A Marcos le gustaba caminar por la ciudad. Lo encontraba placentero y colaboraba ese ejercicio con la premisa que se había propuesto tiempo atrás, después de asustarse con los resultados de los análisis de rutina en el trabajo. Tuvo que reconocer entonces que era una persona sedentaria.
Por suerte aquello que había considerado un esfuerzo se transformó en una agradable rutina. Gran parte de las ganas que sentía de salir a caminar se debía en la variación de los recorridos. La ciudad era grande y desde el primer momento creyó que repetir siempre los mismos lugares lo llevaría a cansarse pronto y tuvo razón.
No solo la rutina implicaba salir a caminar, había todo un trabajo de logística previo, o al menos, así lo sentía Marcos, que se tomaba media hora cada noche antes de acostarse para diagramar los cinco kilómetros diarios que se imponía en cada salida.
Los itinerarios no siempre comenzaban en la puerta de su edificio. A veces se tomaba un colectivo y recorría una zona distante de su hogar. Tras dos años con esa práctica, podía jactarse de conocer ampliamente la ciudad en la que vivía.
Le hacía sentirse bien estar escuchando una conversación y reconocer los sitios que se hacían mención, o estar dialogando con algún compañero de trabajo y que ante el mínimo comentario del mismo sobre un lugar en particular de su barrio, pudiera decirle “lo conozco”.
Ese día bien temprano se tomó el colectivo que iba hacia el oeste. Había planificado un recorrido de cinco kilómetros que arrancaba en la plaza del barrio más alejado de la ciudad y terminaba a una distancia similar de su departamento. Por supuesto, luego debería tomarse otro transporte para poder llegar a su casa, darse una ducha, comer algo e ir a trabajar. Pero, como siempre se decía, el esfuerzo valía la pena.
El sol apenas si asomaba por el horizonte, tapado de edificaciones. El tránsito se movía lentamente, sin el apuro que tendría en un par de horas. La ciudad despertaba en parte y se acostaba en otra, porque había miles y miles que trabajaban de noche y en ese horario retornaban a sus hogares. Marcos había aprendido a reconocerlos y también, admirarlos.
Como también hacía lo propio con los hombres mayores, que en verano se sentaban en las veredas y que en invierno se asomaban cubiertos de bufandas y gruesos pulóveres tejidos por manos hábiles. Y ni hablar de las mujeres de avanzada edad, que sin vacilar ante el frío o el calor, avasallaban la vereda bien temprano, provistas de escobas y ruleros.
La plaza vestía el silencio propio de esas horas. La vista se paseaba sobre el verde, sin demasiados otros coloridos. En la calle estaba el barrendero municipal empujando hojas con un enorme escobillón. En la vereda del otro lado, dos ancianas habían hecho un alto en la limpieza de sus baldosas y hablaban elocuentemente sobre algún suceso de la cuadra. Las voces apenas si llegaban, tragadas por la brisa que le birlaba la calma a sus cabellos.
Había terminado de atarse los cordones de las zapatillas, en otro ritual necesario previo a la caminata. Fue cuando se percató que una señora le hacía señas desde la vereda de enfrente, invitándolo a acercarse. Hacía un ademán con la mano y miraba hacia dentro de su casa, a través de la puerta semi abierta. Al cuarto o quinto llamado, Marcos decidió cruzar la calle.
- ¿Señora, la puedo ayudar en algo? – preguntó con cortesía, sabiéndose con tiempo de sobra para postergar unos minutos el comienzo de su andar diario.
La mujer, a la que de cerca Marcos le notó arruga sobre arruga, se mostró conforme con su presencia y abriendo la puerta de par en par, dejó a la vista el problema por el que estaba necesitando ayuda.
Una escalera nacía allí mismo, que iba hacia las habitaciones superiores de la vivienda, y sobre los últimos escalones, atravesado, estaba un cochecito de bebé. La madre del niño o niña que dormía plácidamente dentro del aparato intentaba con fuerza enderezarlo, pero el esfuerzo era en vano. No podía.
