Versión con fondo blanco, para ojos sensibles

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14 de diciembre de 2011

El trayecto final

Hay lugares comunes, recurrentes, que se transforman en parte de nuestro cotidiano existir. Sin premeditarlo ni tampoco desearlo, de pronto comprendemos que pasamos gran parte del día en sitios donde si tuviésemos que elegir, no estaríamos. Es así que si sumamos los minutos, al término de una semana quizá hayamos estado horas viajando en colectivos, otras tantas esperándolos, unas más en las colas para pagar los servicios y una eternidad en nuestro puesto de trabajo.
Dónde menos estamos y disfrutamos, es allí donde nos sentimos bien, que puede ser nuestra casa, la de nuestra novia, amigos, padres o la canchita de fútbol del picado de los viernes.
Lo cotidiano nos supera, nos roba la vida con verdadero empeño de hormiga. Molidos, a la noche, nos arrojamos al abismo del sueño casi sin darnos cuenta que el mayor tiempo que pasamos bajo lo que consideramos nuestro techo, lo hacemos durmiendo.
Y el día, lo vivimos casi corriendo: para llegar a tiempo al trabajo, a realizar los trámites, porque quedamos en vernos con mengano a tal hora, con fulano más tarde; y vamos de un lado a otro, sin detenernos. A veces extrañamos los años de la infancia, sin responsabilidades y mucha inocencia, y otras, los de la adolescencia, con miles de nuevos mundos detrás de cada esquina. Hoy el mundo se nos antoja anodino, repetitivo, casi un karma.
Mientras transitamos desde la última parada del día hasta casa, repasamos si algo de lo que hicimos a lo largo de la mañana y la tarde valió la pena, si acaso una de las tantas corridas para llegar a tiempo tuvo como beneficiario a uno mismo. Caemos en la cuenta que no, que todo es por un motivo ajeno, nada se hace por el bienestar propio. Incluso, se nos hace imposible recordar cuando fue la última vez que hicimos algo para sentirnos bien. Si incluso llevarla a ella al baile es para que no se enoje o haga una escena, o ir a lo de los chicos a jugar al póker lo hacemos para que no queden en banda. ¿Visitar a los viejos? Y si, es lindo, pero también, la idea es no recibir reproches. ¿Una salida a pescar, con amigos? Si, pero siempre mirando de reojo el reloj, porque quedan cientos de cosas por hacer en casa que dejamos para el fin de semana.
No disfrutamos, perdimos el gusto por ello. Y tampoco entendemos cómo es posible que antes nos resultara tan habitual y fácil de lograr. Pensamos que es culpa de la edad, que los años han pasado muy veloz e injustamente, que no solo es la barriga cada vez más prominente o el cabello que escasea en mayor abundancia, sino también el espíritu más avejentando, como aprisionado por enormes pilares del tiempo. El ánimo decae, a la risa de antaño le cuesta más desprenderse de nuestro rostro cansado, la paciencia no es la misma, el humor se ha vuelto huraño y la imaginación ha dejado de remontar vuelto.
Consecuencias de crecer y resulta preocupante. En el sentido de no estar preparado, de no conocer las formas adecuadas para contrarrestar esos cambios. Nos miramos al espejo antes de ir a dormir y el señor que vemos reflejado nos parece una persona lejana, ausente. Sin embargo, la reconocemos al instante. Es la que convive con uno desde que se tiene memoria, pero al mismo tiempo, ha dejado de serlo hace rato.
Y ese tramo final en el colectivo, ese trayecto con el que cierra su jornada, es el que termina de darle el cachetazo final. En un horario, además, de los denominados “pico”, que lo obliga a viajar parado, observa con indignación a gente mayor de pie, asida a las barandas y haciendo equilibrio en cada vaivén del transporte mientras jóvenes indiferentes ocupan asientos sin mayor preocupación. Aquello lo enerva y lo llama a la reflexión, se siente más viejo aún, a pesar de no serlo en edad. Y cuando parece que no solo basta con un día ajetreada, el hecho de estar exhausto, los apretones o empujones dentro del colectivo, la falta de educación de muchos, lo escucha. No lo cree posible, pero es verdad. Su oído no miente, su cabeza no se siente acribillada por algo imaginario, aquello es bien real. Está en el aire, lo envuelve, lo aturde, lo machaca. Supone que a los demás les sucede lo mismo y que luchan por reprimir sus pensamientos, que intentan alejar su mente a otra dimensión. Pero él ha perdido la capacidad, ya no sabe abstraerse y la sociedad y sus nuevos modos recaen sobre su ser, casi como una lápida.
La música, esa puta música estridente. Ese chillido proveniente de un celular con parlantes, ese “chi qui chin” “chi qui chin” propio del oprobio, que arremete con irreproducibles y asqueantes “psh psh psh” y cuyos versos remiten al espanto, a la degradación más baja del vocabulario humano.
Ese sonido llega a su cerebro y lo traspasa. Es un hierro caliente en su oreja, es una herida sibilante en su condición ciudadana, es la falta de respeto que desborda el vaso de paciencia que lleva en su interior. Y estalla.
- ¡Si tenés ganas de escuchar música, ponete auriculares la puta madre que te parió!
Vaya si lo hace. Está colorado, respira agitado. Y entonces dos grandotes con sombreros de viseritas y equipos deportivos se ponen de pie tres asientos a la izquierda. A uno alcanza a verle el celular en la mano, del otro solo recuerda su cara prepotente y el puño cayendo.
Solo sabe que hizo lo que cualquier hijo de vecino hubiese hecho. Revoleó su portafolio y se lo encajó entre el cuello y la mandíbula. El puño quedó en el aire, la figura se desplomó hacia atrás como un árbol viejo y vencido por el viento, mientras el compañero de prepotencia se hacía a un lado, ahora temeroso por la reacción de la que era testigo.
Se hizo un silencio repentino. El mundo se detuvo dentro de ese colectivo, a cinco cuadras de su parada habitual. Pudo darse cuenta como cada uno de los pasajeros e incluso el chofer, habían detenido la respiración. La escena parecía extraída de una película de alto presupuesto, sentía que si se apresuraba podía girar en trecientos sesenta grados alrededor del joven desplomándose. Pero sobre todo, se sentía bien.
Entonces la gente atinó a una sola cosa: romper en aplausos. Las palmas batieron al grito de vítores por la hazaña. La música ya no sonaba para todos, el portador del celular la había apagado y estaba ayudando a su golpeado amigo a ponerse de pie, para abandonar el transporte en la siguiente parada. No era tonto. Sabía que la multitud apretujada estaba ganando un factor crucial: el sentido de la unión.
Los aplausos llovieron a lo largo de esas cinco cuadras y sintió la gloria acariciarle el ego. La paz recorrió su cuerpo y se sintió en paz con aquello que lo rodeaba. Algo de la vieja esencia seguía aún en al aire. Algo no había perdido.
Esa noche descansó con una sonrisa y una verdad: aquello que nos hace mal no es siempre culpa de los demás, sino, de uno mismo que lo deja avanzar.

