El obituario me llegó por correo, una mañana de mucho calor. Recuerdo haberlo presentido incluso antes de abrir el sobre que lo contenía. La carta escrita a mano que lo acompañaba era muy escueta, como hecha por obligación, quizás creyendo que el solo recorte de diario no fuera a ilustrarme de lo que había ocurrido.
Viajé un par de días después. Tomé un colectivo que tardó varias horas en dejarme de nuevo en casa. En mi ciudad. La que me vio crecer. En la que compartí mis juegos, mis primeros secretos, mis sueños nunca realizados.
Una suave brisa me recibió en una solitaria esquina. La mañana recién despuntaba y no había prácticamente nadie en las calles. A una cuadra observé gente esperando quizás un colectivo de fábrica. Pero nadie me vio a mí. Caminé escuchando mis pasos por las arruinadas veredas de mi Villa Constitución. Y a los pocos minutos me detuve frente a una puerta que estaba en todas mis noches.
La madera desgastada, con la pintura saltada. El mismo timbre, que otrora luciera alto e inalcanzable, ahora me contemplaba en pícara calma. Pero no funcionaba, hacía años que era un simple adorno. Las raídas cortinas se movieron tras la ventana. Me estaba esperando. Su abrazo fue amor y reproche al mismo tiempo. Nos enjugamos las lágrimas, casi con solemnidad.
Tomamos unos mates. Amargos, como antes. La vieja pava seguía siendo vieja y eso me brindó tranquilidad. Al mundo lo pueden sacudir terremotos, arrasar incendios forestales, devastar guerras, pero hay cosas que no pueden cambiar, al menos para estar seguro que nada de lo vivido fue producto de la imaginación.
En el patio, la antigua cerca estaba en su lugar. El gallinero también, aunque vacío. Por un momento, fue espiar el pasado. Tuve que cerrar los ojos y sujetarme con fuerza, los recuerdos me marearon, llegaron con una intensidad tan grande que estuvieron a punto de derribarme. De repente, había niños delante de mí y corrían y reían y eran tan felices… el sol los iluminaba y parecía jugar también con ellos; el mundo era de ellos, la vida no tenía límites, no había nada más...
El almuerzo estuvo bien y cómo no podía estarlo. No hay mejor comida que la que se hace en casa. Lo mejor fue la charla de la sobremesa. Me puse al tanto de todo lo que había pasado en este tiempo en la ciudad. La rotación de vecinos en el barrio, los arreglos en la plaza del centro, los conocidos que se habían postulado en cargos políticos que jamás me hubiera imaginado, los negocios que habían cerrado (¿en serio? preguntaba realmente sorprendido ante cada anuncio), los que habían abierto… ¡hablamos de tantas cosas que habían pasado!
Pregunté por mis amigos y supe de cada uno. Me alegré por ellos. No voy a ocultar que se me cayeron varias lágrimas, pero de felicidad más que nada. Quisiera verlos a todos, pero no creo que tenga la oportunidad. ¿Me querrían ver ellos? No sé, hace tanto que los dejé, que me fui y ni siquiera crucé una carta ni una llamada por teléfono. Es que uno se engaña, se promete para el otro día lo que no es capaz de hacer en el momento y ese demorar se vuelve eterno y tonto. La estupidez es lo que nos hace humanos, tristemente.
Tuve toda la tarde para reflexionar, para comprender lo que había hecho bien y lo que jamás podría remediar. Hubo más mates, masitas caseras, riquísimas, la misma receta de siempre, con el aroma que recordaba impregnando el aire de la cocina y el sabor de la manteca mezclada con una pizca de limón acariciando el paladar.
Antes que cayera el sol, salimos a caminar. ¡Qué hermosa estaba la ciudad! ¡Sus calles, las casas, el color, las plazas! Muchas sorpresas, más lágrimas, más recuerdos. Hasta el puerto cabotaje ya no era el mismo, ahora estaba lleno de vida. Autos por doquier, rostros que me parecen traídos de un pasado muy lejano y que me cuestan identificar. Nadie me reconoce. Raro sería si lo hicieran. ¡Han pasado tantos años!
Mientras el sol se oculta, voy sintiendo un hormigueo por dentro. Una sensación de pertenencia me asalta y me abraza. La ciudad se vuelve parte de uno sin que nos demos cuenta; se transforma en nuestro lugar en el mundo, en el refugio dónde reposan los recuerdos, las caras amigas, las infancias ausentes. La ciudad, al final de cuenta, es uno, somos todos. Y el sentimiento nos liga y estrecha, nos rodea y resguarda.