Marcos comprendió de inmediato y sin pedir permiso llegó hasta la escalera y ayudó en acomodar el coche, levantándolo desde las patas con rueditas.
- ¡Muchas gracias! – dijo contenta y extenuada al mismo tiempo la madre del bebé.
- Sabía que algún buen caballero podría darnos una mano – comentó la anciana, que agradeció con una palmadita en la espalda de Marcos.
- No es nada, por favor – se apresuró a contestar el, mientras se hacía a un lado para dejar pasar el coche con el niño (la ropita celeste así lo delataba) que salió a la calle.
Tras saludar, la mujer se marchó, dejando a Marcos y la anciana al pie de la escalera.
- Bueno señora, ahora si, a retomar lo que dejé a medias – anunció, con la intención de marcharse.
La señora, pareció como si no lo hubiese escuchado.
- ¿Vio que bonita la criatura? – le preguntó.
Si, claro que lo era. A Marcos, que no tenía hijos, los bebés siempre le habían parecido preciosos.
- Si, realmente – contestó.
- ¿Le gustan los niños? – le preguntó en tono confidente la mujer.
- Claro, si – dijo él, aunque se apresuró a aclarar – Pero no tengo hijos, al menos de momento. Estamos proyectando con mi novia, pero aún falta, imagínese, ni siquiera estamos casados… - la mujer lo detuvo, haciéndole un gesto con la mano, para que se acercara.
- Escúcheme – le pidió, mientras acercaba su rostro avejentado hasta Marcos, que inclinó la cabeza para escucharla mejor, dado el tono de voz que había puesto – Si le gustan los bebés, ¿por qué no me acompaña? Tengo uno para ofrecerle.
La primera reacción fue la lógica, es decir, pensar que había escuchado mal. Pero algo muy fuerte, que no podría describir, le decía claramente que no, que lo que había creído escuchar era exactamente lo que había dicho la anciana: Tengo uno para ofrecerle.
- ¿Cómo dice? – preguntó al cabo de unos segundos en los que creyó perder la percepción de la realidad.
- Le repito, si le gustan, puedo darle uno para que se lleve.
- ¿Un qué? – de alguna manera debía convencerse de que no estaba refiriéndose a lo que con seguridad, la mujer hacía referencia.
- ¡Un bebé! ¿Qué otra cosa va a ser? – le respondió moviendo los hombros.
Marcos se quedó en silencio, lejos estaba en su mente el recorrido que debía emprender de cinco kilómetros y más lejos aún, la continuidad del día. Su atención, toda su atención, estaba puesta en esos ojos apagados detrás de enormes ojeras que lo miraban expectantes, ansiosos de una respuesta. Pero al mismo tiempo, se sentía en otra parte, quizá en un sueño, en un vertiginoso juego de su imaginación, en un delirio nocturno. Eso era, estaba dormido, aún no había despertado. Pero si, lo había hecho. Recordaba el desayuno, el tibio sabor del té con jugo de limón, el olor de las tostadas, la fresca mañana que lo había recibido al cruzar el umbral de su edificio, el trajinar en el colectivo compartiendo el viaje con obreros cansados que cabeceaban distraídos pensando en el momento de llegar a la cama para dormir.
Movió la cabeza de un lado a otro, instintivamente. Escuchó el sonido de su cuello crujir, como solía suceder cuando sus músculos se tensionaban. No era un sueño, aquello le estaba ocurriendo. Esa mujer anciana, de sonrisa postiza y acanalada textura, estaba delante de él ofreciéndole un disparate.
- Los tengo arriba, vamos, aproveche que hoy tengo de los dos sexos. Hay un rubiecito que es una ternura. ¿Cómo los prefiere?
No lo toleraba más, era inaudito.
- Señora ¿cómo que tiene bebés para ofrecer? – y de inmediato relacionó a la mujer que se iba y no pudo reprimir la indignación que nacía en su interior - ¿Esa mujer que salió, se llevaba un bebé que no era de ella?
