Cuando doblé la esquina y lo vi venir hacia mí, cruzando la calle, me quedé helado, de una sola pieza. Incluso su rostro sonriente contrastaba con aquel paisaje gris, en pleno invierno. Las pocas hojas estoicas aún aferradas a las ramas, se movían lentamente, como si fueran parte de una coreografía secreta.
Él apuró su paso, recorriendo los últimos metros al trote. Podía observar cada arruga, el pestañeo sobre sus ojos, los músculos de su rostro movilizarse para sonreír. Incluso el poco cabello, alborotado por la brisa.
Llegó a mi lado y como si la última vez en vernos hubiera sido ayer, me atrajo a su cuerpo con un abrazo, palmeando mi espalda con golpecitos suaves y cálidos, como solo él sabía hacer.
Me agarró de los hombros, tomó cierta distancia como si estuviera estudiándome y lanzó una carcajada contagiosa, alegre, totalmente viva.
- ¡Estás igual, Carlitos! ¡Igual!
¿Y qué podía contestarle? ¿Cómo, en realidad, podía contestarle? Sonreí, presa del pánico. Quería sentir alegría, pero el miedo atenazaba cada parte del cuerpo, de manera irracional, como la tarde misma. Debió haber intuido esa incomodidad, porque de inmediato aflojó sus manos de mis hombros. Pero no dejaba de sonreír, de mirarme con esos ojos de "¿Qué contás, Carlitos?".
Y mi boca, muda, desaparecida, brillaba sobre mi rostro, sumiéndose en una línea de quietud forzada, de un temblequeo que no se dejaba ver. Y hasta los ojos se me llenaron de lágrimas, aunque no supe discernir entonces si eran de felicidad o del mismo terror.
Allí estaba él, como si nada, a la vuelta de la esquina. Y los dos, parados al borde del cordón de la vereda, nos miramos, nos estudiamos, él sonriendo, yo muriendo, sin saber cómo seguir. Como siempre sucede cuando lo inesperado parte en dos la realidad.
Entonces, él se encargó de librar el momento, de entonar su voz de fumador, tantas veces quebradas en el pasado por una tos constante, condenatoria. Pero esta vez no, fue áspera, pero continua, libre de pecado y pecador.
- Me voy a visitar a Raulito, querido. Si Dios quiere, después nos vemos.
Me guiñó el ojo, compinche, como cuando caía al suelo trabando una pelota y sus piernas gigantes aparecían a mi lado y su mano estirada, era el consuelo y la ayuda; como cuando al salir para la escuela, me metía en el bolsillo trasero del pantalón un billete extra, sin que mamá lo viera; como cuando, en aquella habitación blanca me hizo prometer no olvidarlo jamás.
Intenté alargar mi brazo y detenerlo. Pero ya había llegado a la esquina. Quise atinar a gritarle, casi sin sentido, que Raulito había fallecido el año pasado, pero supe que era en vano. ¿Cómo advertirle a un muerto de otro muerto?
Y allí, de pie ante el invierno, en la soledad de aquella calle, contemplé el presente sin entender lo que había pasado.
El cuarto cerrado.
-
Me molestaba tanto secreto. Mi trabajo como gobernanta de esa enorme casa
desgastaba mis nervios, debía luchar con la cocinera, la planchadora y las ...
Hace 6 días.
4 comentarios:
¡¡Brillante!1
Una joya sin vueltas. Ese padre que regresa y el hijo que no puede entender la realidad.... ¿sería una realidad?
mariarosa
Excelente! Que manera maravillosa tenes de contar y describir cada detalle.
Como siempre tus finales, inimaginables.
Tu protagonista debiera preguntarse si esto de toparse con muertos no es señal de que quizás él también esté ya en el bando...
Abrazo.
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