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20 de abril de 2014

La cosecha

En calidad de abogado de la firma, concurrí a la principal bodega de la competencia. Allí me aguardaban dos matones de considerable tamaño. Tras presentarme y observar sus rostros adustos consultarse entre si, me llevaron casi a la rastra por un pasillo muy largo, que terminaba en una oficina cuya puerta principal estaba blindada.
Me arrojaron dentro como quien arroja una brasa al fuego, con el desdén propio de la altanería del poder. Caí de rodillas ante un escritorio de madera oscura, que debido a mi ignorancia general no supe precisar si era caoba o roble. De todas maneras, mi atención no estaba justamente en el mobiliario del lugar.
Un hombre vestido con traje de marca, habano en la boca y una copa de vino en su mano, me miraba desde el asiento de respaldo alto, que daba a un ventanal grande, a través del que podían apreciarse los viñedos de la bodega.
Me señaló la silla, como si fuera un irresponsable al haber caído al suelo tras el empellón de sus guardaespaldas. Me alisé la camisa, el pantalón y caminé lentamente hasta el único asiento disponible de este lado del escritorio.
Lo miré como si no hubiese pasado nado, guardando la compostura. Sabía que contaba con la ventaja. El maltrato era para inducir un impacto psicológico en mi conducta, para amedrentar el objetivo con el que me había apersonado en la famosísima estancia "El Zonda".
Comprendió mi jugada, lo vi en sus ojos. No iba a doblegarme tan fácilmente. Entonces buscó de un cajón otra copa, la colocó junto a la suya y sirvió vino de una botella sin etiquetar que estaba a sus pies. El color era perfecto, como así su textura. Podía palparse con la mirada. El sabor, llegaba con delicia hasta donde estaba.
- Malbec, cosecha 2001 - anunció.
No necesitaba traductor. Ejercía la abogacía, pero mis padres habían sido vitivinicultores toda la vida. Aunque eso el hombre de traje lo sabía.
- Buen año - acoté, aceptando la copa y llevándola con más ansias de lo que se notaba a mis labios.
Sonrió. Estaba relajado. Jugaba de local y esperaba mis movimientos. Quizá ese fue su error. Relajarse.
Saqué de mi maletín el expediente y lo dejé sobre el escritorio. Lo giré apenas como para que leyera las letras en rojo: Ejecución judicial.
- ¿Qué lo trae hasta aquí, Pereyra? - preguntó con desgano, a sabiendas de la respuesta.
- Se terminó el juego Saralegui - dije, saboreando las palabras, endulzadas con el rico Malbec.
Pereyra lo sabía, no obstante, iba a resistir. Se puso de pie y miró el ventanal. Los viñedos se extendían hasta el comienzo de las primeras colinas. El cielo azul le daba un tinte de ensueño. Aún de espaldas, comenzó a reír.
- ¿Sabe que si esto queda en manos de ellos, todo por lo que pelearon sus padres se pierde, se esfuma, se pica si prefiere el término? ¿Eso quiere Pereyra?
- A mi manera de ver, recupero lo que me pertenece. Esto en manos de los García Sotelo, queda bajo mi mando.
- ¿Administrando los viñedos de otros? ¿Usted cree Pereyra que esto pasa a ser suyo? Me hace reír, por esa razón sus padres confiaron en mí y no en usted. Ya lo decía entonces, cuando apenas era usted un purrete. Millonario de cuna, inservible para nada.
Quería desmoronarme, pero no lo conseguiría. Esperaba desde hacía años este momento, en el que vería al antiguo capataz suplicando por piedad, despojado de todo. Ya no iba a reír más, ni pondría en la comisura de los labios esos caros habanos cubanos. Mucho menos, podría disfrutar de un Malbec más allá de una cosecha cercana.
- Está acabado, Saralegui - y en mi rostro se dibujó una sonrisa.
Saralegui en cambio, se quitó el saco, lo dejó sobre el respaldar de su silla, se sirvió otra copa y escupió dentro.
- Eso es lo que está haciendo, abogado sabelotodo. Escupiendo en el vino de sus padres.
- En todo caso, en el mío - respondí.
- Imbécil.
Reí. Estaba todo dicho. Saralegui se fue, escoltado por sus guardaespaldas. La bodega quedaba en manos de los García Sotelo. Yo era su abogado. Por ende, quedaba en las mías. Los viñedos volvían a su sangre, sepultando así el insulto familiar, aquella degradación, aquel reproche lejano, distante, que ahora se perdía en el tiempo. ¿Justicia? Tan solo una cuestión de tiempo.
Miré los viñedos, el escritorio, la copa en la mano, la botella a medio terminar. Todo mío. Volví a reír. Luego levanté el tubo y mandé a pedir que cambiaran el cartel de la entrada. Bodega Pereyra era ahora Bodega García Sotelo.
Solo al ver el nombre en lo alto, labrado en madera, días después, comprendí el significado de "imbécil".

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