La habitación era asfixiante. Un solo ambiente, donde la cama y la mesa apenas estaban separadas por un metro de distancia. El baño era un inodoro y una ducha en un rincón. Una pileta y un anafe conformaban la cocina. Ni siquiera un balcón. Aquel sitio en un octavo piso era su hogar.
Su forma de ganarse la vida, atendiendo un kiosco durante doce horas en una estación de subte, evitaba que pasara más tiempo en aquel cuarto. Pero las noches eran inevitables, al menos, ese tiempo muerto entre que llegaba, se aseaba, comía y se iba a dormir.
Había un solo ventanal. La persiana levantada por la mitad, para lograr algo de intimidad. Los demás edificios parecían abalanzarse unos sobre otros y las ventanas ajenas se mostraban distraídas, como salpicadas por el azar en la vista exterior, invitando a escenas de otras personas.
Aquello le provocaba cierto rechazo. Sentía la necesidad de mirar por la ventana para escapar del sofocante paisaje de su habitación, pero al hacerlo, de repente se sentía un voyeur, un curioso con sentido de la perversidad, tratando de espiar a personas que no conocía, que sin saber que los observaban, hacían sus vidas en sus departamentos.
Pero la imperiosa necesidad de asomarse al exterior, lo sentaba en la única silla que tenía, de cara a la ventana. Apagaba las luces y desde ese bosque de sombras, observaba en silencio ese paisaje con luces propias que se extendía a sus anchas, en medio de la noche.
Y sin quererlo, al menos de manera consciente, se introducía en otros departamentos, sin ponerse colorado.
En la ventana que tenía justo enfrente vivía un joven, aparentemente solo. Más bien gordo, cenaba en una mesa redonda, donde tenía la computadora. Estaba todo el tiempo chateando y se levantaba solo para buscar agua o algo más para comer de la heladera.
A la izquierda, había un cuarto muy iluminado, con la cama tendida. Miró su reloj, todavía era temprano. No creía que ella apareciera aún.
Un piso más abajo, en el mismo edificio, una familia compartía la comida alrededor del televisor. Dos niños, una niña y los padres. Los pequeños eran muy inquietos. La madre solía hacer ademanes, seguramente retándolos, pero era escaso el orden que podía lograr. El padre parecía distante de la situación, con la mirada fija en su plato, sin levantar la vista ni para mirar la televisión.
Si desplazaba la vista hacia la izquierda, en un edificio contiguo, podía divisar cuatro ventanas iluminadas. Una de ellas, quedó en penumbras justo que posaba su mirada. En las restantes, divisaba gente solo en la que estaba a la altura de su habitación. Una pareja de ancianos, que se ayudaban mutuamente mientras lavaban los platos. Podía ver como él iba secando cada cosa que ella le pasaba. Se imaginaba la habitación con algún vals sonando de fondo.
En el edificio de la derecha, en cambio, solía tener más vida. Varios de los departamentos estaban habitados por estudiantes. De vez en cuando los veía bailando o en grupos. En ese instante, tenía a la vista seis ventanas. En las dos más altas, solo divisaba personas mirando la tele. Más abajo, una mujer quitaba ropa tendida en el balcón. En la ventana vecina, una joven levantaba el alto a un niño de dos o tres años de edad.
En los ventanales inferiores, la contemplación se ponía más interesante. A la derecha, una joven hacía yoga sobre una manta color violeta. Llevaba un top ajustado y calzas negras. Sus movimientos eran pausados y rítmicos. La elegancia de sus piernas y brazos iba a la par del cuerpo esbelto, que realizaba posturas que le parecían imposibles.
A la izquierda, una parejita se besaba sobre un sillón. Apenas iluminados por un velador, exploraban sus bocas con pasión, en tanto las manos iban y venían por el cuerpo y la espalda.
Observó esas dos ventanas durante varios minutos, preguntándose de tanto en tanto si estaba bien lo que hacía, si acaso existía alguna prohibición o castigo por mirar lo que sucedía en los departamentos ajenos.
