Sentado en un banco de la plaza, rodeado de unas pocas palomas, un saco de lana cubriendo la camisa abotonada hasta el cuello, pantalones con broches para la ropa aún colocados que delataban la propiedad de la bicicleta apoyada en un sauce, un par de metros a la derecha. El viejo estaba en su lugar, como cada mañana. Su mirada vagaba entre el suelo y las hojas secas que se llevaba el viento.
La bolsa del supermercado descansaba a un costado de su pierna. Dentro tenía un poco de pan, para tirarle migas a las palomas. Pero a diferencia de otras mañanas, no las alimentó. Sus alados compañeros merodeaban esperando el momento en que comenzara a llover comida, aunque sin mostrar impaciencia. Picoteaban aquí y allá, levantando la cabeza de tanto en tanto, como si realmente estuvieran esperando algo.
Su imagen era habitual a los transeúntes. El viejo de las palomas. Los que tenían negocio en la vereda de enfrente se sabían de memoria la rutina. Llegaba siempre puntual, a las nueve, montado en su bicicleta. Traía consigo una bolsa de supermercado en la que guardaba el pan. Hacía miguitas con los dedos y se entretenía arrojándolas a las palomas. Se quedaba hasta el mediodía y en el preciso momento en que las campanas de la iglesia hacían retumbar el aire con su inconfundible melodía, se ponía de pie y se marchaba.
Devolvía todos los saludos, aunque no dialogaba con nadie. Si alguien quería entablar una conversación, se hacía el desentendido mirando hacia otra parte. Muchos, por ese motivo, le tenían antipatía. Se lo veía venir por el sur, pero se marchaba hacia el norte. Nadie lo siguió jamás, ni tampoco, nadie se lo propuso. ¿Qué sentido tendría? Era el anciano anónimo que se pasaba las mañanas en soledad, con la única compañía de esas aves consideradas por una buena porción de la comunidad como una plaga. Era probable que no tuviera familia, ni amigos.
Pero esa mañana, se lo notaba extraño. Había pasado hora y media de su llegada y aún no había tocado el pan. La mirada parecía extraviada, como si no supiera donde estaba. Intentó ponerse de pie un par de veces, pero de inmediato volvió a sentarse. El farmacéutico y la camarera de un bar, que observaban por la ventana, salieron a la vereda y al notar que prestaban atención a lo mismo, cruzaron una mirada. Sin embargo, volvieron a meterse en sus locales.
De repente, de forma apresurada, el viejo tomó la bolsa, se puso de pie y salió caminando. Las palomas se dispersaron a su paso, temiendo ser atropelladas. Miraba continuamente hacia arriba, hacia las copas de los árboles que ornamentaban la plaza.
La dueña de la tienda de ropa de la esquina, que también estaba mirando hacia afuera, creyó que el hombre se estaba olvidando la bicicleta. Estaba por salir para avisarle, pero entró una clienta y se olvidó del asunto. En tanto, el viejo llegó al cordón de la vereda, ya preparado para cruzar la calle. Hacía gestos con los brazos, como si quisiera espantar a alguien.
La camarera volvió a asomarse. Escuchó claramente que hablaba en voz alta.
- ¡Ya vienen! ¡Ya vienen!
Ella miró hacia todas partes y sintió una opresión en el pecho. No de dolor, sino de lástima. Pobre hombre, pensó. Era quién más cerca estaba, así que decidió ir en dirección al anciano, para tratar de calmarlo.
El viejo, al verla caminar hacia él, retrocedió sin quitarle la mirada. Tenía sus brazos hacia delante y decía lo mismo una y otra vez.
- No, no, no.
La chica se detuvo al llegar a la plaza. El viento se puso raro, primero frío y luego, ruidoso. ¿El viento ruidoso? Miró hacia arriba. Las copas de los árboles se agitaban ferozmente. Volvió a enfocarse en el hombre, pero éste había llegado a su bicicleta y se trataba de montar. La bolsa de supermercado había quedado a mitad de camino.
