Caía
el cielo sobre Lougarex, con su color rojizo habitual. Las montañas del valle
sumían más rápido en la oscuridad al viejo poblado. Las sombras se extendían
como un mal sin cura y los habitantes comenzaban su rutinario y presuroso andar
hasta las chozas, donde estarían a salvo.
El
graznido de los cuervos sobrecogía las almas asustadas de los pobladores, que
no perdían tiempo en asegurar las entradas a sus precarias viviendas. Los
métodos eran simples. Movían grandes rocas o fuertes maderos y los dejaban
tapando las entradas. La supervivencia los llevaba a envolverse en oscuridad,
pero era preferible aquello a la muerte.
Sentían
entonces los cascos acompasados de los animales provenientes de las laderas más
cercanas. El grito de sus jinetes, que parecían aullarle a la luna, estremecía
tanto a los niños como a los mayores. No importaba que el rito fuese diario, el
temor no aprende.
El
galope pasaba raudo, en estampida. Las chozas parecían estremecerse como si
estuvieran a punto de caer. A pesar de las piedras y maderos, las
construcciones seguían siendo frágiles. Si querían, podían obstinarse en
derribarlas y sacrificar a sus moradores. Pero los hombres que impulsaban esos
caballos, creían insignificante ese paraje, aunque si se presentaba la
oportunidad, no la dejarían pasar.
Otros
eran los destinos y senderos de cada noche. Más allá del poblado, pasando los
bosques de Halixar, y tras penetrar en las Tierras Morhas, el malón detenía su
paso para saciar su sed. Allí estaban las tabernas más concurridas de la
región, además de las mujeres más hermosas que se entregaban a cualquiera que
ofreciera el mejor precio.
Pero
no era solo la búsqueda del alcohol y el sexo lo que los llamaba cada noche.
También allí se reunían los demás hombres de la Orden de los Carrarios.
Sangrientos, sádicos, insensibles. Eran dueños del terror en todo Lougarex,
única gran comarca del este sin reinado alguno. La Orden se había apoderado del
lugar doscientos años atrás y desde entonces, todo se definía por sus espadas y
salvajismo. La fuerza, el horror, eran su moneda corriente.
Del
otro lado de las montañas, al este estaban los Jarush, identificados por
la franja roja que les cubría en vertical el rostro. El color lo conseguían con
la sangre de sus víctimas. El este y casi todo el norte, era territorio de los
Kirosh, los más brutales, de los que se decía en otros reinos, eran caníbales.
Al sur, sembraban el terror los Hauritas, únicos de la Orden en utilizar
la magia como arma. Eran, por lo tanto, los más temidos por todos, incluso, en la misma Orden.
En
las reuniones, además de la diversión. se planeaban ataques a otros
reinados. La intención no era ganar las tierras linderas, sino apoderarse de
sus riquezas. Para ellos no tenía sentido invadir y conquistar, porque no
trabajarían la tierra ni buscarían minerales preciosos. Pero el oro, las joyas
y todo aquello que les sirviera para sentirse plenos de poder, valían la pena
el riesgo de esas misiones.
Los
demás reinados sentían los golpes, la sangre que corría en sus fronteras. Poco
podían hacer ante semejante fuerzas. Sus ejércitos parecían grupo de niñas
indefensas ante el brutal accionar de las campañas de la Orden, compuesta por
millares de hombres cuyas propias vidas parecían no valer nada, al menos a
primera vista, por la forma de confrontar la batalla, cuerpo a cuerpo, casi sin
protección alguna.
Los
terrenos donde estallaban los enfrentamientos, eran un reguero de sangre y
partes humanas. Y la gran mayoría, de los ejércitos que los defendían. Las
cabezas de los derrotados, casi nunca quedaban en el lugar. Porque la Orden no
solo se llevaba la riqueza, sino también sus particulares trofeos.
No
se necesitaba demasiado para darse cuenta cuando uno penetraba en Lougarex. Las
miles de lanzas clavadas en el suelo apuntando al cielo, con un cráneo
coronándolas, eran suficientes para comprender donde se estaba. Y así, cada
lugar por más recóndito que fuese, mostraba el horror de la Orden, lo que era
capaz de hacer.
