Visitar a la abuela era cosa de todas las tardes, al menos aquellas
en la que mamá trabajaba y no tenía donde dejarla. Analía disfrutaba
esas horas en la vieja casona que estaba ubicada en una esquina frente a
la plaza. Y no justamente por tener ese espacio verde a pocos metros,
sino por permanecer entre esas paredes, hurgar en los secretos de ese
lugar que a veces le parecía olvidado por el tiempo.
Es que su abuela no se preocupaba demasiado por el aseo de la casa, salvo los
lugares que más usaba, como ser la cocina, el baño o su habitación.
Durante algún tiempo madre e hija discutieron ese tema, pero Analía
hacía buen tiempo que no las escuchaba disentir sobre la limpieza. La
abuela, sin dudas, había ganado. De todas maneras, había algunos sitios
donde el polvo no se acumulaba. Uno era el salón de los jarrones. Ese
era el nombre que ella le había puesto a aquella habitación de piso de
madera en cuyas paredes iban de un lado a otro gruesas estanterías,
sobre las que reposaban siempre impolutos, enormes y bellos jarrones,
algunos decorados y otros, cautivantes a pesar de tener un solo color.
Otro sitio que merecía el cuidado para su abuela, era el pequeño altar al
final del pasillo, donde en una urna de bronce estaba su abuelo. A la
pobre Analía a lo largo de su niñez aceptar esa idea se le había hecho
muy difícil. Recién a los ocho años, no hacía mucho, había comprendido
el significado de aquel espacio en la casa.
Aunque de todos los lugares de la casona de su abuela, el lugar mágico para la pequeña era la heladera. Era inmensa, con un freezer grande, donde a veces podían guardar hasta tres o cuatro envases grande de helado. Sin embargo, el encanto de Analía con ese aparato no estaba en lo que contenía, sino en lo que exhibía.
Decenas de imanes, grandes y chicos, coloridos y de las formas más hermosas, representando distintas ciudades del país y del mundo. Estaba toda la puerta cubierta y uno de los laterales.
- ¿Cuántos hay abuela? - había preguntado cierta vez y su abuela le había dicho que no llevaba la cuenta.
En sus intentos de contarlos, terminaba siempre perdiéndose, pero una vez había llegado a ciento veinte antes de frenarse. Eran muy bellos, la mayoría tenía relieve y cuando su abuela no la veía, pasaba sus dedos para sentir las texturas. Pero solo cuando no la veía, porque la orden era "mirar y no tocar y por nada del mundo, quitarlos de la heladera".
Lo mismo sucedía con los jarrones, apenas podía apreciarlos. No podía bajarlos de los estantes, ni siquiera pidiendo permiso. De todas maneras, el contemplarlos se le había hecho - al igual que con los imanes - una de sus actividades favoritas en aquella casa.
En un cuadernito de hojas rayadas había comenzado a dibujarlos, muy a duras penas, porque aún le costaba tomar el lápiz y hacer que las líneas dibujadas con su manito se tradujeran en lo que sus ojos le mostraban. Pero lo hacía con alegría y dedicación, haciendo pasar las horas, hasta que su mamá llegaba del trabajo, tomaba unos mates con la abuela - que el resto del tiempo se la pasaba tejiendo o resolviendo palabras cruzadas - y luego retornaban al hogar, donde a solas como cada atardecer, comenzaban a recuperar el tiempo que no habían podido compartir en la jornada.
- ¿Algún día me vas a regalar uno, abuela? - le había preguntado un día a su abuela, con respecto a los imanes.
- No - le había contestado ella sin vacilar, alimentando aún más la tentación de Analía de tener uno de esos hermosos recuerdos de viaje - Son recuerdos de viajes que hicimos con tu abuelo, son muy importantes para mí, no son para jugar.
Analía no era una niña mala, nunca antes de esa tarde, la misma en la que murió, había robado algo. Pero el querer es tan grande que a veces agota la mente y traiciona la razón, obligando a hacer lo que a uno le han enseñado, no está bien.
Y Analía, con la esperanza de no ser descubierta, estiró el brazo cerca de la puerta de la heladera y tomó de uno de los imanes al azar, que decía "Santa Cruz de la Sierra (Bolivia)".
Se refugió en la sala de los jarrones, apoyada en una de las paredes, con el imán en forma de pequeña montaña en sus manos. No podía dejar de contemplarlo, las letras manuscritas exageradamente volcadas hacia la derecha, en color blanco, el relieve de la madera, la sensación de tener un verdadero tesoro consigo.
Casi no tenía peso. Lo hizo girar para ver el dibujo de costado y luego al revés. Ver la sierra patas para arriba le arrancó una sonrisa. Luego, lo dio vuelta para ver el imán. Y allí estaba. Un número 23 escrito a máquina sobre un papel de escasas dimensiones y pegado con cinta adhesiva, que había tomado un color amarillento por el paso de los años.
