La lluvia arremetió de imprevisto, aunque nadie podría negar que el agorero cielo cubierto de nubes oscuras no lo venía advirtiendo desde hacía un buen rato.
En las veredas las personas corrían tratando de alcanzar un resguardo del agua, ya fuera el balcón de un edificio, el toldo de un negocio o un árbol de frondosa copa.
Es ese momento en el que uno se detiene y observa cómo las reacciones se parecen entre sí, la gente buscando reparo, maldiciendo en voz baja, tratando de no mojar las ropas. Como si un resorte invisible se disparara en alguna parte de nuestro ser y de repente estuviéramos atravesados por una misma señal.
Pero es un instante, algo breve, porque a menos que estemos en un refugio, viéndolo a través de una ventana o con un paraguas en la mano, también atinamos a lo mismo: escapar de la tormenta.
Me detuve un momento en una esquina, esperando que dos vehículos doblaran y así, poder cruzar el pequeño lago que se estaba formando entre la vereda y la calle. En unos minutos más aquello sería un océano y atravesar de un lado a otro sería una verdadera odisea. Mis pies comenzaban a salpicarse y no quería que sucediera. Las sandalias eran nuevas.
Mi vista fue de la superficie multicolor de mis calzados-víctimas hasta un montón de papeles de colores convertidos en una especie de libro de hojas arrancadas que amagaba con arrojarse al agua en segundos más.
El viento empujaba con vehemencia a ese manojo de... ¡billetes! a caer de la vereda para perder todo su valor en las profundidades no tan profundas - aún - del agua que se acumulaba en el borde de la calle.
Corrí y los agarré justo que se volaban. Miré de inmediato en derredor. Alguien los había perdido al menos diez o quince segundos antes. De lo contrario, ya serían propiedad del viento, volando al libre albedrío o surcando los ríos naturales de las calles.
Una chica, pelirroja, cruzaba la calle en esos momentos, tratando de alcanzar el lado opuesto, alejándose de dónde estaba. No me quedaban dudas que a esa mujer se le habían caído los billetes. No podía detenerme a contarlos, porque la perdería de vista. Otro coche se interpuso entre el deseo de cruzar y la permanencia donde estaba. La chica para entonces estaba en la vereda del otro lado. En vano sería gritarle, aunque lo intenté.
Ni bien pude, me descalcé y troté atravesando la calle. Mis pies se mojaron completamente, pero al menos puse a reparo las sandalias. La joven había doblado en la esquina. Temí perderla de vista, pero al llegar al cruce de calles, la vi media cuadra adelante.
La lluvia venía de costado. En realidad, la lluvia venía desde lo alto y el viento la azotaba oblicuamente. La visibilidad se complicaba a cada segundo. Y el tránsito frenético, más el sonido de los vehículos desparramando agua por doquier, hacía que mis gritos para que la presunta dueña del dinero se detuviera fueran en vano.
La indiferencia de los demás transeúntes me exasperó. Me veían correr detrás de alguien, que al mismo tiempo aceleraba su paso metro a metro, no por otra razón que por la de escaparle a la lluvia, y nadie atinaba a nada. Una cadena de voces me hubiese ahorrado esfuerzo.
En la cuadra siguiente observé como la mujer se detenía y entraba a un edificio. Aceleré mi tranco, aunque el cansancio me estaba venciendo. Llevaba el dinero apretujado en una mano, dentro de uno de los bolsillos de mi campera. Temía que se mojara y también perderlo.
Al llegar a la puerta vidriada del edificio, vi a la joven en el momento que las puertas del ascensor se abrían. Golpeé el vidrio con la palma de la mano izquierda, que era la que tenía libre. Ella me miró, pero no denoté en su rostro intención alguna de responder a mi llamado, mucho menos, quizá, entender que la llamaba a ella. Las puertas se cerraron desde los laterales hacia el centro y su imagen desapareció.
Casi por inercia le pegué al vidrio una vez más y una mujer, que parecía estar viniendo desde el interior, pero desde una puerta trasera, me hizo un gesto con la mano como indicando que parara y de inmediato, se llevó un dedo a la cabeza girándolo rápidamente.
No tenía manera de explicarle que no estaba loca, y a pesar que le dije en voz alta que a la chica que acababa de entrar al ascensor se le había caído dinero en la calle, o no me oyó o bien poco le importaba. Me dio la espalda, ancha por cierto, y se dirigió a las escaleras, ubicadas al lado del ascensor.
No podía creerlo. Estaba absorta en aquello cuando me sobresaltó el sonido de una llave. Alguien estaba a mi lado, abriendo la puerta del edificio. Por impulso, traté de entrar.
Un hombre mayor, el que había abierto la puerta para ingresar, me cerró el paso.
- ¡Dónde cree que va! - me interpeló con razón.
- Disculpe, tiene razón, es que la chica que acaba de entrar, perdió dinero en la calle y...
El hombre cerró la puerta.
Me quedé pasmada.
- No sé cuánto es, pero quizá lo necesita, en todo caso...
Sin abrir la puerta, me dijo desde el otro lado.
- ¿La conoce?
- No... - vacilé, obvio que no la conocía, sino le estaría tocando el portero eléctrico pidiéndole que baje.
- Entonces mala suerte para ella, buena suerte para usted.
Pegó media vuelta y fue hasta las escaleras. El hall de entrada quedó desierto. A mis espaldas, la lluvia caía raudamente. Me percaté que estaba toda mojada y descalza. Mi aspecto en el reflejo del frente vidriado era patético.
Retrocedí unos pasos. Deseé con el alma maldecir la sociedad indiferente que nos rodea día a día, de la desconfianza galopante que nos domina, de las pocas ganas de creer en un acto de buena fe.
Del bolso sobresalía una de las sandalias. Se echarían a perder, lo sabía. No son de un material que soporte bien el agua.
Recordé mi mano en el bolsillo, aferrando aún ese bollo de dinero. La extraje y abrí los dedos. Conté los billetes y sonreí. Dos mil pesos. Llevé la mirada a la puerta del edificio, de allí a mis sandalias arruinadas y me detuve en el dinero.
- A la mierda con todos, ya lo dijo el viejo...
Y caminé hasta la zapatería más cercana con el fin de reemplazar el calzado caído en combate.
El cuarto cerrado.
-
Me molestaba tanto secreto. Mi trabajo como gobernanta de esa enorme casa
desgastaba mis nervios, debía luchar con la cocinera, la planchadora y las ...
Hace 5 días.
1 comentario:
Trató de portarse bien pero no la dejaron.
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