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11 de enero de 2016

La fuga

Lo miré al Marito y el me miró a mí. Con eso fue suficiente. Los dos habíamos visto la puerta abierta y a las dos autoridades hablando de espaldas a nosotros, a más de media habitación de distancia. No dudamos un instante.
Creo que pocas veces en la vida corrí tan rápido. Pensé que no me darían las patas, pero verlo al Marito que era el doble de mi tamaño estar delante en la carrera, supuso otro desafío y me esforcé al máximo a pesar de sentir el pecho a punto de reventar.
No quise mirar para atrás o por encima del hombro, porque ya me imaginaba los uniformes azules pisándonos los talones. Pero era la mente que jugaba una mala pasada, porque los únicos pasos que resonaban - prácticamente delatando la huida - eran los nuestros.
Vimos el tapial al mismo tiempo. Si bien nos superaba con amplitud en altura, sabíamos que podíamos escalarlo. Ganamos el patio casi a la velocidad del sonido. O al menos eso nos parecía, porque nos chiflaban los oídos frutos del cansancio. Y como si estuviéramos preparados para eso de nacimiento, al llegar al tapial brincamos con fuerza y alcanzamos el borde superior, asiéndonos con tenacidad y logrando encaramarnos a lo alto.
Una vez arriba, nos dejamos caer del otro lado. Estábamos fusilados. No podíamos ni respirar. El Marito parecía un tomate y si seguía resoplando, pronto sería salsa ketchup. Nos recostamos sobre la pared que acabábamos de sortear, dándonos un momento de descanso. Sabíamos que se percatarían pronto de la fuga e irían tras nuestros pasos, pero debíamos recuperar el aliento.
Comenzamos a escuchar las voces de alarma y para nuestra sorpresa, en lugar de asustarnos, nos echamos a reír, aunque tratando de no hacer demasiado ruido. Estábamos afuera, pero el viento podía hacernos una mala pasada.
La que gritaba más fuerte era Patricia, la directora. Chillaba pidiéndole a una de las porteras, con la prepotencia que siempre utilizaba para tratar a las mujeres vestidas de delantal azul, que buscaran a Cristian, el profesor de música para que saliera a la calle a buscarnos. Pero la vice, Gabriela, le espetó un "¿Para qué? ¡Si es un imbécil, no es capaz ni de encontrar la nata en la leche!".
En la vereda, seguíamos conteniendo la risa. Los chicos en el salón seguro se estaban divirtiendo como nosotros. Y como niños que éramos, hicimos lo que más nos gusta. Correr hacia la plaza a jugar a la pelota con los chicos del turno mañana, que como cada tarde se juntaban a hacer un picadito con arcos de remeras amontonadas y reglas enmarañadas.

1 comentario:

el oso dijo...

Esas son fugas que valen la pena!!!
Abrazo!