5 comentarios:

Sebastián Elesgaray dijo...

¡Wow! Que buenooooooo... Me encantó. Me llegaste y tocaste una fibra de identificación en mí. Te mando un abrazo capo. :D

Con tinta violeta dijo...

Este relato muestra que se puede ser un héroe en medio de una situación cotidiana. ¡y como en cualquier parte del mundo millones de personas se sentirán representadas en esta descripción, y aunque no hayan llegado al punto del protagonista, comparten con él esa misma sensación.
Besos!!!

SIL dijo...

Que a pesar de los pesares, siempre hay esperanza.


Divino, Neto.

Un abrazo grande.


SIL

Netomancia dijo...

Don Flagg, me alegra lo que dice, es reconfortante despertar algo en un lector. Gracias! Un abrazo!!

Doña Tinta, no se si tanto como un héroe, pero si a alguien que hace lo que otros desean pero no se animan. Me van a culpar de instigar a la violencia jaja. Gracias! Saludos!!

Doña Sil, más que esperanza lo que hay aquí es determinación, saber que si uno no cambia las cosas, las cosas seguirán ocurriendo de la misma forma. Gracias! Saludos!!

mariarosa dijo...

Es cierto, no siempre sabemos reaccionar ante las agresiones, les dejamos el campo abierto a los malandrines de turno, por miedo o por no saber reaccionar.

Buena historia, real por ser de la vida misma y por lo bien narrada.

Un beso.

mariarosa