Fueron
tres o cuatro noches sin sueño, sin poder dormir, con el mismo pensamiento
latente en la cabeza: ¿Y si esto no termina nunca?
No es
fácil el encierro en soledad. La ventana se transforma en una pantalla de
irrealidad, observando el exterior como si se tratara de otro planeta. De un
momento a otro el hecho de estar tirado en el sillón mirando películas se
volvió tedioso. Las noticias, que uno al principio esquivaba, se fueron transformando
en la principal compañía. En las redes sociales, donde solía ser el sitio para
las fotitos de las mascotitas, de las comidas que uno se atrevía a preparar a
pesar de las limitaciones culinarias, comenzó a convertirse en el cuadrilátero
de queja dónde buscar al oponente de turno para surtir una catarata de palabras
que cara a cara uno no le diría a nadie.
Si
algo faltaba al endemoniado cóctel de negatividad, fue el reguero de noticias
falsas que recorrían el mundo cibernético, colándose muchas de ellas en los
medios reales de información. O al revés, de los medios reales, colándose al
mundo cibernético. Hay una línea muy frágil que separa ambos y ya nadie, a esta
altura de la humanidad, puede distinguir.
Un
rasgo irascible fue tomando cuerpo, poseyendo la toma de decisiones. Hubo un
instante en el que me pregunté qué sentido tenía tanto cuidado si tarde o
temprano íbamos a morir igual. Filosófico. Profundo. Un pelotudo, vamos.
Pero
todavía me hacía falta un empujón más. El día de mi cumpleaños. Solo, con una
torta pedida a una panadería por delivery, una vela estúpida encendida,
la luz apagada y el celular en modo cámara de fotos con el timer
activado, corriendo hacia el cero para capturar la instantánea del summum del
ridículo. La foto me atrapó levantándome de golpe, como si le hubiese aplicado
un filtro raro, de movimiento. Soy una figura estirada, difusa. Afuera de la
imagen quedó lo otro. La rabia, la bronca, el golpe a la torta, la furia con la
que voló desde la mesa hacia la pared, la crema por todas partes, la vela
todavía encendida dentro de una maceta. Y yo, yo de pie, yo respirando
agitadamente, yo a punto de llorar.
Miré
por la ventana y vi los árboles sin sus hojas. ¿Cuándo había llegado el otoño,
cuándo se había ido el verano? Busqué un abrigo, las llaves y pisando restos de
tortas, atravesé la sala, abrí la puerta y salí a la calle.
Tuve
que cerrar los ojos al llegar a la vereda. Levanté la mirada ciega al cielo, me
dejé embargar por la brisa y recorrer palmo a palmo por la sensación de libertad,
cual prisionero que sale luego de una larga condena. ¿Y cuál había sido mi
crimen? En ese entonces pensé, que formar parte de una sociedad cobarde.
Y
caminé, sin barbijo, sin protección, sin nada más que mi afán de ser libre, de
gobernar mi propio mundo, de creer en mi destino y no en el propuesto por los
demás. Y reí, y canté, y bailé, incluso cuando se largó a llover, incluso
cuando algunas personas me decían, desde el otro lado de sus ventanas con
barrotes, que me cuidara, que no fuera inconsciente.
Les
extendí a todos el dedo medio. Los fulminé con la mirada. Y dejé que mis
piernas me llevaran, que el instinto fuese mi brújula. Y en ese desierto de
ciudad, escapé a los cuidados, a la cuarentena, a ese mundo sin sentido en el
que me había abandonado.
¿Y
saben algo? No lo vi. Al virus, digo. No lo vi. Y entonces pensé en las
conspiraciones, en esas ideas que había tomado por locas y ahora me creía el
testigo principal de la revelación. De la gran mentira. ¡Era el iluminado! ¡El
elegido!
Hoy
estoy enfermo, respirando a duras penas, rogando por un tratamiento eficiente,
recostado sobre una cama entre muchas camas, en un pabellón apartado del resto
del hospital. Trato de no pensar mucho, pero una vertiente de agua fría
desciende sobre mi reciente soberbia y se avergüenza de la falta total de
empatía que tuve no solo por mi propia salud, sino por la de los demás. Esa
permeabilidad común del ser humano a las grandes mentiras. Esa necesidad de
acomodar la realidad a los propios intereses. Y esa facilidad con la que otros,
se aprovechan de las falencias y debilidades. Nos creemos seres inteligentes,
pero nada es más vulnerable y manipulable que una persona.
Nuevamente
hace tres o cuatro noches que no duermo, porque la fiebre y los dolores me
tienen a maltraer, incluso tuve que valerme de un respirador en un par de
ocasiones. Me siento tan mal que el pensamiento recurrente vuelve a mi cabeza
muy seguido: ¿Y si esto no termina nunca? De una u otra manera lo hará. Ahora
lo sé.
Añoro
estar bien. Añoro el pasado, cuando esto no existía. Pero esta realidad es la
que tengo, la que he conseguido. Y no me queda más que la resistencia, de este
lado del vidrio, rodeado de lamentos y quejidos, de cuerpos que son cubiertos
por sábanas, batallando por no morir. Comprendo, tarde, que a pesar de lo
estúpido que pueda ser uno, hay gente que lo da todo por el otro, por salvarlo,
y que, a la pasada, aunque sea un instante, nos aprieta la mano en señal de
aliento, sin preguntarnos el nombre ni cómo pensamos.
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