Es probable que haya sido esa infancia tan extraña la culpable de lo acontecido ayer a Pascual Ricarte. Al menos fue la hipótesis que más circuló esta mañana en el hospital, mientras el infortunado luchaba por salvar su vida.
Pascual reunía dos cualidades que lo hicieron popular en el barrio. Era un gran cocinero y podía reparar cualquier cosa. Era increíble ver como, tras haber estado arreglando el motor de un auto en la vereda de su casa, se metía engrasado hasta los codos y volvía a aparecer dos horas más tarde, impecable, con una torta de cumpleaños que alguien le había encargado que parecía sacada de un libro de cocina.
Se podía pensar que la suma de sus habilidades daban como resultado la constante demanda de las mujeres del barrio, pero no era así. Muchos hombres hacían solícitos sus pedidos gastronómicos para agasajar a sus esposas, novias, hermanas y madres y aprovechaban, el contacto, para alcanzar algún que otro aparetejo con mal funcionamiento.
El hombre era infalible. Cualquier receta que se le pedía, terminaba siendo un manjar y si le llevaban algo que no funcionaba, cuando el dueño aparecía, ya estaba arreglado. De más está decir que Pascual no hacía las cosas gratuitamente, pero su reputación había logrado que nadie escatimara el precio, porque acudir a su persona valía cada centavo, tanto para una cosa como para otra.
Sin embargo su comportamiento era un tanto raro, por no decir fuera de lo normal. La infancia de Pascual no fue fácil y explica en parte los conocimientos que más tarde le darían tanto rédito. Su madre, que se ganaba la vida como repostera en la panadería del barrio, y su padre, un empleado de fábrica, habían descartado desde los primeros meses la lectura de los libros que podrían denominarse clásico, para los chicos.
En lugar de las historias que todo niño oía antes de dormir de parte de sus padres, Pascual había tenido que escuchar en su cama la lectura de enormes libros de tapa dura con centenares de receta de comida e incontables volúmenes de Mecánica Popular y Electricidad en casa.
Si bien se iban renovando de vez en cuando, era muy común además que esas lecturas volvieran a repetirse una y otra vez, logrando asentar de a poco los conocimientos en su cabeza, que ya a los cinco años era capaz de hacer unos bizcochuelos de vainilla que nada tenían que envidiarle a los de su madre o de reparar los juguetes que se le rompían justamente por experimentar para desarmarlos.
Poco participativo en la escuela, también se alejaba de sus compañeros, ganándose desde chico la condición de "extraño". No gustaba de salir a jugar a la calle ni mucho menos, reunirse con otros niños en la plaza. Sus lugares favoritos comenzaron a ser la cocina y el garage de su padre, donde podía desarmar y arreglar cualquier tipo de artefactos.
Creció con esas habilidades y también con esas limitaciones a la hora de relacionarse con los demás. Cuando sus padres fallecieron, pudo mantenerse con sus elaboraciones en la cocina y reparando todo lo que le llevaran los vecinos. De algún modo, se sintió parte de la sociedad que lo rodeaba y el barrio, de esa manera, lo aceptó tal cual era, ya sin prejuicios.
Pero ayer ocurrió algo impensado. Marita, hija de la hermana de Dora Gutiérrez, una de las vecinas de Pascual, llegó al barrio a visitar a su tía. El problema comenzó cuando la mujer acompañó a su tía a buscar una torta de cumpleaños que había encargado. El cocinero arregla todo salió con el pedido, pero ni bien observó a Marita, apenas si pudo balbucear el precio de la torta. Fue amor a primera vista. Al menos, para Pascual.
Ni bien se retiraron con lo que habían ido a buscar, Pascual corrió hacia la cocina y tras un buen rato de amasar, cocinar y decorar, llevó a la heladera una torta con forma de corazón, revestida en crema de color rosa y una leyenda en chocolate que decía "para la mujer más hermosa que han visto mis ojos". No conforme con ello, se puso a trabajar en un viejo Ford T que le habían traído para reparar la semana anterior, pero que había postergado durante todos esos días. No solo lo dejó arreglado para las cinco de la tarde, sino que además lo lavó, pulió y enceró.
