Versión con fondo blanco, para ojos sensibles

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11 de mayo de 2014

El tuerto sin nombre

Desde que tengo memoria, el tuerto de la puerta siempre estuvo allí. Sentado en el umbral o parado contra el marco, su presencia identificaba más al bar que el enorme cartel de madera que pendía sostenido de un soporte de hierro, ya oxidado con el tiempo.
El tuerto estiraba su mano, que con los años fue ganando en arrugas y manchas en la piel, esperando la recompensa de algunas monedas o un billete. No hablaba, ni gesticulaba. Tan solo esa media mirada, fría, despojada de sentimientos. Pero al mismo tiempo, subyugante.
Solía dejarle monedas, aunque no siempre. Pero cada vez que no lo hacía, sentía su ojo sano clavándose en mi nuca, como si estuviese ejerciendo algún extraño designio sobre mi destino. Pensaba entonces que era la manera que mi mente se avergonzaba de no ayudar a una persona necesitada.
Recuerdo que cierta vez le pregunté al Ruso, que por entonces atendía la barra, si sabía de dónde venía cada tarde. Pero el Ruso, que conocía vida y obra de cada cliente, ignoraba por completo la historia del tuerto, incluso, su nombre.
- ¿Pero no se lo preguntaste nunca? - quise saber, asombrado.
- Si y me lo ha dicho, pero lo olvido cada vez que le doy la espalda.
Jamás lo intenté hacer. Lo de preguntarle el nombre, digo. Creo que el anonimato era mejor. Saber su nombre lo ubicaría en otro parámetro de conocimiento. Sin nombre, era solo el tuerto de la puerta del bar. Y así estaba bien.
Pero la otra noche, la que quisiera borrar de mi cabeza, comprendí que uno no controla el destino, ni siquiera los pequeños imprevistos, que tienen como objetivo sacarnos del camino.
Llovía. Correr no solucionaba nada, pero era una costumbre. Mis zapatos se hundieron en un charco profundo y proferí toda clase de insultos al aire. Recuerdo haber mirado el cielo y encontrar, entre las nubes que destilaban el torrencial aguacero, una luna marchita, pálida. Quería maldecirla por hacer más oscura la noche, pero parecía tan insignificante a la distancia, rodeado de aquella tormenta, que la hice a un lado en mis pensamientos.
Mojado, crucé la calle y antes de ver el cartel, incluso las luces que se filtraban por la ventana, lo vi al tuerto, parado delante de la puerta, enfundado apenas en una chaqueta sin mangas y un pantalón desgastado, que lo cubrían del temporal. Vaya a saber uno los motivos que lo llevan a actuar, a hablar, a mover los músculos cuando nada hace parecer que eso sucederá.
Quizá fue la bronca de estar empapado, de sentir el agua dentro de los zapatos, reptando hacia la pierna a través de las medias. Quizá el hecho de ignorar quién era, de dónde venía, por qué elegía ese lugar. O simplemente, verlo allí de pie, sin inmutarse, mojándose a placer, mientras uno lo único que quería era escapar de a intemperie y ponerse a refugio, beber algo frío y olvidarse de todo lanzándose al incógnito mar de las conversaciones.
Algo de eso, quién sabe. Puede que nada. Lo cierto es que me detuve delante de su pose habitual y espeté, casi con rabia:
- Tuerto de mierda, yo mojándome como un condenado y vos parado ahí como si nada. ¿Me querés decir que carajo hacés con esta lluvia? ¿Por qué no te vas a tu casa o te metés dentro de bar?
Me miró feo, con ese único ojo sano. Pude ver el blanco del ojo agrietarse en finas líneas rojas, el iris crecer en intensidad y la pupila contraerse, para luego, de una forma que casi no puedo explicar, encenderse en una sola llama a través de la que pude ver a un niño corriendo en el muelle de un puerto, dejando atrás cajones repletos de pescados; el niño se veía agitado, aterrado y solo cuando giró su cabeza hacia atrás comprendí la razón. Lo perseguían cinco jóvenes, blandiendo ganchos de hierro, de los que se usan para colgar la carne. Y a pesar que el pequeño movía sus piernas con fiereza, se encontró con las altas paredes de los galpones que cortaron su escapatoria y toda posibilidad de salir ilesa de aquella persecución.
No quise seguir viendo, pero no pude desviar la mirada. Una fuerza me obligaba a prestar atención. Los jóvenes se acercaron, vociferando insultos, amenazas. Podía incluso sentir el olor del mar, de pescado en descomposición, incluso el sudor agrio de los jóvenes, el aroma a miedo en el niño. Sentí que podía gritarles, que podía espantarlos. Pero al querer abrir la boca, no pude. Entonces, los ganchos de hierro se lanzaron en un ataque cruel, alcanzando al niño, hiriéndolo, regando el lugar de sangre.
Cerré los ojos, asustado, pero seguí viendo. La imagen de la punta acerada penetrando en el ojo del niño y retrocediendo en el aire, con la misma violencia que había llegado, llevándose en el retroceso la bola blanca con nervios que se desprendían del rostro como si fueran cables cortados de un tirón.
El grito.
El grito me heló la sangre. Y luego, el silencio atroz. Y contra el galpón apenas iluminado, la figura del niño, temblando como cristal a punto de desprenderse. Había quedado solo, desfalleciendo. Casi sin poder respirar, faltándole el aire, ahogándose en su propia sangre.
Sentí la asfixia y el hechizo o lo que fuera, terminó. El tuerto estaba allí, de pie contra la puerta. Su imagen gélida, casi petrificada. Tenía la mano estirada hacia mí. Pero esta vez no pedía nada a cambio, sino que sostenía algo que nunca podré olvidar. el ojo de aquel niño, aún cubierto de sangre.
Di un salto hacia atrás. Resistí la tentación de devolver el estómago por la boca y retrocedí hasta la calle. Ya no me importaba la lluvia ni el agua entrándome a los zapatos. Pegué media vuelta y corrí, ahora no para escaparle a la tormenta, sino para ponerme a salvo del monstruo que había despertado.
No me detuve hasta llegar a mi casa, incluso, seguí corriendo una vez en la cama, tapado hasta la cabeza con las frazadas. Sigo corriendo aún ahora, muy dentro de mis pensamientos. Creo que jamás escaparé de aquella visión. Es el castigo por remover lo que otros guardan con recelo. Por preguntar los nombres que no nos interesan, por querer saber las historias de quiénes no las quieren contar. Todos llevamos nuestros monstruos a cuesta, pero evitamos mostrarlos, salvo que insistan, salvo que quieran ser perseguidos ellos también.

1 comentario:

SIL dijo...

Quizás no fue un castigo, quizás fue el precio por comprometerse, que siempre es caro.

Me encantó el segundo plano, el de la visión, en la que el relato fragua.



Abrazo.