Versión con fondo blanco, para ojos sensibles

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24 de junio de 2014

Escracho

Eduardo se miró al espejo y lo que vio no le gustó nada. Era el mismo de otros días pero al mismo tiempo no. El cabello alborotado, los ojos inyectados por el cansancio, las arrugas cada vez más incipientes, las ojeras delatoras, la barba de más de una semana, cada detalle era parte de un todo cuyo resultado final tenía por palabra "escracho".
Pensó en su madre, en lo que diría de verlo en ese estado. La imaginó regañando, con el delantal rojo puesto, el rodete sobre la nuca y esa expresión agria, casi amarga, que se le había hecho cotidiana, muy a su pesar. Seguramente lo culparía de todo, de cada acto, de cada error. No le importarían las excusas o amparos. Es tu culpa, es tu culpa, le diría hasta el cansancio o bien, hasta que él diera el portazo y se fuera para siempre, como había sucedido diez años atrás.
¿Y Estela? Otra que recriminaría, sin lugar a dudas. Fue su primera mujer y para su bien, tendría que haber sido la última. Pero quizá por extrañar estar con alguien, se sumió más adelante al amor una y otra vez. No sirvieron los escarmientos con Estela, siempre celando, reprochando, señalando horarios, salidas, lugares, amistades. Si ahora lo viera, lo menos que haría, sería soltar una carcajada. Pero...
Nada. Todos tendrían razón. Su padre, carpintero desde que tenía memoria. Dueño de horas bajo el sol, con el serrucho de un lado a otro, dándole duro a la madera, buscando las formas ocultas detrás de las vetas, de las imperfecciones de la naturaleza. Porque si algo no existe en la naturaleza, es justamente la perfección. ¿Qué ejemplo más cabal que uno mismo? Y Santiago, el padre que soñó con ver a su hijo haciendo lo mismo que él en el futuro, y que lo torturó con esa idea durante años, es otro clavo que podría reforzar su teoría. Obtuso, estructurado, egoísta. Él también reiría de estar a su lado, justo delante de ese espejo.
¿Quién no lo haría? Con ese aspecto de vagabundo, en medio de una habitación con todos los lujos. Cualquiera diría que se metió por la ventana a robar, que su presencia allí es tan inadmisible como la de un inodoro en medio del living. Sacar la vista de su rostro demacrado, para ver por el reflejo del vidrio el confort de su hogar, era otra puñalada, una risa silenciosa, ahora lanzada por el destino mismo. Tener todo y no tener nada, todo al mismo tiempo. ¿Era posible?
Claro que lo era. Él, Eduardo Aníbal Pereyra, el dueño de lo que quisiera, con solo abrir la billetera o tan simplemente, decir su nombre. El de la sonrisa fácil, los dientes perfectos, los autos último modelo, el glamour, las cenas en lugares exclusivos, los viajes por todo el mundo...
Sin embargo, le faltaba eso. Aquello que se había ido con Estela. Ninguna mujer lo había podido suplir. Ninguna estaba a su altura. A la de ella. La de Estela.
El espejo lo insultaba, pero no era culpa del espejo. Como tampoco, ese dolor latente como una estaca encarnada en el centro del corazón, no era culpa de la joven que yacía en la cama, justo a sus espaldas, ni tampoco, de la anterior, la pelirroja que había arrojado del balcón una semana antes. La culpa era de Estela. Y sus carcajadas resumían las de todos los que en algún momento lo agobiaron. Cerró los ojos y la imagen desapareció. Los volvió a abrir y allí estaba otra vez, junto a las risas, los reproches, los sermones.
Pero destruir la imagen sería en vano. Porque no estaba allí, sino en su propio cuerpo. El escracho era él, no su reflejo. Suspiró. Al ver a la chica, recordó que sería prudente limpiar la habitación. Levantó el teléfono y llamó a su seguridad. Era hora de seguir adelante.
Dejó el cuarto al mismo tiempo que cuatro matones entraban con guantes de látex, bolsas negras y sierras enormes.
No era fácil ser quién era. Vaya que no.

2 comentarios:

El Demiurgo de Hurlingham dijo...

El personaje se presenta como un fracasado cuando lo que es realmente es un malvado, con ganas. Y triunfante.

SIL dijo...

Un despechado.
Poderoso y cruel.

Trinomio horrendo.



Abrazo.