Casi un día común, como cualquier otro. El sol saliendo del este, las fragancias de la mañana entrando por la ventana, ella preparando el desayuno para su hijo, los cinco minutitos juntos en la mesa de la cocina, esa caminata hasta la puerta de calle y la espalda de su pequeño alejándose, hacia la escuela.
Luego la rutina, la ropa para lavar, las camas para tender, las compras en el almacén de la esquina, barrer la entrada de la casa, sacudir las alfombras… la mañana se va volando.
El teléfono la devuelve a la realidad. Por primera vez desde que se fue su hijo, hace una pausa. Se acerca hasta la mesa ratona donde está el aparato y lo atiende. No espera escuchar a nadie en particular, pero aquella voz la atemoriza. El timbre grave parece flotar en la línea telefónica y la hace estremecer.
Pregunta por su apellido de casada y ella no puede mentir. Su esposo es médico y está de guardia, su hijo se ha marchado al colegio y ella está sola, se siente indefensa. La voz dice conocerla. Tiembla en la soledad de su hogar. Quiere correr a cerrar las ventanas, asegurarse que la puerta está cerrada con llave. Pero no puede, está paralizada.
En ese instante, la voz menciona a su hijo. Al escuchar su nombre siente que una estaca atraviesa su corazón. El interlocutor le dice lo que temía escuchar: “Lo tenemos con nosotros”.
Se desespera y busca el celular con la mirada. En algún lugar lo dejó, no debe estar lejos, piensa en que puede mantener al habla al secuestrador e intentar hablar con su marido o la policía por la línea móvil…entonces la voz se muestra tajante y advierte: “Monitoreamos su celular, una llamada, un mensaje de texto y su hijo pasa a mejor vida”.
Le arde el estómago, siente que le falta el aire y el corazón le palpita furiosamente. En la cabeza reina el desorden y no hay ideas, solo confusión. Quiere dejarse caer, cerrar los ojos y desmayarse, pero teme las consecuencias. “Mi hijo, mi hijo” piensa en todo momento, mientras sigue el tren de las palabras que ese tono grave le dicta desde el otro lado.
Las instrucciones son claras y comienzan con “nada de policías, ni familiares” y terminan con “al nene lo salvás vos y nada más que vos”. Entre esas oraciones, el suplicio.
Tomó nota de cada cosa, tomó la cartera, la tarjeta de débito y salió a la calle. Debía mostrarse serena, tranquila. Le advirtieron que la estaban vigilando y la obligaron a que no saliera con el teléfono celular. Miró sus apuntes. La letra nerviosa, levemente inclinada hacia la derecha, indicaba el orden de los bancos a los que debía ir.
Visitó cuatro cajeros automáticos de los alrededores y retiró dinero de cada uno. En la libreta figuraba el siguiente paso: ir hasta varios kioscos y comprar en ellos tarjetas telefónicas, las de mayor valor.
Compró todo lo que pudo con el dinero retirado y se dirigió a una cabina telefónica que le habían indicado. Agitada, casi sin aliento, tomó el tubo y marcó un número. Había hecho todo lo que le habían pedido, sin meter en el medio a la policía. Solo quería a salvo a su hijo, nada más.
El teléfono sonó varias veces, poniéndole de punta los nervios. Estaba a punto de llorar cuando escuchó la voz del otro lado de la línea. Un escalofrío recorrió su ser. “Quiero a mi hijo” balbuceó, pero como respuesta le pidieron que dictara número por número los códigos de las tarjetas telefónicas.
Estuvo casi veinte minutos al teléfono. La hostigaban amenazándola con que si algún número era incorrecto, iba a pagar la equivocación con la vida de su niño. Le costaba leer y hablar, presa de los nervios y el pánico.
Cuando llegó a la última cifra, dijo que ya no había más. La línea se cortó de inmediato. Volvió a llamar al número, pero le daba fuera de servicio. Se tomaba la cabeza, aún tenían a su hijo. Quería encontrar una comisaría. ¿Y si aún la estaban observando? Pasó caminando por la puerta de una dependencia policial, pero siguió de largo. No sabía que hacer.