¿Qué está haciendo? se preguntó la camarera, que al dar un paso se tuvo que atajar el rostro instintivamente, ante la estampida de palomas huyendo del lugar.
- ¡Qué fue eso! - aulló con bronca, porque una de las aves había arañado uno de sus brazos.
Entonces, el viento se convirtió en torbellino y las copas de los árboles se abrieron de par en par, dejando un claro. Pero en lugar de quedar a la vista el cielo y sus nubes, apareció un monstruoso objeto plateado. La chica ahogó un grito. Aquella cosa tenía un ojo gigante en el centro y parecía moverse.
El viejo también lo vio, pero el semblante no fue de horror, sino de resignación. Trató de pedalear, pero sabía que era tarde.
El ojo lo vio y de una compuerta que se abrió, salió un brazo mecánico que le dio alcance en menos de un segundo. Lo tomó por la cintura, lo elevó en el aire (la bicicleta siguió rodando sola unos cinco o seis metros más, para luego desplomarse hacia un lado) y se retrajo, desapareciendo la garra extensible y el viejo dentro de aquel objeto gigantesco que se había posado sobre la plaza del pueblo.
Luego, casi en un abrir y cerrar de ojos, aquella cosa desapareció. Cesó el viento, como el sonido que provocaba, las copas de los árboles volvieron a su posición de siempre y solo quedó en la plaza una bolsa de supermercado tirada a unos metros de la camarera y mucho más lejos, una bicicleta en el suelo.
Se había llevado las manos a la boca, pero no recordaba cuando. Quizá había sido un reflejo para dejar de gritar. Se volvió hacia la cuadra de enfrente, deseando que estuvieran todos en la vereda y le confirmaran lo que había visto. Pero allí no había nadie.
Solo las palomas volvieron, pasando muy cerca de ella, que una vez más se cubrió. Por alguna razón las había odiado siempre, desde que era pequeña. Y desde ese momento, las odiaría con más fuerza. Habían bajado alrededor de la bolsa y a picotazos la habían destruido en busca del pan que contenía en su interior.
Un frió bajó por su espalda. Sintió una arcada, luego otra y al final, no pudo contener el torrente. Cayó de rodillas al suelo. Había vomitado pan. Solo pan. Las palomas, que observaron lo sucedido, saltaron sobre ella.
Cuando despertó, el farmacéutico estaba a su lado.
- ¿Qué ha pasado, Lucrecia? ¿Cómo es que te desmayaste?
Ella no contestó. Estaba confundida. Vio sangre en sus manos. El farmacéutico notó la desesperación y se apuró en calmarla.
- No te asustes, una de las palomas quiso probar suerte en tu mejilla, pero no ha pasado nada. Justo salía a ver al viejo y te he visto caída. ¿Por cierto, los has visto? Se ha dejado tirada la bicicleta.
Lucrecia guardó silencio. Al ver una paloma de cerca, sintió repulsión. Aquel ojo que había visto en el cielo era similar al de una paloma. Casi viene otra arcada, pero la reprimió.
- ¿Estás bien? Eh... Lucrecia ¿Dónde vas?
Era la voz del farmacéutico, pero ya no la distinguía. Se había puesto de pie y caminado a tropezones hasta la bolsa. Allí tironeó con las palomas, hasta que se quedó con el premio mayor. Luego siguió unos metros más, levantó la bicicleta y se fue pedaleando. Desde otra galaxia alguien la llamaba por su nombre, a los gritos. Solo tenía por delante la calle, el deseo de escapar y la seguridad, que en alguna parte, encontraría una plaza tranquila para alimentar a las palomas.
El cuarto cerrado.
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Me molestaba tanto secreto. Mi trabajo como gobernanta de esa enorme casa
desgastaba mis nervios, debía luchar con la cocinera, la planchadora y las ...
Hace 6 días.
1 comentario:
Inquietante relato, muy bueno.
Saludos desde el sur
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