- No, claro que no. A partir que lo escoge, ya es de ella. Así que ese bebé, ya era de ella cuando usted la vio.
- ¿Me está cargando, es así? ¡Lo que hace es ilegal! ¡Voy a ir a la policía! ¿Los roba? ¿De dónde… de dónde carajo los saca?
- ¡Pero señor, cómo puede decir una cosa así! ¿Me está acusando de ladrona y ni siquiera ha subido a ver a los niños?
- ¡Por supuesto que no subiré! Es más, me voy a ir ahora mismo a la comisaría más cercana.
Entonces la anciana, con un golpe del pie, cerró la puerta violentamente. Ambos quedaron en el pequeño hall de entrada, a los pies de la escalera.
- Usted no se va a ninguna parte – advirtió la mujer – No sin antes ver a los niños.
Marcos se abalanzó sobre la puerta, pero la anciana fue más rápida y la cerró con una vuelta de llave.
- Deme la llave – le pidió él.
Ella la mostró en el aire, por encima de su cabeza y luego la dejó caer, justo a su boca. Pudo observar, por el relieve de la piel, que se tensó en su garganta, como la llave pasaba hacia el aparato digestivo.
- Usted… es un monstruo – alcanzó a decirle, antes de sentirse presa del pánico. Pensó en golpear a la mujer, pero sus convicciones se lo impedían. No se veía pegándole a una mujer mayor. La anciana, en tanto, comenzó a subir por las escaleras. Las piernas escuálidas la sostenían con firmeza.
- Sígame – ordenó secamente.
De alguna manera tendría que escapar, pero por lo pronto le hizo caso y puso los pies en los peldaños de la escalera. Era de madera y los tablones rechinaron ante su peso. No recordaba haber escuchado sonido parecido mientras ayudaba a la mujer a quitar el cochecito de ese lugar.
La escalera terminaba un piso más arriba. La anciana empujó la puerta y ante sus ojos apareció un cuarto apenas iluminado, con telarañas en cada rincón y repleto, de punta a punta, de cunas de madera, en su mayoría despintadas y muy antiguas.
Entró casi sin poder pensarlo, sin poder decirle a sus piernas que se detuvieran. Como coordinado, el llanto de varios bebés estalló en la penumbra de la habitación.
- Ahí están, elija – dijo la mujer, sobresaltándolo.
Marcos se sujetó a una de las cunas, porque sintió que el piso se le movía. Le había bajado la presión y un nudo le atenazaba el estómago. La mujer estaba loca y él no sería su cómplice.
- No, no lo haré – le contestó con frialdad.
- Entonces, deberá quedarse. Es simple. El que no lleva, es mío.
Primero fue una punzada en las piernas, luego un dolor en las articulaciones. Pensó en un ataque cardíaco, luego lo descartó por un pico de stress o quizá un ACV. Pero no fue nada de eso. Lo comprobó de inmediato, al sentir las extremidades reducirse y su piel ablandarse. Su mente comenzó a apagarse, reduciéndose en pequeñas imágenes, cara vez menos claras. Finalmente fue un inútil balbuceo, que ni siquiera podía dominar.
La cuna en la que estaba apoyado se le antojaba ahora gigantesca. Unas manos frías lo levantaron del suelo y lo dejaron dentro de aquel pequeño mobiliario de madera, desgastado por el tiempo y el uso. Esas mismas manos ajadas y de uñas pronunciadas, arrojaron una pequeña manta sobre su cuerpito desnudo. Sintió frío a pesar de todo. Y luego, rompió a llorar.
El llanto se confundió con los otros. Pronto la puerta volvió a cerrarse. Y el cuarto volvió al silencio. Al menos, hasta que la misma volviera a abrirse.
2 comentarios:
Qué buen final, Netito.
Magnífico.
Inesperado totalmente para mí.
Abrazo grande.
SIL
Espeluznante.
El terror en la cotidianeidad es de las cosas que más pueden asustar.
Con "Tengo uno..." lo lográs ampliamente, Netomancia.
Excelente.
¡Felicitaciones!
Publicar un comentario