Se tomó un taxi y volvió a su casa. Marcó desde allí el número, pero seguía apagado. No se animaba a llamar a su esposo. Caminaba de un lado hacia otro. Buscó en sus cajones unos viejos valium que tenía y se los tomó. Miró la hora, casi mediodía. El tiempo había pasado volando y a la vez no, porque se había transformado en una pesadilla de la que no podía salir.
Salió a la calle, buscó aire para sus pulmones y se quedó allí, sin saber cómo reaccionar. Se dio cuenta que no estaba preparada para una situación así. Se llevó las manos al rostro y lloró desconsoladamente.
- ¿Mamá, que te pasa?
La voz de su hijo o la de un fantasma. No podía discernir en medio de la desesperación. Sintió un brazo rodeándola y entonces, recién allí, quitó las manos que tapaban sus ojos y vio que la persona que la abrazaba era realmente su hijo.
- ¿Pero… cómo Miguel, cómo es que te escapaste?
Su hijo la miró con desconcierto y luego consultó en su reloj la hora.
- Si son más de las doce y media mamá, salí recién de la escuela. ¿Te dijeron que me escapé?
Ella no comprendía. Aún temblaba y la cabeza comenzaba a machacarle como un martillo.
- Es que… temprano… llamaron y… - quiso dar una explicación, pero se rindió ante el sonido de su propia voz.
La habían engañado, le habían robado a través de un teléfono, sentados vaya saber donde, desde la comodidad del anonimato y la desesperación de una madre. Para entonces estaba llorando otra vez, pero ahora era una mezcla de impotencia, desorientación y bronca, pero ante todo, de agradecimiento, porque su hijo estaba bien, porque no le había pasado nada.
Si bien nunca estuvo en peligro, en su mente si. Y es allí donde, a pesar de todo, la vida sigue su propio curso, para bien o mal.
La Gardenia.
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Nunca había tenido en mis manos una flor de Gardenia, ni imagine que esa
simple flor me llevaría por caminos filosóficos en los que nunca había
tr...
Hace 1 día.
6 comentarios:
Un llamado desde la cárcel de Coronda.
A mi marido le dijeron que tenían a Patricia, su hermana más chica.
Le pidieron $600 pesos en tarjetas telefónicas, fue al local y la empleada no se las quiso vender sin autorización de la dueña, que no estaba.
Cuando fue a otro local del pueblo, el hombre que lo atendió lo vio tan asustado que le preguntó qué pasó.
El se lo contó y entonces el señor le dijo que se trataba de un secuestro virtual.
Entonces volvió a casa y llamó a la hermana a Rosario al celular y ella lo atendió.
Desde las 3 de la tarde a las 6 pasó hace 5 años, y todavía no nos pudimos olvidar...
Ta bueno que escribas estas cosas.
Siempre hay alguien que no sabe, y que leyendo, es advertido.
:)
UN abrazo, NETITO
SIL.
Tengo un 911 en planta alta.
¡Una dolorosa realidad!
Buena historia, que no es cuento, aún sucede y es bueno lo públiques. Excelente trabajo.
Un beso.
mariarosa
uffff, vaya susto...el relato está muy bien llevado. Me encantó. Es un horror que estas cosas sucedan. Está claro que en este mundo convive lo mejor y lo peor del ser humano...Y es una pena porque ello nos hace andar desconfiando de todo el mundo.
Besos!!!
Un cuento real. las dos lineas del final me parecieron increibles. Porque realmente es así.
Doña Sil, vaya historia, conste que nunca me lo contó! A veces para inspirarse, hay que leer un rato el diario. Así de simple, así de triste. Saludos!
Doña Mariarosa, así es, dolorosa, actual. Gracias! Saludos!
Doña Tinta, quizá no de todos, solo de los que andan por mal camino jaja, cómo si fuera fácil identificarlos, no? Hoy en día están en cualquier esquina. Gracias! Saludos!
Carla, muchas gracias! Si, parece real, quizá similar a tantos casos que escuchamos o leemos por ahí. Saludos!
Cosas que pasan en el mundo de hoy. Puestas con el suspenso y la prosa néticos.
La última oración, para coleccionar.
Abrazo
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