Pero a Mateo la idea le seguía pareciendo muy arriesgada. Y a pesar de todo, había dicho que si. El, que solo gustaba de bailar en milongas, si era posible cada noche, se encontraba agazapado dentro de un utilitario pequeño de vidrios polarizados, esperando que se diera la orden.
¿Pero cómo era que había llegado a esa situación? Si, su nulo carácter era quizá la razón principal, pero se habían presentado otras circunstancias, si es que podía llamarlas así.
El Tano podía ser una de las respuestas. Siempre fue una mala influencia. Desde pequeño, cuando cascoteaban a las hermanitas González, o molestaban a los niños del jardín que funcionaba en la misma manzana donde estaba su casa.
Había aparecido después de varios meses. Según sabía, estaba dejando pasar el tiempo, para que se enfriaran un par de enemistades que se había hecho por levantar apuestas clandestinas. Apareció de repente en La Crencha, donde iba a bailar los jueves, y como si esos meses no hubiesen transcurrido y al mismo tiempo, olvidara que había desaparecido debiéndole una buena guita, lo llevó hacia la barra.
- Mateo, me tenés que ayudar la semana que viene. Tengo un trámite.
La sola idea de tenerlo enfrente le daba un vuelco al corazón. Tenerlo cerca era sinónimo de vértigo, de problemas, de no saber como escapar. Ni siquiera valía la pena pedirle que hablaran más tarde, que Analía lo estaba esperando para bailar. El Tano no escuchaba. El Tano, en realidad, se cagaba en todos. Pero era el Tano. Su amigo de la infancia, de la adolescencia. Con el que más había compartido cosas a lo largo de su vida. Y por supuesto, el culpable de un sinfín de problemas.
- Tanito, mirá, depende... sabés que podés contar conmigo, pero estoy haciendo buena letra y...
- No se habla más Mateo querido. Te paso a buscar. Si es el martes por La Papirusa... ¿seguís yendo ahí los martes, verdad? Y si es el jueves, vengo acá.
- ¿Un trámite de noche, Tano?
El Tano sonrió. La pregunta estaba de más y Mateo lo sabía. Por más esperanza que albergara su corazón, la piedra de montaña será eternamente árida al tacto y el sol cegará siempre al que lo mire. Nada ni nada cambia, nunca jamás. Lo vio marcharse, mientras la música flotaba en el aire. Analía fue a buscarlo para salir a bailar, pero el desconsuelo atenazaba sus piernas.
Y ahora, allí en el utilitario, la sensación no se había disipado en lo más mínimo. Incluso, había crecido como un cáncer. Miró el reloj. Casi las tres de la mañana. Se imaginaba en la milonga, aprovechando el resto de energía para seguir moviéndose al ritmo del 2x4. Pero ni esa imagen le quitaba el miedo que galopaba con brío en su corazón.
No quería echarle toda la culpa al Tano. Pudo haber dicho que no y punto. O no aparecer ni el martes ni el jueves a bailar. Pero en el fondo sabía que quería estar. Su madre se lo había dejado en claro unos años atrás, tras echarlo de la casa: si defendía a su amigo era porque él era igual de delincuente. Podía ser verdad, o no. A veces se pensaba como un ángel protector del Tano, el que intentaba arrearlo por el buen camino. Y otras, se creía un tonto justamente por ese intento en vano. Pero como en las noches, alrededor de las mesas, era cuestión de seguir los pies del otro. Y él seguía los del Tano con armonía, como si fuese la dama de la pareja.
Algunos perros ladraban en un umbral cercano. No debía asomarse hasta tanto recibiera la orden, así que se mantenía abajo, con la cabeza casi sobre el asiento. El tiempo parecía hacerse eterno, prolongarse en cada partícula de aire que lo rodeaba. Su boca estaba áspera y pastosa. Casi no podía tragar saliva.
Y estaba el tema del dinero. De la ausencia del mismo, en realidad. Apenas si ganaba en la verdulería donde trabajaba algo como para poder invitar a Analía en las noches con uno u otro trago. Pero vivía al fiado, siempre suplicando unos días más para cubrir las deudas. El trámite del Tano podría brindarle un poco de aire, un respiro de unos meses. En la penumbra del utilitario sabía que responsabilizar al Tano no era la verdad en todo el asunto. Aunque reconocía que pensarlo así, le quitaba parte de la angustia que le carcomía el alma, más que nada al pensar en su madre, a la que no llamaba ni visitaba desde que lo echara de la casa.
Mateo se supo culpable de sus actos, de estar allí y de todo lo que pudiera pasar con su vida. La vida no tenía música de fondo. Cuando se estaba en el baile, se bailaba. No importaba cómo ni si se hacía bien o no. Por eso amaba las milongas, porque allí era otra cosa, allí sabía lo que hacía, era respetado por eso. En cambio, bajo las estrellas y la luna que alumbraba a todos por igual, era un don nadie, un tipo sin carácter que se metía en problemas por no saber hacer otra cosa, un perdedor sin prescripción.
La vida es una tortura en la que uno es el propio verdugo. Lo comprendia desde siempre, pero no conocía la salida para ese infierno. Sintió vibrar el teléfono celular en su bolsillo. Esa era la señal. Suspiró profundo y cerró los ojos. Las manos bañadas en sudor sacaron de la cintura el revólver y al fin se incorporó dentro del utilitario. Salió a la calle, recibiendo el abrazo de la noche como una mortaja milenaria. Cruzó la calle y dobló la esquina, tal como estaba pactado. Y dejó que la vida continuara, según lo que el destino había escrito para su existir en aquel arrabal de miseria.
La Gardenia.
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Nunca había tenido en mis manos una flor de Gardenia, ni imagine que esa
simple flor me llevaría por caminos filosóficos en los que nunca había
tr...
Hace 1 día.
4 comentarios:
Excelente Neto... Que gran historia la de Mateo y que interesante final...
El relato queda abierto, lo cual trae aparejado un sinfín de pensamientos a mi cabeza, que es lo mejor que me puede pasar después de leer una historia.
¡Saludos!
Preciosa historia y oscuro el final, como quien sabe que su destino es caer continuamente por una pendiente hacia lo mas profundo del pozo que no acaba...
Abrazos!
Está muy bueno.
La milonga y el delito, como las dos caras de la luna.
¨La piedra de montaña será eternamente árida al tacto, y el sol cegará siempre al que lo mire.¨
Esas dos imágenes son magníficas y cifran todo el relato, que es además de real, mucho más cotidiano de lo que quisiéramos reconocer.
Abrazos mil
SIL
Don Flagg, así es, abierto para imaginar lo que uno quiera. Lo interesante es el derrotero de esa amistad. Un abrazo.
Doña Tinta, un cuesta abajo que no se puede remontar, por más que uno sepa que está cayendo. Gracias! Saludos.
Doña Sil, muchas gracias. Me gusta también esa línea rescatada, intenta resumir que nada ni nadie cambia, por más que uno lo quiera. Saludos!
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