¿Mientras él comía o se preparaba para ir a dormir, acaso alguien también lo estaba observando desde un edificio lindante? ¿Habría gente que además de espiar las ventanas cercanas como él estaba haciendo, se dedicaba a hacer lo mismo con edificios más lejanos, usando binoculares o algo por el estilo?
Las dudas despertaban ciertos recelos, la sensación de estar desprotegido, de quedar a merced de los demás. Pero él estaba haciendo lo que temía que le sucediera. Resultaba contradictorio.
Por eso mantenía las persianas a medio levantar. Tenía por otra parte, un doble sentido. No solo el de protegerse de los demás, sino de quedar oculto cuando observaba. Si bien apagaba las luces, aquello le daba mayor protección.
El sueño comenzaba a atacarle. En cualquier momento se iría a dormir. Pero aún tenía esperanza que ella apareciera. Volvió su mirada al edificio de enfrente, a la habitación iluminada que mostraba una cama impecablemente tendida y puso allí su atención, mirando de vez en cuando el reloj.
Aguardó varios minutos, luchando contra el sueño que arremetía y los cabezazos al aire que lo mantenían ganando la batalla, aunque por escaso margen. Parecía que iba a darse por vencido, pero de pronto ella entró.
Como un ángel, vestida de oscuro, el cabello suelo, su piel radiante y desprendiendo un aroma que él imaginaba dulce y suave. Llegó hasta los pies de la cama, dejó caer una prenda que apenas cubría sus brazos, luego se quitó la remera dejando a la vista un corpiño obsceno, abundante; se sentó sobre el colchón y estiró sus brazos para sacarse el calzado. Luego levantó las piernas y con agilidad felina, se deshizo de los pantalones de jeans. Debajo, inmaculado, apareció la parte que combinaba con el corpiño.
Se adelantó en la silla, como si aquellos veinte centímetros que ahora separaban el respaldar de su espalda le dieran una mejor visión. Sintió su respiración más rápida. Por la ventana veía a la joven dejarse caer sobre la cama, de frente a su habitación. Podía verla extendida a lo largo, las rodillas flexionadas, con las pies aun tocando el piso. La ropa interior parecía bermellón y resaltaba su figura.
Ella llevó sus manos bajo la prenda inferior y las detuvo allí. Podía intuirse el movimiento, la serenidad de su rostro, cuyos gestos iban cambiando, mutando con los segundos. Una de sus manos subió por el estómago y se detuvo en los pechos, luego fue hasta la boca, que mordió de a uno los dedos.
El se puso de pie bruscamente y se alejó de la ventana. Se sentía agitado y fuera de si. ¿Qué estaba haciendo? No tenía respuestas, estaba desorientado como cada noche en ese punto, cuando se sorprendía a si mismo mirando por la ventana a una desconocida.
Avergonzado se descambió y se arrojó a la cama. Demoró en dormirse, angustiado por esa mano que aún seguía viendo en sus pensamientos, moviéndose sensualmente, alargándose de manera sobrenatural, cruzando el abismo entre los dos edificios, metiéndose en su cuarto asfixiante, alcanzando su pantalón, bajando el cierre relámpago, para llegar finalmente al éxtasis de su soledad.
La Gardenia.
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Nunca había tenido en mis manos una flor de Gardenia, ni imagine que esa
simple flor me llevaría por caminos filosóficos en los que nunca había
tr...
Hace 10 minutos.
3 comentarios:
Wawww... un cuento de lo más erótico, muy bueno Neto.
Muy buen domingo.
mariarosa
Cuando prometía algo erótico, luego de un largo prolegomeno, el protagonista le da vergüenza, arruinando la historia.
ME ENCANTÓ.
=)
Si se puede volver de colores un paisaje tan gris, no hay que resignarlo, el pudor es un fantasma aburrido y frío.
Abrazo, Netito.
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