- Se viene el fin del mundo, Cacho.
Así me dijo no hace mucho un amigo, mientras
pescábamos a orillas del Paraná. Era una mañana hermosa, de esas que uno
condenaría a la perpetuidad, para repetirla una y mil veces. Y era más linda
todavía porque para poder conseguir el permiso en casa, había tenido que pelear
con mi mujer dos horas y prometerle, prácticamente sobre la Biblia, que me ocuparía un
mes seguido de lavar los platos, luego del almuerzo y la cena.
Un costo alto para una jornada de pesca, pero
con una mañana así, podría incluso hasta haberle vendido el alma al diablo, que
no me hubiese arrepentido. Y pensándolo bien, quizá habría salido ganando.
Lo miré de reojo al Pelusa, intentando no
perturbar la postura en la que me encontraba, que consideraba casi perfecta,
con las piernas hacia delante, los antebrazos como apoyo y la espalda semi
erguida. Un sombrero con visera me protegía del sol y una cerveza fría me
bendecía el alma. Demasiado bueno como para arruinarlo.
Y para ser franco, el Pelusa tenía esas cosas.
Largaba una frase para dejarla picando, entonces uno la sopesaba unos
instantes, la medía con recelo y cuando algo no le cuadraba, por cuestiones de
moral, principios o pasado inmediato, llámese experiencia a corto plazo,
arremetía contra la idea, que no era otra cosa que una carnada que nos
arrojaba. Gran pescador Pelusa, terminaba siempre enroscándonos en alguna
discusión filosófica, sobre la vida, el fútbol, las montañas rusas o los
enfermos de Parkinson. Lo que fuera.
Miré para el otro lado, buscando una excusa en
el Almeja, pero torraba como loco. No era para menos, recién llegaba a la casa
cuando lo pasamos a buscar. Tenía los ojos como en compota, pero eran las
ojeras. Había estado en tres boliches, detrás de una mina y al final la loca se
había ido con una prima y el pobre Almeja, que le había pagado tragos toda la
noche, se había vuelto con el ánimo por el piso y las ganas de coger en el
bolsillo. Casi con desgano nos siguió el tren, pero descarriló ni bien
llegamos, durmiéndose a centímetros del agua. Por piedad le pusimos un repasador
tapándole la cara, porque el sol para cuando se despertara le habría quemado
hasta los ojos.
Observé el río, esa paz que conmueve, que se
hace carne y al mismo tiempo comulga con uno, con su historia, sus problemas.
La caña, los anzuelos, las lombrices y toda esa caterva de cosas que uno
relaciona con la pesca, no son más que pretextos para poder abrazar este regalo
de la existencia con forma de río, que pasa delante de uno con su silencio de
olas breves y el remanso sembrado de sueños, los nuestros, dejados a flote por
un rato, para que se refresquen y nos salpiquen, mientras nos entregamos a
buscar en ese instante de ocio, el sentido de la vida.
Contemplé unos patos yendo hacia el este,
recortados contra el celeste del cielo. Escuché el sonido de la bandada y fue
como un saludo a la distancia. Del otro lado, las islas, se dejaban ver sin
jactarse de su belleza, como hacen las ciudades, ampulosas, ostentosas. En la
sencillez de sus formas, con bello deleite, hacían de la vista un encanto y del
momento, un capricho.
El agua se movió a unos metros. Una onda se
expandió en varias direcciones. Algo había querido picar, pero se había
soltado. La caña no se había tensado, al menos la mía. Cacho permaneció en
silencio sin exaltaciones que hicieran suponer que él había sido el agraciado
por el pez, cordial en elegir un anzuelo.
- ¿Por qué lo decís, Cacho? – pregunté al fin,
cuando sus pocas palabras se habían transformado ya en alud en mi cabeza, a
pesar del terco intento de evitarlas.
Sonrió. Lo hacía cada vez que alguno picaba. Ya
fuera un pez o un conocido. Supongo que disfrutaba más con nosotros, porque con
un pez no había mucha charla posterior, apenas unas palabras o breve monólogo,
en donde le prometería una parrilla para el reposo final y brasas con tintes de
infierno.
Cacho se llevó una ramita a la boca y la
masticó unos segundos. Preparaba las palabras. Seguramente se lamentaba por
dentro que el Almeja estuviera durmiendo, porque era el que más le discutía las
teorías.
- ¿Ves el horizonte, Pelusa?
Claro que lo veía. Para no verlo, una mezcla de
verde y cielo. El sol le arrancaba matices brillantes. Si hasta parecía que
posaba para que lo retraten. Tenía la cámara en el bolso, pero ni en pedo me
levantaba a buscarla. Estaba muy cómodo así.
- Si, obvio que lo veo.
- Recordarlo bien, porque en pocos días más, no
vas a ver una mierda. Chau horizonte, chau cielo celeste, hasta nunca solcito,
hasta siempre lunita. Todo a la mierda.
- ¿Lo decís por lo de los Mayas? Pero si ya
salieron veinte mil tipos a decir que era todo mentira. ¿No me digas que
también entrás en ese juego, vos?
- Maya uso para bañarme.
- Esa es malla.
- Es un chiste, salame. Ya se que se escriben diferente.
No me cambies de tema. Escuchame bien. Los mayas en realidad no sabían una goma
O si, pero no sobre esto. Porque esta teoría es nueva, la conversé anoche con
Fidel…
-
¿Castro?
- Pero no, pelotudo. Fidel, el amigo mío que es
radioaficionado, el que vive en Bélgica.
- Si, ya sé. Es un chiste, salame – le dije con
sorna.
- Bueno, la cosa es que hace unos días detectó
una frecuencia y me avisó. Estuvimos cinco horas escuchando. ¿Sabés quiénes
eran?