Temía
aquel que equivocaba su camino o el que envalentonado quisiera invadir. Pero
también, se atormentaba el que por destino había crecido allí, parido por
madres violadas y criado por hombres castigados, recluidos en los cientos de
pequeños poblados esparcidos por Lougarex, aquella tierra que otrora fuese un
reino más del continente que rodeaban los cinco mares y que ahora se había
transformado en una pesadilla eterna, donde el único fin de la existencia era
el de sobrevivir.
El
pequeño Lagashx creció como los demás niños, sabiendo que en las noches no podía
llorar. El llanto, le decían sus madres, podía provocar a los jinetes salvajes
y entonces, todos morirían. El chico supo que llorar era una condena de muerte
y por lo tanto, escondió sus lágrimas. Incluso cuando su padre, el enorme
Fartán, fue empalizado delante de la choza que moraban. Alix, su madre, también
contuvo el llanto. Sin embargo, no pudo evitar morir de dolor y pena.
Lagashx
debió huir de Lougarex a los trece años. Fue tras aguardar diez días en el
desierto, del otro lado de las montañas, sin agua y sin comida. Esperó hasta
que divisó la estampida de caballos a varios cuerpos de distancia. Pudo ver al
frente al poderoso Grujio, el mismo que había matado a su padre.
Estuvo
escondido entre los médanos, hasta que sus cálculos le indicaron que el
"jarush" estaba a doscientos cuerpos. Entre sus ropas sacó la honda y
la piedra afilada y sin perder un instante, se erigió como un guerrero y sin
titubear agitó el arma sobre su cabeza, lo suficiente como para darle la fuerza
y envión necesario. Luego la dejó ser. La piedra voló como un asesino artero y
se incrustó en el rostro de Grujio, que murió al instante, cayendo sobre el
caliente colchón de arena.
Su
caballo relinchó, perdiendo la compostura. Su jinete había caído. La estampida
frenó su marcha. Para cuando comprendieron lo que habóa ocurrido, el pequeño
Lagashx ya estaba escapando hacia la frontera. Corrió
como el viento y viajó como un fantasma. Y al llegar a Cerceña, el reino más
cercano al este, probó bocado y bebió tras veinte días de no hacerlo.
Pero
estaba feliz, porque había vengado a sus padres.
La
década siguiente hizo más fuerte a la Orden. Varios reinos habían confrontado entre si,
debilitándose. Las tres etnias que dominaban Lougarex se hicieron con enormes
riquezas, aprovechando la poca resistencia. Dentro de Lougarex, el terror se
había acrecentado para con los pobladores. Ya de poco servía defender las
chozas. Muchas eran incendiadas en las noches. Las mujeres eran violadas
reiteradamente y los hombres colgados en los bosques.
Las
niñas eran víctimas de abusos aberrantes y los niños, mutilados de pequeños,
para que crecieran limitados e imposibilitados de defenderse en un futuro. Pero
el aterrador suplicio era aún mayor por la noche eterna que había caído sobre
Lougarex.
Los
hauritas habían aprendido el dominio de la oscuridad y el reinado todo cayó
bajo el conjuro. El sol quedó oculto tras las tinieblas, condenando al hombre y
sus sembrados. La aridez, el hambre, el dolor.
La
Orden se había reunido dos noches antes. Había llegado el momento de
expandirse. Doscientos años eran suficiente espera. El conjuro de la noche
eterna era el arma que estaban necesitando para dominar el resto del
continente. Llevarían el horror del otro lado de las fronteras y más allá
también. Se aventurarían a tierras desconocidas, arrasarían con todos los que
se opusieran. Violarían a otras mujeres, matarían a sus hijos y destruirían sus
cosechas. Exterminarían el ganado, decapitarían a sus reyes y se comerían a sus
ejércitos.
