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12 de junio de 2013

Resignación del fútbol

A Lucho no le gusta el fútbol, jamás le gustó el fútbol. A pesar de su padre, entrenador de las categorías juveniles del equipo del pueblo; a pesar  de sus dos hermanos, ambos futbolistas; Lucho siempre odió el fútbol.
Lo consideró banal, facilista, sin riesgos ni complicaciones, sin el intrincado laberinto que le ofrecía la literatura, su verdadera pasión desde que tenía memoria. El amor por los libros era su interés. La culpable era su madre, encantada de acercarle autores y aventuras.
Lucho siempre renegó del fútbol.
Desde que era un gurrumín, época en la que lo querían llevar a patear a la plaza. Resultaban tardes eternas, que terminaban en berrinches queriendo volver a su hogar. El lamento de su padre, al ver ese desprecio por la pelota, era enorme, casi trágico.
Aquella plaza se convirtió poco a poco en su temor máximo. Ni siquiera al crecer la contempló para arrimarse con un libro en las tardes cálidas y aprovechar sus bancos de madera, su escenario de hamacas y toboganes. Porque allí también habitaban dos arcos y casi siempre había una pelota rodando, pateada por otros. Se recordaba junto a sus hermanos,mientras esperaban el momento para saltar al césped, ellos felices y él, en tanto, con la bronca al hombro, odiando al fútbol.
Lo quisieron mandar al club a practicar, pero fue solo un par de veces. Ni siquiera quería ir con la familia a alentar al equipo del pueblo. Y mucho menos, viajar hasta Rosario para ver a los colores de su padre.
¡Cómo le dolió a don Pedro ver que su hijo renegaba del fútbol! Pero Lucho se plantó en la suya y siempre dijo, desde muy temprano en su vida: “Odio al fútbol”.
Ni aún cuando creció y pasó a ser Luis y en el laburo, en el estudio, el fútbol era la conversación que rompía el hielo, la excusa para conocer al otro, que igualaba o distanciaba, que creaba puntos en común o diferencias. El prefería utilizar esas horas - que de otra forma malgastaría inútilmente detrás de una pelota o hablando de ello - para sentarse a leer y a escuchar el sonido de las páginas, el áspero contacto de las yemas de sus dedos en la sustancia hermosa que era un libro.
Páginas e historias que lo trasladaban a mundos fantásticos, lugares increíbles; conocía a los personajes, los veía, los imaginaba, se hacía amigo de ellos, disfrutaba como si ese simple acto de leer, fuese vivir la aventura que tenía en sus manos. Incluso en la lectura sentía más pasión que en una cancha de fútbol.
Hasta se daba el gusto de leer sobre fútbol, porque ahí si veía, en esas líneas, en las palabras detrás de otras, en las ideas plasmadas por un autor en algún cuarto a media luz, que el fútbol tenía razón de ser.
Pero había un secreto, algo que no confesó jamás. Algo muy oculto en su interior. Lucho sabía que había nacido, en realidad, para el fútbol. Lo sabía desde la primera vez que tuvo contacto con la pelota. Lo sabía porque cuando la vio venir, supo de inmediato como patearla. Era, quizá, lo que también había visto su padre, y por eso, era probable, sufrió tanto. Lucho durante muchos años, cuando nadie lo veía, pisaba un balón y hacía malabares y sabía que esa pelota calzaba justo en su pie, y que su pie y su cuerpo estaban hechos para el fútbol.
Y comprendió entonces - quizá muy pronto - que si le daba tiempo al fútbol, no tendría lugar en su vida para el amor que lo había conquistado. Entonces, caprichoso, voluntario, se obligó a odiar al fútbol. Se alejó de aquello para lo que había nacido y ya grande, se impuso no tocar una pelota, no mirar un partido, alejarse todo lo posible, por miedo a que el destino interpusiera sus garras entre él y sus libros.
Lo odió para no amarlo. Lo alejó, para no acunarlo.
Incluso a sus propios hijos les prohibió el fútbol y les inculcó el amor por los libros. Desde la cuna misma, les impidió la pelota, la cancha, el estadio, la mística del juego de las multitudes.
Ni siquiera permitió que se acercaran a ese deporte. Les completó el tiempo que les quedaba libre del colegio y la lectura. Los envió a estudiar música, dibujo e incluso, otros deportes, pero nunca fútbol.
Y Luis, que antes había sido Lucho, pasó a ser Don Luis. Porque el tiempo avanza y se empecina, y uno, frágil, poco puede hacer ante la vida. Pero el fútbol, que antes había sido fútbol, seguía siendo fútbol. Eso si, siempre al margen de él, que lo ignoraba, le daba la espalda, haciendo que uno y otro fuera siempre por caminos separados.
Hasta que llegó Enzo.
A los nueve meses daba sus primeros pasos. Sus ojos, dos gemas verdes, que veían todo  por primera vez, con la alegría de quien descubre la luz, los colores, la alegría.
Su primer nieto. El hijo de su hijo. La debilidad de su corazón. La prolongación de su vida, de sus sueños. El culpable de esa sonrisa que lo acompañaba desde que se despertaba hasta que se acostaba.
Y esa tarde, con esa pelota de goma que algún tío le había regalado, fue que sucedió. La traía en sus manitos y la arrojó hacia él. Fue despacito, rodando, hasta llegar a sus pies. Quedó en su empeine, tentadora. Lucho la miró, la miró largamente y ya no tuvo más ganas, más ganas de odiarla. La devolvió con suavidad, mansamente para que Enzo la tomara otra vez entre sus manos  regresándole la sonrisa entre balbuceos de alegría, empezando junto a él, su abuelo, a compartir esa pasión que los dos sentían por ese acto tan sublime y sincero de jugar con una pelota.

3 comentarios:

El Demiurgo de Hurlingham dijo...

Entiendo eso de preferir la lectura sobre el futbol, para evadirme en mundos de ficción.

SIL dijo...

Aquello que reprimimos nuestra descendencia lo expresa.
Conozco más de un caso =)



Abrazo


SIL

Juan Esteban Bassagaisteguy dijo...

Sublime, Netomancia. Luis es un personaje totalmente querible, y e recuento de su vida y su relación con el fútbol, genial.
El final, donde el nieto logra lo imposible, para aplaudir.
Me encantó, che.
¡Saludos!