El sonido de las sirenas policiales no debían asustarlo. Los vehículos se oían distantes, perdiéndose en alguna ruta errónea, quizá en busca de pueblos cercanos. Los maizales, elevados al cielo, lo hacían prácticamente invisible.
Siguió caminando sin preocuparse por ser visto. El calor agobiante parecía rebotar contra la tierra y volver con mayor fuerza desde abajo. Con sus manos se abría paso en el sembrado. Las hojas y ramas del maíz laceraban de todas formas su cuerpo. La piel iba adoptando de a poco el color funesto de la sangre.
Por más que buscara con la vista algún claro que le indicara que estaba cerca de un camino alternativo o zona de monte, lo único que abarcaba con macabra resignación eran campos y más campos.
Maíz, soja, trigo, incluso alfalfa. Todos los cultivos del mundo parecían estar allí. Pero no divisaba gente trabajando la tierra, ni tractores o cosechadoras ocupando una porción mínima de aquella inmensidad. No podía precisar si esto era extraño o no, desconocía todo al respecto del campo, de sus épocas, sus horarios.
De lo poco que sabía, en realidad, era de hacer sufrir a otros. En eso era bueno. O al menos, lo intentaba. Ahora caminaba entre surcos donde habían sembrado soja. Algunas gotas de sangre iban cayendo a su paso y desaparecían de inmediato en la tierra, que absorbía con celeridad la humedad, necesitada de alguna lluvia providencial.
La última vez que había observado por encima del hombro no había encontrado rastros del maizal por el que había pasado un par de horas antes. Mucho menos, de los caminos que había cruzado. No sabía cuánto había avanzado, pero podía estar seguro que se había alejado lo suficiente como para poder pasar la noche sin sobresaltos.
Pero el atardecer se hacía esperar. El sol se mantenía recalcitrante en lo alto. Cada paso era un esfuerzo mayor. Los pies estaban completamente lastimados. Ahora anhelaba un calzado. La ropa no le importaba. Ni siquiera si más tarde refrescaba. Podía afrontarlo. Pero sus pies destilaban sangre en forma constante.
Miró hacia arriba. Todo era celeste. No había nubes que lo protegieran un instante. Tampoco árboles que le dieran un momento de sombra ni soplaba la más mínima brisa que le permitiera un respiro.
Volvió a estudiar el horizonte. Campos y más campos. El paisaje era siempre el mismo. Se estaba internando cada vez más en la llanura. Le extrañaba que nos sembrados continuaran. No veía caminos, ni estancias, ni maquinarias. Pero allí estaba el maíz alzándose, muy señorial, enfrentando al sol. O la soja, con su espléndor verde de cara al cielo. Lo mismo que el trigo y la alfalfa.
Supo que estaba perdido. El calor además le daba sed y dolor de cabeza. Pronto comenzaría a perder la razón, si es que no conseguía un lugar donde beber y descansar, a salvo de ese sol maléfico, carente de clemencia.
Creyó sentir las sirenas de los autos policiales. Observó hacia cada punto cardinal, buscando indicios de algún camino, de alguna salida. Pero solo vio lo mismo que venía viendo desde las últimas horas. Pero el ulular de las sirenas era real, podia sentirlo. E incluso, era cada vez más intenso. Como si el coche viniese marchando en los maizales linderos, oculto a sus ojos.
Pero no escuchaba el sonido del motor, solo las sirenas. Siguió caminando, ganando terreno. Si el vehículo estaba cerca, no podía dejarse atrapar, de ninguna manera. Sentía ahora el esfuerzo acumulado desde la noche, la tensión de las horas previas, el momento de la fuga.
Las piernas parecían dos postes de cemento, que apenas podía mover. Sus pies lastimados, respondían con lentitud a las órdenes. Tropezó un par de veces y no besó la tierra solo porque un resto de fuerzas en sus brazos logró evitarlo.
Avanzó lo que le pareció una eternidad, urgido por la necesidad de encontrar un lugar para descansar. Pero al levantar la vista, vio más de lo mismo. Entonces, enfurecido, gritó con bronca, insultando a viva voz al cielo y al infierno.
El desahogo lo dejó sin energías. Se rindió ante la naturaleza, hincando las rodillas en la tierra arada. El sol irradiaba calor con más persistencia y los sembrados habían intensificado su color. El celeste del cielo brillaba tanto, que se había tornado azul. Incluso el sonido había vuelto. Otra vez esas sirenas, clavándose como un puñal en sus tímpanos.
Se tapó las orejas con las manos y se dejó caer al suelo. Estaba a merced de la libertad, prisionero de un derrotero fuera de la ley del que parecía no poder escapar. Lloró como un niño, entre hojas de maíz y alfalfa.
Y a pesar de suplicar perdón, prometer redimirse, el día jamás dejó de ser día y los campos, dejaron de ser campos.
El cuarto cerrado.
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Me molestaba tanto secreto. Mi trabajo como gobernanta de esa enorme casa
desgastaba mis nervios, debía luchar con la cocinera, la planchadora y las ...
Hace 6 días.
1 comentario:
El arrepentimiento no alcanza para cambiar los hechos.
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