El pueblo era chico, como todo pueblo. De veredas anchas, árboles altos y viejos, y gente sentada en la puerta de sus casas.
Esa tarde no era como cualquier otra, había mucha expectativa. Las calles, que en las tardes de verano solían estar desiertas, el movimiento de niños y jóvenes era continuo. Los más grandes observaban sonrientes ese ir y venir, un desgaste sano de energías.
Los más pequeños corrían con globos de agua, apuntándose entre si y arrojándolos con fuerza, con el fin de alcanzar a otros y reír con ganas en caso de alcanzar el objetivo de mojarlos.
Quiénes habían superado los doce años pero no habían llegado a los quince, no corrían a nadie, sin embargo, ayudaban en todo a los más grandecitos. Y el resultado de ello se podía ver en el centro de la calle principal del pueblo: un carro, colorido y enorme, que acompañaría a la comparsa en el carnaval de la noche.
Lo jóvenes trabajaban sabiendo que no tenían demasiado tiempo para terminar de ornamentarlo, sin embargo eran prolijos y cuidadoso en cada aspecto. ¡La primera participación en mucho tiempo del pueblo en el carnaval de la ciudad lindante no podía quedar librada al azar!
Algún que otro hombre de edad, testigo o partícipe de antiguas comparsas, se acercaba para observar o aportar consejos. Los pocos adultos que colaboraban, en cambio, dejaban que fueron sus hijos los que llevaran adelante la iniciativa. Ellos habían impulsado la idea y por lo tanto, eran los merecedores de hacerla realidad.
La música de la comparsa se escuchaba en todo el pueblo. Practicaba desde hacía un mes en el predio del colegio, al menos cinco horas diarias. Eran cincuenta y para la ocasión se habían confeccionado trajes de colores vivos, con mucho amarillo y verde.
El acontecimiento había revolucionado a los pocos habitantes y todos, en mayor o menor medida, estaban involucrados. Todos salvo don Ignacio, que mientras el resto de la gente participaba colaborando o aunque sea, observando, se encerraba en su casa, buscando distracción en sus gallinas y patos.
- Vamos don Ignacio – le dijo Agustín, su nieto más chico, pero el hombre, que peinaba canas desde que tenía memoria, rehusó con un simple gesto y siguió encorvado sobre los bebederos de sus aves.
El pequeño Agustín entre desilusionado y preocupado, recurrió a su mamá. Le costaba ver a su abuelo, una persona alegre y entusiasta, de esa forma. ¡Era el carnaval! Todos tenían que estar contentos.
Su mamá le acarició la cabeza, acomodando los rulos que el viento, en su jugueteo, había movido hacia todas partes.
- El nono está bien, no te preocupes - le dijo. Pero algo en sus ojos, quizá un dejo de tristeza, le hizo sospechar que no era tan así.
Salió a la calle, donde estaban sus hermanos y amigos. Se agachó justo a tiempo para evitar un globo con agua en la cara. Al instante estaba persiguiendo a sus atacantes, mientras reía a carcajadas.
Las gallinas picoteaban el balanceado, mientras se empujaban entre si. Más allá, los patos, se bañaban en el estanque que les había hecho. Escuchó los pasos a su espalda y luego la delicada voz, que como cada vez que la oía, colmaba su alma de calidez.
- Papá... tenés que hablar con Agus, sabés lo que te adora y te ve así, tan triste...
Ignacio se puso de pie, pero solo para dirigirse a un tronco que servía de banco. Invitó a su hija sentarse a su lado. Meditó unos minutos en silencio y luego le contestó.
- Marisa, sabés lo que significa el carnaval en mi vida, te criaste viéndonos con mamá bailar en lo más alto del carro del pueblo, mientras el pueblo entero nos aplaudía con felicidad. Después que ella... - su voz se quebró, vaciló un instante – después de aquello, el carnaval me la recuerda tanto que no puedo soportarlo.
