Eriberto era un tipo muy competitivo. Cuando salía a caminar, apuraba el tranco para llegar antes a las esquinas que las demás personas, en una carrera ausente de reglas. O se detenía a preguntarle a quién tuviera cerca sobre el color del próximo auto que pasara por allí, con el fin de apostar por uno distinto y ganarle la predicción al desconocido.
De muchas mañas, ventajero y mal perdedor, Eriberto era un caso único en el barrio, de esos que entran en la categoría de "bicho raro". Solía subía al colectivo con la intención únicamente de bajar antes que cualquier otro, por más que eso significara descender a las dos cuadras.
Si paraba a comer un pancho en algún puesto ambulante, trataba siempre de ponerle más cantidad de aderezo de lo que utilizara la persona más cercana a su ubicación. Y si bien esa otra persona jamás se enteraría que participaba de una competencia, para Eriberto el triunfo era completo y podía apreciarse por los gestos que hacía.
El bar frente a su casa era su oficina al atardecer. Allí, café de por medio, apuntaba en una libreta todos los logros del día. Era difícil imaginar una jornada sin victorias.
Hasta ese sábado, con el cielo algo plomizo amenazando de lluvias. La gente había salido en su mayoría con paraguas, temerosa de una tormenta. Él se había propuesto hacer veinte cuadras y regresar a su casa. El objetivo era llegar antes que lo agarrara el agua.
Estuvo a punto de lograrlo, pero otro desafío se interpuso en su camino. Dos niños habían armado una especie de skate con un cajón de madera y se lanzaban a toda velocidad por una calle en pendiente. Eriberto no se dio cuenta, pero las primeras gotas estaban comenzando a caer. Observó el semáforo en la esquina y le pareció buen lugar para definir la meta.
Echó a correr por la vereda, mirando encima del hombro: los niños venían rápido. Una gota le cayó justo en el ojo provocándole dos pensamientos. El primero, que no había podido llegar a su casa antes que comenzara a llover. El segundo, que no debió haber cerrado los ojos tan instintivamente.
Sintió el impacto contra un árbol con violencia. La nuca rebotó contra las baldosas y percibió de inmediato que algo se desprendía dentro de su cabeza. Escuchó como los chicos pasaron muy cerca, gritando de algarabía, sin dudas jactándose del triunfo. La lluvia se hizo en ese momento intensa, al mismo tiempo que llegaba gente al lugar donde había caído. Escuchó voces de preocupación, el grito de una mujer y alguien que decía ¡cuánta sangre!.
El cielo se fue oscureciendo, poco a poco y las voces apagando. Supo lo que pasaba. No podía evitarlo. ¿A cuántos le estaría ganando en ese instante? ¿Millones? ¿Billones? Imposible de determinar. Pero le ganaba a muchos en la carrera que jugamos todos, camino a la muerte.
El cuarto cerrado.
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Me molestaba tanto secreto. Mi trabajo como gobernanta de esa enorme casa
desgastaba mis nervios, debía luchar con la cocinera, la planchadora y las ...
Hace 6 días.
3 comentarios:
No se puede ganar en todo ¿o tal vez si? ja! buen relato Neto.
Abrazos
Brillante. ¡Qué buen final!
Me encantó, Netomancia.
Saludos...
La esencia no se pierde, ni en la muerte... (en todo caso se potencia).
Otro abrazo.
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