Era dueño de una teoría que llevaba al límite de la astucia. No recordaba el momento exacto en que había nacido en el seno de su pensamiento, pero si que en plena adolescencia, cursando la escuela secundaria, había confirmado su eficacia.
Federico era una persona en apariencia normal, de vestir prolijo, cabello corto y barba siempre recortada. Todas las mañanas bajaba puntualmente los ocho pisos de su edificio en el ascensor de la derecha, cruzaba el hall principal, saludaba al portero y salía a la calle para recorrer los cien metros que lo separaban de la parada del colectivo.
Allí esperaba junto a otros trabajadores, estudiantes y docentes somnolientos. Pero a diferencia de ellos, con rostros de resignación y sueño, a él se lo veía espléndido.
Media hora más tarde se sentaba en su escritorio, dentro de una reconocida empresa, donde su jornada laboral transcurría con total tranquilidad.
Los superiores iban y venían, llamaban por el apellido a compañeros, daban órdenes tanto a hombres como mujeres que corrían de un lado a otro llevando papeles, buscando impresiones, arrastrando pilas de carpetas con información vital.
Y en ese caos rutinario, al que todos estaban tan acostumbrados como sumidos, descansaba Federico. Porque su teoría era endiabladamente efectiva. Sostenía, en silencio, sin compartirlo con nadie, pero orgulloso de los resultados, que la pereza lo resguardaba del trabajo.
La famosa ley del menor esfuerzo, pero transformada en un práctico manual de supervivencia laboral. De vez en cuando garabateaba en un cuaderno notas al respecto, porque pensaba que quizá algún día, cuando estuviera jubilado, podría tener la voluntad de escribir un libro con su postulado.
Había notado ya desde el colegio, que aquellos que más estudiaban o proponían ideas para proyectos, eran los que más debían preocuparse por cumplir con las obligaciones que les imponían. Fue entonces que comprobó que si lograba alejarse de las actividades pero sin que los demás se dieran cuenta de la actitud poco compañera, lograría un menor número de responsabilidades y horas de estudio o investigación. Y la mejor manera era no haciéndose notar. Nadie le pide algo a quién no está.
Con el tiempo fue puliendo la idea, las formas, las estrategias. Hizo lo mismo en la universidad. Comprendió que no era difícil. Parecía un ser invisible, alguien que estaba pero al mismo tiempo no. Era imposible asignarle algo, porque prácticamente no lo tenían en cuenta.
Para cuando consiguió el trabajo en la oficina, era ya un experto en el arte de pasar desapercibido. Federico era el maestro de la pereza. No hacía absolutamente nada, pero nadie se lo reclamaba. Los demás trabajaban, perdían en cabello en crisis de tensión, agrietaban sus rostros con estrías de cansancio, debilitaban el corazón siguiendo el ritmo inalcanzable e incestuoso de la supervivencia. Y Federico, en tanto, se recostaba en la plácida tarea de no hacer nada. De estar y al mismo tiempo no. De dejarse ver, pero solo lo suficiente, de desaparecer en el momento justo, de evitar las tareas, las obligaciones. Y en ese arte, era un artista. El mejor.
Cuando anunciaban los aumentos, él los recibía. Cuando llegaban los elogios, él los disfrutaba. Cuando veía venir trabajo, simplemente sonreía porque sabía muy bien que no lo afectaría. Estaba ahí, pero al mismo tiempo no.
Al finalizar el horario de la oficina, se ponía de pie y caminaba lentamente hasta las escaleras, que bajaba peldaño a peldaño, sin ningún apuro. Cuál fantasma, su figura se iba diluyendo, consumiéndose junto a las agujas del reloj, feliz de vivir sin necesidad de sobrevivir, de no hacer para ser, de tener solo que fingir estar para estar y no sufrir.
El cuarto cerrado.
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Me molestaba tanto secreto. Mi trabajo como gobernanta de esa enorme casa
desgastaba mis nervios, debía luchar con la cocinera, la planchadora y las ...
Hace 5 días.
1 comentario:
Me hiciste buscar en wikipedia. Y está bien mencionar a Aergia en el título.
Cínico paro astuto. Interesante teoría.
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