Todavía no había atardecido cuando lo vieron salir por el garage, conduciendo un Ford T que brillaba bajo los úiltimos indicios de sol. Dio una vuelta a la manzana para justificar que lo había sacado a la calle y luego estacionó frente a la vivienda lindante a la suya, donde vivía Dora Gutiérrez. Bajó del coche con la torta en forma de corazón y tocó timbre.
Salió la dueña de casa y sorprendida de verlo, le preguntó para quién era esa torta, pensando que quizá venía de regalo por la compra de la de cumpleaños. Pero la sorpresa fue mayor cuando Pascual, tras aclararse la voz, le dijo que era para su sobrina, que lo había flechado de amor con la mirada.
Dora no pudo contener la risa. El pobre de Pascual quedó atónito. La actitud de su vecina lo hice sentirse un estúpido y sin pedir explicaciones, se subió al coche y se marchó. Dora no alcanzó a detenerlo. Luego diría que su intención fue pedirle disculpas.
Lo cierto es que humillado, Pascual condujo a ciegas. El destino no estuvo de su lado y en el primer paso a nivel, no vio las barreras que estaban bajas y cruzó igual. El tren de las siete lo embistió justo a la mitad del vehículo.
Un ambulancia lo llevó raudamente al hospital, con pérdida de conocimiento, varias costillas rotas y las dos piernas quebradas. Había perdido mucha sangre.
Dora se sentía culpable y dijo haberse reído porque en el apuro por llevar la torta no se había quitado la grasa de encima de haber estado reparando el Ford T, y su rostro, manos y ropas, estaban manchadas. Lloraba desconsoladamente, mientras Marita le acariciaba el cabello, apenada. Los demás vecinos la calmaban recordándole que la culpa que Pascual fuera tan introvertido era de los padres, de esa infancia tan singular que había tenido.
Eso fue ayer. Esta mañana aún seguía internado, en grave estado. Se decían comentarios similares y se repetían las mismas historias de siempre. Para el mediodía el médico apareció en la sala de espera para anunciar que Pascual había mejorado su estado y que pronto podrían sacarlo de terapia intensiva. Todos se alegraron. Fue cuando el doctor hizo mención a otra cosa: el paciente había perdido la memoria.
Hace un rato Marita, que no se había movido de la sala de espera desde el día anterior, quizá sintiéndose culpable en parte, porque a ella le llevaba la torta, dijo algo que dejó a todos en silencio. En las últimas horas había escuchado tanto de la vida de Pascual, que sentía conocerlo desde siempre.
- Ni bien abra los ojos, ni bien pueda escucharnos, quiero que me ayuden con algo - y tras aguardar que los presentes asintieran con la cabeza, informó - quiero que nos turnemos entre todos y leamos a Pascual los cuentos que nadie le leyó en la infancia. Si va a empezar de cero, esta vez hagámoslo bien.
Nadie puso reparos. Algunos se fueron y volvieron al rato, con libros bajo el brazo. Y aquí estamos, esperando que nos den el último parte. No habrá más cocina y reparaciones, pero quizá haya tiempo para una nueva oportunidad.
El cuarto cerrado.
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Me molestaba tanto secreto. Mi trabajo como gobernanta de esa enorme casa
desgastaba mis nervios, debía luchar con la cocinera, la planchadora y las ...
Hace 6 días.
4 comentarios:
Bellísimo relato. Todos nos merecemos una segunda oportunidad, mi admiración, che.
Abrazo
Una dulzura infinita tiene este relato,a pesar de lo trágico.
Criaron a un técnico, y sin embargo, cuando el amor embate, no hay forma de pararlo.
Lástima que hay personas que ni siquieran logran garabatear un te quiero en un torta.
Beso
SIL
una torta =)
Muy bueno, Netomancia.
Impensado final, que da lugar a la segunda oportunidad que, aunque tarde, siempre es bienvenida.
Saludos.
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