloroso. Lo imposible fue aceptarlo. Busqué muchos culpables, la economía, las políticas del país, el poder adquisitivo de mis padres, pero fueron formas de seguir engañándome. La culpa, toda la culpa, era mía. Más allá que mi abuela no pudiera seguir pagando el canal de cable, que ya no pudiera escaparme cada tarde para verla conducir aquel programa para niños, que a partir de entonces solo pudiera aferrarme al recuerdo de su imagen, que mis padres se negaran a contratar el servicio, la desazón y angustia fueron mochilas que decidí cargar sobre mi espalda el mismo día que me enamoré de un alguien inalcanzable.
Con los años, fue perdiendo su rostro, su voz, su encanto. Y desde entonces, traté de remediar lo imposible con amores posibles, seres tangibles, mujeres reales. Pero ninguna se acercó jamás a ella. A pesar de todo, he simulado ser feliz en cada caso. Y con eso, me contento.
22 de agosto de 2020
Visita
20 de agosto de 2020
Patito de goma
14 de agosto de 2020
Demorando
Llegué y ella no estaba, pero la hornalla estaba encendida y encima, tenía la olla. Se podía sentir el agua hirviendo. Supe que no estaba porque faltaba la moto y cuando la moto faltaba era porque ella no estaba. Pero la hornalla estaba encendida y encima, tenía la olla. Me acerqué, pero no me animé a levantar la tapa. Tenía que levantarla para ver qué había dentro, pero ese era el punto. Yo sabía que había dentro. Porque la moto no estaba, ni ella, y la hornalla encendida tenía encima la olla. Y aún peor, era consciente que si levantaba la tapa, mi mundo acabaría en ese mismo instante. Entonces, demorando la muerte, mi muerte, me senté a la mesa, apoyé la cabeza contra el mantel y me largué a llorar.