Su hija le tomó la mano. Ella se había separado de su marido dos años antes y le costaba entender como sus padres habían podido estar tanto tiempo juntos. Y hubiesen estado toda la vida, si la enfermedad de mamá no lo impedía. Pero no solo compartieron la vida, sino aquello que los hacía realmente felices: el carnaval y la comparsa.
- Hay algo papá que jamás te dije. Cada vez que te veo y que estoy con vos, me resulta imposible separar tu imagen de la de mamá. Pienso en vos y automáticamente, en ella. ¿Te das cuenta si por ese motivo, entonces, te dijera que no quiero verte?
Su padre levantó la vista hacia ella, hacia ese rostro angelical que viera crecer desde sus primeras horas.
- Es distinto... - se excusó.
- No papá, no lo es. Aquello que el pueblo está disfrutando afuera, en la calle, es lo que te hizo sentir vivo toda la vida, a vos y a mamá. Y de golpe, porque ella no está más, pasa a ser lo que más odiás.
- No nena, no es que lo odie...
- ¿Entonces? Si no lo odiás, acompañá a tu nieto, contale quién eras, cómo es que esa persona que tanto admira y sigue a todas partes, cuando era más joven era el rey de la comparsa y cómo, lo más importante – Marisa se enjugó una lágrima – tenía a su lado a la reina más hermosa del planeta.
- No... no puede corazón.
Marisa se puso de pie y lo besó en la mejilla. “Si, podés” le susurró al oído y se metió en la casa.
Las gallinas cacareaban a sus pies, pero no se percataban que también él estaba llorando.
- Mamá ¿a que hora salimos? Ya se están llevando el carro a la ciudad.
- No hay apuro Agus, ellos tienen que ir antes, para preparar todo. A nosotros nos pasa a buscar la tía Cecilia en un rato.
El chico puso cara de fastidio y se dejó caer en el sillón delante del televisor. Su hermano más grande se estaba bañando y el que le seguía aún estaba jugando en la calle.
- ¿Qué te pasa? - le preguntó la madre al pasar por delante de donde estaba sentado.
- Es que quiero ir a ver como se preparan.
- Agustín, por favor, ya vamos a ir.
El niño quedó solo ante el televisor sin encender. Por la ventana vio a su abuelo, aún en el patio. Supo que había escuchado la conversación, por la forma en la que lo miraba y porque esa ventana no tenía vidrio.
Lo llamó con un gesto. Agustín salió al trote. Al llegar al patio, su abuelo estaba abriendo el portón del fondo del patio.
- Vamos pequeño, a dar un paseo.
El niño sonrió ante la invitación y subieron a la vieja camioneta del abuelo. Cuando el motor se puso en marcha, Marisa se asomó al patio.
- Eh, ¿dónde van? ¡Agustín todavía tiene que bañarse!
Recibió como respuesta un dedo en alto por parte de su padre y la manito agitándose en forma de saludo de su hijo.
Cecilia conducía tomando todos los recaudos posibles, lo que hacía un viaje corto, como el que tenía hasta la ciudad, de apenas unos diez kilómetros, una eternidad. Si bien Marisa estaba acostumbrada, el hecho de no saber donde estaba su hijo y su padre hacían que el viaje le pareciera un verdadero fastidio.
- Tranquilizate, nos deben estar esperando en el bar de la plaza, tomando una gaseosa. Hacete cargo nena, vos convenciste a papá que llevara a Agustín al carnaval y eso es lo que seguro hizo – Cecilia habló sin despegar un segundo la vista del parabrisas.
- Si, pero me hubiese avisado. Sabés que no me gustan que salgan sin llevar teléfono. ¿Y si les pasa algo?
En el asiento trasero, los niños jugaban ajenos a la conversación, inmiscuidos en su particular mundo, impacientes por llegar y disfrutar del desfile, las comparsas y por supuesto, todo el algodón de azúcar que pudieran comer.