Quiero ver todo al mismo tiempo, abarcar todo con la mirada. Todo deslumbra, todo brilla. Todo es nuevo y a la vez no. Nostalgia y presente se funden en una misma realidad, en un mismo sueño. Y la noche que comienza a caer. Y con ella, viene el aire fresco. La necesidad de buscar el refugio del hogar.
Entonces, comprendo, es el momento de la despedida; del último abrazo, las últimas lágrimas secadas al unísono. El momento de decir adiós a todas las cosas, de ver y mostrar, las últimas sonrisas. Todo será recuerdo muy pronto.
Dice querer acompañarme. Quiero rehusarme, pero al final cedo. Entramos juntos al cementerio. Mi piel está fría. Suspiro profundo y le pido seguir solo. Me entiende y me deja ir, como hace muchos años atrás, cuando dejé la ciudad, cuando me fui de ellos, de todos. Otra vez, no le quedó opción. Supongo, derramó nuevas lágrimas. No tuve el valor de girar la cabeza.
Cerré los ojos y caminé lentamente y así, me fui perdiendo entre la oscuridad y la niebla de la joven noche del cementerio. Así me fui encaminando hacia la última morada.
Al fin de cuentas, lo sabía desde hacía mucho tiempo, solo que me costaba asumirlo. El que había muerto había sido yo. El obituario simplemente lo confirmaba.
La noche finalmente cayó con todo su peso y me borró de la realidad. Ahora soy parte de sueños, de recuerdos, hasta que un buen día, ya sólo quede el olvido. Hasta entonces, seré parte de la ciudad, de su gente, su memoria.
(Cuento seleccionado -uno de los dos- y publicado en el año 2008 para la antología "150 años de Villa Constitución", inédito hasta el momento en el blog)
La Gardenia.
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Nunca había tenido en mis manos una flor de Gardenia, ni imagine que esa
simple flor me llevaría por caminos filosóficos en los que nunca había
tr...
Hace 1 día.
10 comentarios:
Sí.
Es lo haríamos todos, si tuviéramos la oportunidad.
Morirnos cerca de la gente y las cosas primigenias y queridas.
¨Al mundo lo pueden sacudir terremotos, arrasar incendios forestales, devastar guerras, pero hay cosas que no pueden cambiar, al menos para estar seguro que nada de lo vivido fue producto de la imaginación.¨( GENIAL :)
Un abrazo, Netuzz
SIL
Me falto un ¨que¨- Ponelo por ahí donde va :)
¡Que cuentazo!
Cuanto sentimiento derramas en estás letras. Llega al lector, creo que todos nos vemos en algún momento, protagonista de los momentos que relatas.
Un beso.
mariarosa.
Sensible, solemne y con la elegancia de los relatos que permanecen en nuestra memoria. Lo seleccionaron. No creo que a nadie se le pudiera pasar por la cabeza que un relato así no debiera estar entre los ganadores.
Genial Neto. He disfrutado leyendolo.
Besos!!!
Escribiste:
"el sabor de la manteca mezclada con una pizca de limón acariciando el paladar"
Por frases como estas ya vale la pena leer este cuento y no es pena. Es regocijo por la literatura.Sos un grandísimo escritor.
Este cuento podrias ponerlo y cerrar luego el blog.Ya está.
¿para qué mas?¿qué más se puede hacer después de hacerlo todo?
¡Qué buen cuento! ¡Qué escritor que tiene Villa Constitución!
Saludos.
Doña Sil, uno siempre vuelve a los lugares que amó, sin dudas. Gracias!
Doña Maríarosa, muchas gracias. Que ese sentimiento lo vea reflejado en el texto es el mejor halago. Saludos!
Doña Tinta, muchas gracias. Lo seleccionaron, si, y a mi me gusta más ahora que cuando lo escribí. Saludos!
Don Felipe, ud dice? Ja. Muchas gracias! Es una alegría que guste y de esa forma. Un abrazo!!!
Doña Mariela, no es pa' tanto! Chas gracias!!!
Y perdonen la falta de tiempo de visitar blogs, ya será todo ello subsanado en breve!!!
Gracias otra vez!!!
Maravilloso Neto. Muy conmovedor. Los recuerdos contados maravillosamente.
Muy cálido y triste al final.
Gracias Carla! Muy lindo comentario! Saludos!!
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