- ¿Veintitrés? - repitió Analía, sorprendida por el número que acababa de encontrar. Y pensó entonces en la respuesta de su abuela, sobre la cantidad de imanes. Era posible entonces que el abuelo, para no olvidarse de los viajes y lugares que habían visitado, además de colocar los recuerdos imantados sobre la heladera, les hubiese puesto un número.
O bien, podía tratarse del orden en que habían visitado cada ciudad. Ahora la curiosidad la carcomía. Aquel número se había convertido de repente en todo un enigma para la breve edad de Analía. Estuvo a punto de salir corriendo a preguntarle a su abuela, pero recordó a tiempo que no podía: había violado una de las leyes de la casa. Había robado el imán a escondidas. Tampoco podía decir que había visto de casualidad el número, porque eso implicaba tocarlos, que también estaba prohibido. Sintió entonces una genuina angustia a la que con sus breves años, no supo ponerle nombre.
¿Cuántos imanes serían? El veintitrés estaba en sus manos. Reparó entonces en que a pesar de haber muchísimos, jamás se había preocupado por la cantidad de jarrones. Quizá, se dijo, porque le resultaban más bonitos los souvenirs de la heladera. Aunque había una diferencia. Los jarrones estaban puestos ordenadamente, podían contarse sin problema.
Lentamente, los fue contando. Con sorpresa, reparó que había más de los que creía. Faltando una pared, había superado los cien. Cuando terminó, estaba con la boca abierta. Ciento treinta y cinco. ¿Tantos? ¿Habría la misma cantidad de imanes? Se le ocurrió una idea. ¿Y si los jarrones eran también un recuerdo de cada ciudad? Entonces tendría que haber la misma cantidad. Pero algo iba en contra de eso, y es que en ninguno de dichos objetos figuraba el nombre de ciudad alguna y se supone, que si es un recuerdo de viaje, figuraría el lugar dónde se compró.
Otra vez volvió a estar en ascuas. Pero al mismo tiempo, no. Jarrones e imanes podían llegar a tener cierta relación. ¿Cuál? Se paseó por la habitación mirando uno y otro, sin dejar de caminar. El imán lo llevaba escondido en el bolsillo de su vestidito rosa, por las dudas que su abuela apareciera de improviso y se lo encontrara en la mano.
Tras media hora observando, volvió al primero. Era el único que tenía en un número o letra en su decoración. Y eso también le llamó la atención. Jamás se había detenido en ese detalle. Pero ese era un día especial. Siempre lo es el día de la muerte, pero ella lo ignoraba. El jarrón tenía el número 1 escrito en pintura verde.
- Si ese es el número uno... - dijo en un susurro, tratando de hilvanar sus ideas.
Y comenzó a caminar lentamente, siguiendo el orden y contando, en voz muy baja cada vez que pasaba por delante de un jarrón.
- Dos... tres... cuatro...
Tras el veintidós, se detuvo. El siguiente, de un color turquesa, con ribetes amarillos y negros, coincidía en la numeración con el imán que había estado hasta ese momento en el bolsillo y ahora aparecía una vez más en sus manos.
Estaba alto para sus brazos cortos. Corrió a la habitación de al lado a buscar una silla y regresó en el mayor de los silencios. La dejó justo delante y subió para alcanzar el objeto que ahora era presa de su curiosidad. Al estar más cerca, lo miró con detenimiento. En la superficie no figuraba ningún número. Entonces probó suerte con la parte oculta, con la base. Para su sorpresa, estaba pesado pero pudo igualmente levantarlo lo suficiente como para leer la parte inferior de la cerámica, que allí estaba blanca, sin el turquesa del exterior. Y allí estaba el número que sin saber el por qué, la estremeció al punto de erizarle los vellos de los brazos: 23. Y junto a este, para ampliar su desconcierto, un nombre que desconocía: José Orozco Sánchez.
Estaba tan pesado, que lo soltó de inmediato. Debía bajarlo y ver que contenía. Le urgía ese conocimiento. Temía romperlo, pero lo haría con cuidado. Tenía que ser cuidadosa y rápida. Primero tomarlo de la base, con firmeza, llevarlo de a poco hasta el borde de la repisa, y luego
- ¡Analía!
El grito de su abuela, con una voz furiosa, desesperada, la tomó de imprevisto, muy concentrada en lo que hacía y se asustó al punto de proferir un alarido al tiempo que golpeó el jarrón, arrojándolo en su dirección. Apenas si tuvo tiempo para cerrar los ojos. Sintió el impacto en el rostro, el polvo cayendo en forma abrupta sobre su piel y la certeza de la gravedad al moverse la silla que la sostenía. Cuando su abuela llegó a su lado, ella tirada en el piso de madera, aún respiraba. La cubría un manto gris. Un manto de cenizas.
Oyó la llave de la puerta principal cinco minutos después de haber regresado de la calle. El papel del bazar aún estaba sobre el sillón principal.
Su hija entró hablando sola, como era su costumbre, despotricando sobre el estado de las calles y la demora de los colectivos.
