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3 de octubre de 2012

Un apartado rincón


Muratore se instaló como cada día en la mesa más apartada del bar La Inmaculada. Desplegó sobre la madera el ejemplar del diario, que religiosamente leía desde la última página a la primera, en un rito que hacía desde siempre, en forma sistemática.
Le gustaba aquel lugar, lejos de la puerta principal, donde el ir y venir de personas lo incomodaba, no permitiéndole disfrutar de la paz de la lectura, para la que necesitaba concentración.
Además, en aquella esquina, el bullicio era menor. No llegaba el sonido de vajillas propio de la cocina, ni el murmullo de las mesas, con sus comensales parlanchines, versátiles disertadores de la realidad frívola en la que estaban sumergidos.
Miraba de soslayo la barra, donde de vez en cuando solían juntarse habituales parroquianos a tomar algo e intercambiar opiniones sobre los más diversos temas, y agradecía cuando veía solo la madera lustrada, ausente de hombres apoyados, sin otro paisaje que el de las botellas dispuestas en hilera, con vaya a saber que predilección en el orden.
Cuando todo estaba en armonía, o al menos, a su gusto, comenzaba la lectura, que invariablemente debía era con la página de los chistes, acertadamente ubicada al final de tantas hojas, siempre a mano para un vistazo, sin el tedio que tener que estar buscándola en el interior.
Para muchos, los chistes o las historietas eran una buena manera de despedirse del diario del día, de las noticias que habían acontecido. En cambio, Muratore era de la opinión que no había nada mejor que comenzar por lo bueno, por aquello que arrancaría una sonrisa o reflexión, porque luego, irremediablemente, llegaría lo nefasto, que era la realidad. Ese cambalache de letras que denostaba la vida y pugnaba por hacer de los hechos, cadáveres sin sombra.
Sintió pasos que se acercaban y vislumbró la figura. El mozo se acercó con prestancia y aguardó sus palabras. Muratore habló con la soltura de quién ha vencido a la costumbre.
- Una lágrima y dos medialunas dulces.
El mozo se retiró y lo dejó a solas nuevamente con el periódico. Pensó en lo que había pedido, ese contraste de blanco humeante con la gota de café vertiendo su aroma y color en apenas una ración. Nunca mejor un nombre para una bebida. La letanía de la expresión, esa indolencia fresca propia de la vida, el dolor en una taza.
El contraste con esa visión eran las medialunas. Dulces, sabrosas, crocantes. El paladar las deseaba, su estómago bramaba por ellas. Sus ojos anhelaban verlas, perladas bajo su propio brillo, emanando ese llamado al olfato tan propio, tan seductor.
Se concentró otra vez en esa última página, que al mismo tiempo era, para su lectura, la inaugural. Sonrió con la primera tira, emitió una carcajada con la segunda y tuvo que repasar la tercera. Tras una nueva lectura insultó al autor. Aquello no tenía sentido. Muchas veces el humor no lo tenía, como la vida misma. Pero al menos, con o sin sentido, la misión de aquella página era hacer reír. Aquel chiste no le causó gracia. Sacó una birome del bolsillo y rayó la tira. Lo hizo con cuidado, con el fin de no corromper la fragilidad del papel.
Volvió a escuchar pasos viniendo hacia la mesa. Otro mozo estaba al lado de su mesa. A diferencia del anterior, a éste lo conocía. Era Maidana.
- ¿Qué se va a servir, Muratore? – preguntó Maidana.
Levantando la vista del diario, le sonrió con displicencia.
- Esta vez le han ganado de mano mi amigo. Ya ha venido otro mozo y he realizado mi pedido.
El que sonrió ahora fue Maidana.
- Se equivoca Muratore, usted aún no ha pedido nada. ¿Tenía acaso el otro mozo un fino bigote, cabello engominado y orejas extremadamente grandes?
- Efectivamente, de ese hombre se trata.
- Temo informarle, Muratore, que ese mozo al que usted le ha hecho el pedido, es un fantasma, por lo tanto no le traerá nada. Suele vagar por los bares de la zona y levanta pedidos a los incautos, muchos de los cuales esperan durante una eternidad. Algunos se cansan y se van, otros siguen esperando hasta que mueren.
- ¿Es decir que mi pedido nunca va a llegar?
- Algunos dicen, que quizá en cien, doscientos años, aparezca trayéndolo.
- ¿Tengo que esperar ese tiempo?
- Usted ya está esperando Muratore, desde hace más de setenta años, día a día, viene haciendo el mismo pedido, al mismo sujeto. Sucede que no lo recuerda o ¿por qué cree que todos los días lee el mismo diario?
- ¡Por favor Maidana! ¡No me venga con bromas a mí!
- Léame un titular cualquier.
Muratore resopló indignado y para demostrarle lo equivocado que estaba, abrió el diario en las hojas centrales. Leyó el título en voz alta.
- ¡Los japoneses iniciaron la invasión a Java!
- Amigo, la segunda guerra terminó hace años.
- Patrañas Maidana, no me venga con esas cosas.
- No le miento, usted se miente. Cada día lo hace en este apartado rincón del bar.
- Si hace setenta años estuviera esperando acá, sería un viejo decrépito.
- No lo es Muratore porque usted ya está muerto.
- ¡Pero qué dice!
- Le digo la verdad mi amigo. Podría intentar cancelar el pedido e irse en paz.
- ¡Cómo voy a cancelar mi pedido! Voy a esperar mi lágrima y mis medialunas. Si usted quiere, váyase a atender otra mesa.
- No comprende Muratore, no me puedo ir a ninguna parte, porque también estoy muerto.
Dejó caer el diario sobre la mesa.
- O acaso no le resulta extraño – continuó Maidana - que nadie repare en nosotros, que estemos en este rincón oscuro y solitario. ¿Sabe lo que dicen? Que en este apartado lugar del bar, suelen escucharse voces cuando no hay nadie, que a veces las sillas se mueven solas y de vez en cuando, puede sentirse también el sonido de las páginas de un diario al pasar sus hojas.
El hombre miró alrededor y comparó las ropas, luego observó por la ventana y se asustó de los vehículos que pasaban por la calle. Finalmente miró a Maidana, casi resignado.
- ¿Y usted que espera Maidana?
- Una propina que nadie jamás dejó.
- ¿Por una propina aún está acá?
- Por cosas menos mundanas ha muerto el hombre.
- Ni que lo diga. Venga, aquí le dejo su propina. Pero usted me trae mi pedido.
- Son imposibles Muratore, y usted lo sabe. Los destinos no pueden ser cruzados.
- ¿Entonces, que podemos hacer?
- Solo se me ocurre una cosa. Seguir existiendo en el lugar donde alguien nos ha olvidado.
- ¿Con qué fin?
- Justamente Muratore, sin ningún tipo de fin. Por toda la eternidad.

3 comentarios:

Con tinta violeta dijo...

Me ha gustado el planteamiento de la historia. Imposibles existenciales atrapados en medio de ninguna parte y con visos de eternidad. Los diálogos son muy frescos y el lector del apartado rincón ya puede esperar sentado su comanda, ja!
Lo positivo: al menos puede tener una jugosa charla con Maidana.
Besos!

SIL dijo...

Me encantó.

Hay gente que se ha muerto por cosas más mundanas...

Quedarse esperando algo que jamás vendrá, y quedarse esperando eternamente.


Muy bueno, Netito.


Abrazo


SIL

Juan Esteban Bassagaisteguy dijo...

Me enganchaste con todo al escribir ese cambio vital en la trama con la aparición de Maidana.
Excelente historia de fantasmas. Distinta...
¡Saludos!