El bar de la plaza estaba atestado de gente, pero no había indicios de don Ignacio y Agustín. Marisa estaba preocupada, pero intentaba disimularlo. En tanto, renegaba con sus otros dos hijos, que no se quedaban quietos.
- Relajate querés – aconsejó su hermana – Ya van a aparecer, sabés como es papá.
El desfile por la calle principal arrancaba aplausos y gritos entre la multitud. La música hacía vibrar el aire, desde la veinte de altoparlantes dispuestos de un lado y otro de la avenida. En el cielo estrellado, fuegos artificiales coronaban una fiesta gigantesca, en la que la mayoría de los pueblos de la zona estaban representados.
Entre tanta gente, era difícil reconocer a los vecinos del pueblo, pero Marisa no perdía oportunidad, cuando se cruzaba con uno, de preguntarle si había visto a su hijo o a su padre.
La música que llegaba de los parlantes le resultó conocida. Era la que utilizaba la comparsa del pueblo. Del otro lado de la calle vio a un grupo de conocidos que vitoreaban dando saltos en el lugar. Miró hacia la otra punta y a lo lejos divisó el carro y la comparsa del pueblo.
Se veían preciosos, con esos trajes coloridos, las plumas que las chicas llevaban tan bien y el carro, sin dudas pintoresco y uno de los más vistosos hasta el momento.
Sus hijos se escaparon para llegar hasta el borde de la vereda y poder así, apreciarlo mejor cuando pasaran por donde estaban ellos. Quiso detenerlos, pero dejó que fueran. Ella hacía lo mismo cuando era pequeña para poder ver a sus padres, encaramados en lo alto del carro, bailando y disfrutando.
Miró hacia aquel lado. Hasta le parecía ver la figura de su padre en lo alto, bailando al ritmo de la música. Cuántos recuerdos despertaban, todos felices. Si mamá viviera...
Sacudió la cabeza, debía dejar los recuerdos de lado. Le hacían ver visiones. Sonrió. Podía haber jurado que había visto a su padre en el carro. Miró otra vez. No podía ser. Buscó a su hermana con la vista, pero se había alejado unos metros.
La comparsa avanzaba y las luces lo hacían todo más nítido. Ahora si, no le quedaban dudas... ¡era su padre! Y bailaba, sonreía, hasta tiraba besos y... Marisa se llevó la mano a la boca, mientras dos lágrimas le caían por las mejillas. A su lado, intentando imitarle los pasos, bailaba su hijo. Abuelo y nieto, los reyes de la comparsa. Sus ojos se nublaron, pero ya no estaba triste ni enojada.
Cuando pasaron frente a ella, su hijo gritó su nombre, bien fuerte. Marisa les mandó besos con la mano, a los dos.
Entre tanta gente, la música, los fuegos de artificio y la emoción, sintió por un instante que su madre la abrazaba.
- Gracias carnaval, gracias – murmuró, al mismo tiempo que sus otros dos hijos volvían a ella.
La Gardenia.
-
Nunca había tenido en mis manos una flor de Gardenia, ni imagine que esa
simple flor me llevaría por caminos filosóficos en los que nunca había
tr...
Hace 1 día.
4 comentarios:
¡Ay los abuelos, siempre en cada sueño infantil!
Hermosa historia querido Neto, mis felicitaciones y un abrazo grande. Me emocionaste.
mariarosa
Doña Mariarosa, muchas gracias! Tengo el ejemplar de "Acaso la vida" de Editorial Dunken, donde comparte antología con el amigo Néstor "Oso" Marinozzi, otro villense de ley. Felicitaciones también para usted. Saludos!
Es precioso.
Es una pintura con letras.
Cerquita de S.Jorge hay un pueblo que se llama Sastre super chiquito que hace del carnaval un culto, y hay generaciones protagonistas, y
todo el tiempo tu relato me recordó esa postal.
Un abrazo infinito :)
SIL
Gracias Neto por tu felicitación. ¿Te gustó el cuento publicado?
mariarosa
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