- Hola mamá, algún día voy a comprar un auto, te lo prometo y no vas a tener que escucharme renegar más - la saludó con un beso y al no ver a su pequeña, preguntó por ella.
- Está descansando, no te preocupes.
- ¿Analía durmiendo? Bueno, bueno, bueno. Eso si que es novedad. Mientras se levante para la hora de irnos. ¡Qué bien, mamá! Recién lo veo. Un jarrón nuevo.
- Si, es hermoso.
- No comprabas uno nuevo desde...
- Si, desde que murió tu padre. Lo sé. Pero hoy sucedió un accidente.
- No me digas que...
- Si, Analía tiró al piso uno y lo rompió.
- ¿Ella se lastimó? ¿Le pasó algo?
- No te preocupe querida, todo está bien. Mira, no me he enfadado.
- Mamá, te pregunto por ella. Sé que lo que ha hecho está mal, pero era un jarrón solamente, en cambio ella...
- ¿Un jarrón nada más? - la mujer de edad pareció de pronto más joven - ¿Nada más? No tenés idea de lo que decís. Por algo tu padre siempre te quería lejos.
- ¡Mamá! ¿Entonces Analía está descansando como castigo?
- Ella se lo buscó.
- Muy bien, veo que te importa poco tu nieta. No me parece trato para ella, siempre se portó muy bien. Debe haber sido un accidente.
- Esto le encontré en el bolsillo - mostró la figura de la sierra, con el imán pegado en la parte posterior - ¿Qué me decís ahora? Tenemos una ladrona. Ella sabía muy bien que no debía sacar ningún imán de la puerta.
- Es una niña, es curiosa...
- Era una mocosa malcriada. Por suerte tu papá no estuvo para conocerla.
- No puedo creer lo que oigo. Ya mismo la levanto de la cama y nos vamos.
- No está en la cama.
- ¿Dónde la enviaste de castigo?
La madre no le respondió. Dejó el nuevo jarrón en el lugar que había quedado vacío de la estantería y caminó hacia fuera de la habitación. La hija la siguió, incrédula ante la actitud de su madre.
- Mamá ¿dónde está Analía?
La anciana siguió caminando, hasta llegar a la cocina. Allí se detuvo, colocó el imán en la heladera y volvió a su silla, donde la aguardaba un ovillo de lana y un tejido a medio hacer.
A pesar de la desesperación por sacarle una palabra a su madre, el olor que salía de la cocina le causó rechazo.
- Por Dios mamá, ¿qué se te quemó acá?
La madre, lejos de escucharla, volvió a tomar entre sus manos el tejido. Cuando abrió la boca, su rostro parecía otra vez el de siempre, el de una señora que ha vivido apaciblemente su vida.
- ¿Te contamos alguna vez lo mucho que nos divertíamos con tu padre en los viajes que hacíamos?
- Si mamá, pero lo que quiero que me digas...
- Tu papá sobre todo. Le fascinaba viajar. Era un hombre muy ordenado, pero poco rutinario. Cada viaje era una sorpresa. Pero lo más lindo era el momento de elegir los souvenirs. Nos sentábamos en un bar, casi siempre el último día del viaje, y lo buscábamos. En realidad, lo esperábamos. Algo bien representativo, bien autóctono. En los rasgos, digo.
- Mamá, cada vez te entiendo menos.
- La idea de los imanes fue mía. ¿Si no, cómo los identificaríamos después? Un lugar, un número. Un número, un nombre. Un nombre, un recuerdo.
- ¿Mamá?
- Y la manera de traerlo, bueno, en eso fue papá el de la idea. Esa habitación además estaba en desuso. Y los jarrones, la verdad, son muy bonitos. Pensar que... - la mujer hizo un alto y olfateó el aire - es cierto, hay mucho olor a quemado. He perdido la práctica, antes podía disimularlo, pero ya no recuerdo cómo.
- ¿Dónde está Analía, mamá?
La mujer levantó los ojos y pareció que por fin se percataba que allí estaba su hija. Le sonrió.
- Vení, acercate. Vení que te digo al oído el secreto de papá y mamá. Y vas a saber donde está Analía.
Se acercó, temerosa. Algo pasaba allí, no podía entender qué. Pero tenía miedo. Y con razón. Lo último que vio fue la aguja en la mano de su madre avanzando con letal velocidad hacia su rostro.
El cuarto cerrado.
-
Me molestaba tanto secreto. Mi trabajo como gobernanta de esa enorme casa
desgastaba mis nervios, debía luchar con la cocinera, la planchadora y las ...
Hace 5 días.
3 comentarios:
¡ Ja !!!!!!!!!!!!
=O
¡ Netooooooooooo !
Con abuelitas como esta sobran los Freddys, sobran los Chuckys...
Muy bueno!! , abrazo !!
Neto, ni se le ocurra contarles historias como esta a su progenie.
Después empiezan a escribirlas ellos!
ABrazo
Da para película de terror.
Podría ser perfecta si la madre de Analía se salvara.
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