Crearían
un imperio de sangre, de oscuridad. No habría fuerza en la existencia toda que
pudiera derrotarlos. Los Carrarios serían la existencia misma. Y quienes no lo
aceptaran, simplemente sucumbirían. La espada sería la única ley y la sangre,
el único pigmento con el cual se firmarían contratos. El mundo estaba por
cambiar.
Y
vaya que lo estaba.
Cerceña
no era uno de los reinos más grandes, pero si de los más ricos. No importaba
donde uno llevara la
vista. Todo alrededor eran tierras aptas para sembrados. No
faltaba la comida, pero tampoco el espanto. La cercanía con Lougarex lo hacía
propicio para los reiterados ataques. El ejército se veía diezmado ante cada
avance, que a medida que pasaba el tiempo, se hacían más constantes.
La
posibilidad de una invasión había comenzado a circular en forma de rumor. Ya no
era una fábula que los grandes le contaban a los niños. Era un miedo latente,
que hacía que algunos se mudaran a las zonas más altas del reino.
Madriñan,
cuyos años ya se veían delatados por los grises cabellos que surcaban su frondosa
melena, cargó con el último saco de agua hasta la casa. Aquello era
para bañar a los críos, como hacía una vez a la semana. Contempló
en el camino al niño que había adoptado diez años atrás, ahora corpulento,
vigoroso, pero igual de callado y retraído.
-
¡Lagashx, deja de jugar con esa espada y ayúdame a entrar este saco, que tu
vieja ya está grande y cansada!
El
joven acudió en su ayuda, sin pronunciar palabra alguna. Su rostro pétreo y
bien definido parecía el de un guardían tallado en piedra. Respetaba a Madriñan
por todo lo que había hecho por el, por aquel alimento que llevó a su boca
cuando una década atrás creía haber muerto al caer en la maleza, con las
piernas agotadas de tanto correr.
Lo
crió como a un hijo, sabiendo que no lo era. Y a pesar que jamás le contó su
historia, de aquella salvaje venganza, el sabía que ella a través de sus
ojos, había leído la historia.
Lagashx
había crecido y se había preparado para una única razón. Volver. Porque el no
era de Cerceña, esas tierras no le pertenecían. El amaba Lougarex y regresaría.
Pero no como un niño extraviado, sino como un guerrero resentido. Para eso
había entrenado su cuerpo y su mente a lo largo de los años.
Dejó
el saco con agua dentro de la choza y volvió otra vez al lugar donde estaba. Su
espada se movió en el aire con una velocidad pocas veces vista, atacando de un
lado a otro. No había nadie allí, pero el se imaginaba el metal atravesando a
los Carrarios y entonces, a cada impulso de su brazo, le imprimía aún más
fuerza, desgarrando al adversario imaginario que se cernía sobre su mente.
(Continúa...)
Relato publicado en junio del 2011 en "Némesis: Sangre y Acero", antología de fantasía épica coordinada por el español Alexis Brito.
4 comentarios:
que buena historia tiene clima. Luego se presenta al terror causado por La Orden. Para que luego el lector casi se identifique con La Orden. Para luego presentar a Lagashx, que tiene condiciones para ser el heroe. Es para esperar la continuacion.
Muy, muy bueno.
Gran comienzo de la historia, Netomancia: todas las características malévolas de La Orden, más el detalle de su accionar, nos presentan a una horda maldita que, parece, tiene todas las de ganar en esto que está emprendiendo de conquistar el contintente.
Pero está Lagashx para hacerles frente (como dice "El Demiurgo", con todas las condiciones para ser el héroe), y no les va a ser tan fácil.
Excelente. Me hizo acordar a Nippur de Lagash, la historieta del gran Robin Wood (con sus diferencias, claro).
Me quedo esperando por la 2º parte :).
¡Saludos!
Neto que buen relato. Me recordaste al estilo de Robin Wood, el guionista de Nipur. Extraordinaria historia.
mariarosa
Ya voy a ver la segunda parte.
Me hizo evocar la saga de Tolkien, o la épica de Homero: esa grandeza en las descripciones.
Voy por más =)
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