- Si supiera no estaría hablando con vos,
boludo. Estaría comprando el número del Gordo de Navidad. Pero no cualquiera,
el que va a salir. ¡Mirá lo que me preguntás!
- De la Nasa.
Te dejé helado, ¿a que sí?
- ¿Helado porque escuchaste a tipos de la Nasa?
- Viejo, te estoy diciendo que se viene el fin
del mundo, que en pocos días más nada de lo que apreciás va a seguir estando,
te nombro a la Nasa…
¡No sos capaz que unir hilos!
- Atar cabos.
- Fin del mundo, Nasa. ¿Entendés? Lo escuché de
ellos, no de cualquiera. De científicos super respetados en el mundo. Tipos que
se han comido bochas de años en universidades, que estudian el espacio, la vida
en otros planetas. Ellos, boludo, ellos, aseguraban que el fin del mundo era un
hecho.
- ¿No crees que si eso fuera verdad, habrían
avisado?
- ¡Cacho! ¡Me extraña viniendo de vos! ¿Avisar?
¿Sabés lo que decían? Que ya estaban las instalaciones secretas preparadas, que
se les comunicaría a los que iban a salvarse, pero recién horas antes y serían
trasladados hasta esos lugares. Tienen todo preparado. Y al resto, van a dejar
que nos asemos como moscas.
- Decime una cosa Pelusa. Si todo esto que me
contás es verdad, ¿cómo podés estar tan campante, pescando? ¿No tendrías que
estar denunciando con tu amigo el belga…
- Es uruguayo en realidad.
- Bien, con el yorugua éste. ¿No tendrían que
estar dando a conocer la grabación?
- No la grabamos.
- No la grabaron. Bien. Entonces no tenés
pruebas.
- No, no podemos presentarla a ningún diario,
ni canal de televisión.
- Para mostrarme a mí, decía en realidad. No
tenés pruebas para convencerme de esta ridiculez.
- ¿Con todo lo que te conté, no me creés?
- ¿Hace cuánto tiempo nos conocemos, Cacho? Una
vida. A lo largo de toda esta vida, me macaneaste más de un millón de veces y
te juro, Cacho de mi alma, ya no sé si lo hacés para que nos caguemos de risa o
para que te queramos cagar a patadas. Y sabés que es lo peor, que perdí la
posición en la que estaba… la puta madre.
Cacho volvió a sonreír y se sumió al silencio.
Lo rompió cinco minutos más tarde para pedirme otra cerveza. La heladerita
descansaba a un manotazo de donde me encontraba.
A la hora se despertó el Almeja y lo primero
que nos dijo, era que tenía resaca. Cacho le señaló con la cabeza las cervezas
y mientras Almeja levantaba la tapa de plástico de la conservadora, le preguntó:
- ¿Ves el horizonte?
Eso fue hace unos quince días, más o menos. Fue
un día maravilloso. Hubo buena pesca y a la noche hicimos un surubí y una boga
a la parrilla, en casa. Para entonces Eleonora, mi mujer, ya estaba de mejor
humor.
Hace un par de horas, cuando me levanté y miré
por la ventana, me estremecí. No veía el horizonte. En su lugar se elevaba una
capa de bruma o algo por el estilo, casi de color gris. Ocultaba incluso al
sol, al que no se veía por ninguna parte. Pude observar que varios vecinos
habían salido a la calle, algunos en pijamas y camisón, para comprender mejor
lo que estaba pasando.
Contemplaba asustado aquel cuadro cuando me
sonó el celular. No necesité mirar la pantalla para saber que sería Pelusa.
- Te lo dije – exclamó, casi en un susurro,
acongojado, para luego cortar.
Me llevé la mano a la boca. Olvidé encender el
fuego de la hornalla, poner agua en la pava, incluso prepararme para ir a
trabajar. Me quedé allí, de pie, ante la ventana. La bruma lo abarcaba todo. La
gente comenzó a meterse en sus casas. Eleonora apareció detrás de mí, con una
bata puesta. Se sorprendió al verme aún con la ropa de dormir, pero no alcanzó
a preguntarme que sucedía, porque lo pudo ver con sus propios ojos.
De repente todo se oscureció. Estábamos dentro
de la bruma, que avanzaba con parsimonia, pero con firmeza. Ella me miró y
comprendí que clamaba por respuestas, pero al mismo tiempo, sus ojos eran
reflejos de los míos y la comprensión de la incomprensión era mutua.
Nos abrazamos en silencio.
El silencio afuera es tenebroso. Por momentos
es escucha estática rebotando en todas partes y luego, la nada misma. No
sabemos si en el final habrá un gran “boom”. Nadie nos preparó para esto. En
alguna parte, gente con poder se está refugiando. Ahora lo creo. Ya no me río
de aquella conversación a orillas del Paraná. Eleonora me aseguró hace
instantes que escuchó algunos disparos.
Otros, se están yendo antes.
Me cuesta pensar. Lo único que repiquetea en mi
mente, con fuerza de martillo, es la voz de Pelusa, que no cesa de repetir:
- Se viene el fin del mundo, Cacho.
3 comentarios:
Digo yo, no sera la bruma del volcán Copahue que comenzó de nuevo....
Muy buena historia.
mariarosa
Es prosa poética.
Es irreal y real a la vez, y es paradójico, como el mundo.
Me encantó lo de condenar a perpetuidad las mañanas hermosas.
Para evitar los finales.
Te mando un abrazo, Netito.
SIL
¡Fuerte el aplauso!
Genial, Netomancia, de primer nivel.
Las descripciones del Paraná y su entorno, bellísimas.
Y luego, "ver" en tus letras cómo todo se desbarranca hacia ese apocalíptico final, fantástico...
Te felicito, me encantó.
¡Saludos!
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