Metro noventa, barba candado, anteojos oscuros, cabello peinado hacia atrás, semblante tranquilo, movimientos lentos, ropa costosa, sombrero a tono. El hombre se paseaba cada tarde por el boulevard, haciéndose el tiempo necesario para sentarse a la mesa de algún bar al azar de los tantos desperdigados por el transitado nervio neurálgico de la ciudad. Cuando el mozo se acercaba a tomar el pedido, lo alejaba con un simple ademán. Tan solo permanecía allí, observando, viendo a la gente ir y venir. Luego se ponía de pie y seguía caminando, hasta otro bar, otra mesa, otro ademán.
Su mirada era escrutadora, se jactaba de ella interiormente, dado que no tenía ni quería amigos con quiénes hablar. Podía percibir, por ejemplo, que el gordo de conjunto deportivo azul y amarillo que trotaba por la vereda haciendo footing estaba apremiado por cuestiones de dinero. O que la rubia que paseaba el perro, uno blanco y chiquito, sentía la necesidad de cambiar el vehículo. O que la jubilada que estaba por cruzar la calle, sin mirar hacia el lado correcto de donde venían los vehículos, no tenía seguro alguno. Un auto compacto frenó a tiempo, evitando la desgracia.
¿Cómo lo hacía? Ese era su don. En los gestos, las formas de mirar, de caminar, los murmullos inconscientes, las prendas puestas, en cada detalle estaba escrita una respuesta. El problema común a todos era formular la pregunta exacta. Él podía.
Vivió en la calle hasta entrada su juventud. Mientras otros mendigaban o robaban, él se sentaba en la plaza, entre los árboles, a observar a la gente. Sin saberlo, encontraba patrones, los comparaba, analizaba y desmenuzaba en su cabeza confeccionando día a día un mapa humano que nadie hasta entonces se había tomado el trabajo de hacer.
Aprendió que todo tenía un significado, que caminar con pasos alargados no era lo mismo que hacerlo trotando, que los tropezones no eran distracciones, ni la manía de hablar solo una característica de los locos.
Supo de los conflictos de parejas de hombres y mujeres paseando de la mano incluso antes que las mismas parejas. Determinó reacciones antes que sucedieran. Predijo suicidios mucho antes que los suicidas comprendieran que ese era su destino.
El conjunto de conocimientos lo alimentó y cobijó en las noches de frío. Convencía con facilidad a las personas, dado que las palabras bien utilizadas eran las verdaderas llave del paraíso. Pronunciaba las frases que los demás necesitaban escuchar y de esa manera, como un jugador de ajedrez, componía en su mente todas las maniobras posteriores sin dificultad alguna. Al leer al ser humano, se enfrentaba a ellos sabiéndolos seres desnudos, desprovistos de secretos.
Tenía ya cuarenta años. Hacía mucho tiempo que las calles habían dejado de ser su hogar. Su don lo había salvado y no solo eso, aquel ser solitario mirando a la anciana salvarse por un pelo de ser atropellada, era millonario.
Aunque el dinero poco le importaba le permitía tener una casa propia, una oficina y vestir bien. La primera era indispensable para descansar, la segunda la fachada obligatoria para sus negocios y con el tercer privilegio el tiempo le había enseñado que la gente además de querer escuchar las palabras justas también desea toparse con personas bien vestidas.
Se puso de pie, dejó pasar un coche y cruzó hasta la calle siguiente. Una morocha treintañera estaba a veinte segundos de encender un cigarrillo, aunque probablemente aún lo sabía. Él si, por supuesto. Observó las pistas: la mujer había pateado sin querer una caja de Marlboro del piso, luego sacudió la pierna como si tuviera un tic, se había pasado el dorso de la mano por la boca y finalmente, sus dedos manchados de amarillo se habían cerrado en puño con bronca.
Para cuando se detuvo a buscar en su cartera el atado de cigarrillos, él estaba allí extendiéndole uno, con el encendedor preparado en la otra mano. También había leído otras cosas en ella. El origen de su nerviosismo, el problema con el juego, la mala fortuna en el amor, el temor de la bancarrota y del corazón deshecho.
Cruzaron unas palabras, ella agradeció. Antes de irse, tomó una tarjeta que él le daba. La morocha se alejó sin mirar atrás. No era necesario, él sabía que lo llamaría a lo sumo al día siguiente. No había margen de error. El ser humano era un libro abierto, aunque vedado a la ceguera general. Esa mujer necesitaba dinero, él sería su garante y cada uno tendría su ganancia. Ella seguiría jugando, él cobraría su interés y la vida seguiría adelante. Hasta quizá se diera el gusto de recomponer su relación sentimental. Siempre sucedía así. Ella, el tipo que venía unos pasos atrás, la mujer de la otra vereda, el pelado que andaba en bicicleta, el de bigotes estacionado a bordo de un taxi en el semáforo... todos necesitaban algo y él podía ayudarlos, claro, con un beneficio propio. ¿De lo contrario, cuál es el chiste de ayudar?
¿O acaso el dinero que repartía entre la gente de la calle cada noche no era en beneficio propio también, una forma de aliviar el hambre, el frío, la soledad, el olvido? Esas necesidades angustiantes de otros que alguna vez fueron suyas.
La vida viene sin garantía, ni posibilidad alguna de reclamo. Lo que toca, toca. Y lo que no, se obtiene de alguna manera. Algunos pueden, otros no. Qué más da, todos vamos a parar a la misma bolsa, tarde o temprano. Poco le importaba. Volvió a la mesa del bar y ahora si pidió un café. Negro, sin azúcar. Cómo la vida misma.
El cuarto cerrado.
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Me molestaba tanto secreto. Mi trabajo como gobernanta de esa enorme casa
desgastaba mis nervios, debía luchar con la cocinera, la planchadora y las ...
Hace 5 días.
1 comentario:
Increíble Ernesto, que talento el tuyo
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