En sus tiempos libres, Erik salía a recorrer las calles de la ciudad, subido a sus enormes zancos.
Desde lo alto saludaba a los niños, que extendían sus manos para querer alcanzarlo. Muchos lo conocían de haberlo visto en el circo, donde Erik trabajaba. Pero no solo los pequeños sonreían al verlo pasar: ¡también los más grandes se alegraban con su presencia!
Es que Erik era un zancudo muy simpático. En las tardes y noches de circo, actuaba con los payasos y era muy divertido lo que hacían. Los payasos, que eran cuatro, Abelito, Ballestita, Casimiro y Dedalito, lo perseguían por todas partes para mojarlo con una manguera.
Pero Erik y sus zancos, avanzaban mucho más rápido, con pasos gigantescos que permitían ganar distancia. Entonces, los payasos, que comenzaban a cansarse, caían rendidos al suelo y Erik, alentado por el público, tomaba la manguera y terminaba mojándolos a los cuatro.
Los payasos, sorprendidos, salían corriendo fuera del escenario y cuando todos pensaban que Erik se había salido con la suya, ellos volvían, ahora con tortas en las manos. Erik comenzaba a correr espantado, temiendo que le arrojaran una torta en la cara y lo hicieran caer. ¡Pero era tan hábil, que lograba esquivar cada torta que le tiraban! Y lo más gracioso, era que las tortas terminaban estampadas en los rostros de los propios payasos.
Claro que era una actuación y tanto los payasos como Erik saludaban al final del show todos juntos al público mientras una lluvia de aplausos bajaba desde las gradas, donde el público disfrutaba a lo grande.
Fuera de la carpa del circo, los niños corrían para buscarlo y sacarse una foto con él. Para eso, acercaban una escalera muy alta, donde con mucho cuidado los pequeños subían y se ponían a la altura de Erik. El fotógrafo, haciendo malabares sobre una silla, lograba así capturar la imagen.
Por eso, no sorprendía que cada paseo de Erik por la ciudad fuera motivo para que niños y grandes se acercaran a saludarlo.
Además, la ciudad sabía que Erik era un zancudo de gran corazón.
Porque no salía solamente para caminar y recorrer las calles, sino también para ayudar a quién lo necesitara.
En ocasiones, lo llamaron para tareas domésticas, como la vez que Doña Agustina, ya muy anciana y con miedo a subirse sobre sillas o escaleras para alcanzar lugares altos, le pidió que le cambiara una bombilla de la luz.
Para Erik aquello no resultó ningún problema. En un periquete cambió la bombilla y Doña Agustina tuvo luz otra vez en la cocina. ¡Pobre Agustina, que la noche anterior por no poder ver, había hervido un zapato en lugar de una patata!
Otra misión muy común en sus paseos era el rescate de gatos asustados. Porque como uno sabe, los gatos son muy valientes, persiguen a ratones inmensos, huyen de perros que quieren atraparlos y trepan a árboles altísimos.
Justamente es con los árboles que tienen problemas. Porque saben subir, pero algunos, que quizá no han tomado el número de lecciones suficientes, no saben bajar. Y es allí donde los dueños de los gatitos recurrían a nuestro querido Erik.
Con sus zancos Erik alcanzaba fácilmente las ramas más altas y con paciencia (porque los gatos no siempre hacen caso) los llamaba, hasta que lograba convencerlos que debían descender en sus brazos. Desde abajo, los que esperaban la resolución con éxito del rescate, escuchaban claramente el “mishi, mishi, mishi” de Erik, con el que convencía a los mininos.
Lo mejor era cuando el zancudo aparecía entre las ramas, trayendo al gatito entre sus brazos, porque allí todos estallaban en aplausos y cantitos de alegría.
Una vez, incluso, le pidieron que en vez de bajar algo de las alturas, lo subiera. Se trataba de un pichoncito de gorrión. Pobrecito, el pichoncito, se había acercado demasiado al borde del nido donde había nacido y un viento traicionero lo había empujado hacia abajo.
Había caído sobre la gorra del verdulero Froilán, que no se había dado cuenta que tenía el pájaro en la cabeza hasta que sus hijos fueron a saludarlo antes de salir al colegio. ¡Tienes un pájaro en la cabeza! gritó Raúl. ¡Es un pichón! gritó Belén.
Con el pichón en sus manos, Froilán observó las alturas, y notó en un poste de madera la presencia de un nido y supo que había caído desde allí. El inconveniente era cómo volverlo a subir. Pero en ese momento, Raúl y Belén vieron por la vereda de enfrente a Erik y lo llamaron a los gritos. A Raúl y Belén, se les daban muchos los gritos.
Con mucho cariño, Erik colocó en la palma de su mano al pichoncito, que no cesaba de repetir “pío, pío, pío” y luego, bajo la mirada feliz del verdulero y sus hijos, lo dejó en el nido.
Las caminatas colmaban de felicidad a Erik. Se sentía útil ayudando y no había mejor forma de agradecimiento, que las sonrisas de los demás. Como sucedía en el circo, cuando se divertía con los payasos y hacía reír a chicos y grandes. Escuchar las risas, los aplausos, era la mejor manera de disfrutar lo que hacía.
Por eso, cada noche, cuando llegaba a su casa, lo hacía con una sonrisa gigante en el rostro. Y luego de comer sano, lavarse los dientes, iba a la parte superior de su cama marinera, donde finalmente dejaba los zancos a un lado y tras arroparse bien, se ponía a leer un libro hasta que el sueño lo atrapara.
Soñaba con payasos, niños y personas que necesitaban de su ayuda. Y también en sueños, Erik era feliz.
El cuarto cerrado.
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Me molestaba tanto secreto. Mi trabajo como gobernanta de esa enorme casa
desgastaba mis nervios, debía luchar con la cocinera, la planchadora y las ...
Hace 6 días.
3 comentarios:
Una historia bonita, tienes tu lado inocente en tus cuentos y te salen muy bien.
mariarosa
Coincido con María Rosa, y en el transcurso de la lectura surgen imágenes plásticas, coloridas, preciosas.
Pensalo.
En llevarlo al papel. =)
Abrazo, Netito.
Esta vez me sorprendiste.
Esperaba saber, a último momento, del lado siniestro del personaje.
Y este personaje resultó no tenerlo.
Era todo lo agradable que aparentaba ser.
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