La ciudad le pasa a su lado, y él, indemne al viento, olvida el sueño y emprende el camino. Lento. Desganado.
Por un momento, soñó ser pájaro. Viajar muy alto, ver todo con los ojos de un dios, caer en picada y sentir el cielo huyendo. Soñó con ser libre.
Ya con los ojos despiertos, deja atrás la calle que cada mañana lo ve partir. El sol abraza fuerte la tierra, la quema y el ardor se eleva en el aire. Está de nuevo en la tierra de sus días, de la que nunca despegó.
Cada día es un nuevo intento por vivir. Y para ello, debe sobrevivir. Triste juego de palabras que da por resultado realidad. Y en su tormento diario, el peso de ser alguien que no quiere ser.
Con existir no le alcanza, quiere ser una ilusión. Pero debe conformarse con ser una justificación. Debe ir a su trabajo, cumplir un horario, volver a su hogar y comprender. Comprender que hay un mundo alrededor. Y ese mundo es el que gira olvidándose de él. Como un carrusel sin sentido, que amontona polvo y engranajes desgastados en un último viaje circular. Pero interminable, cual pesadilla.
La vereda lo arrastra en la agobiante mañana. La ciudad camina a su lado, pero en sentido contrario, sin detenerse. Rostros conocidos, miradas familiares que despiertan cientos de recuerdos. Pero todos muy lejanos, como que llegaran de otra galaxia, de otra vida y no la suya.
Y en el repetir de sensaciones, esa soledad falsa, agobiante y descarada, que se infiltra en las grietas del inconsciente. Le oprime el pecho y clava puñales en el resto del cuerpo. Son aguijonazos. Pequeñas muertes. Pero desaparece como por arte de magia, el dolor llega y se va. Acaricia la herida, lame la sangre como un vampiro enamorado y elude cualquier pensamiento, para no volver. Y llega otro dolor, porque nunca es el mismo. Y la historia, minúscula, casi imperceptible, arrasa una y otra vez.
Y es allí, en esa interminable serie de compases que no escucha, de una música que nadie jamás ejecutó, donde desaparece para no ser más él. Y se transforma en el obrero que camina hacia su jornal.
Entonces, su verdadero yo, el que anhela ser libre, se encarama en el primer rayo de sol y le roba las alas a un espejismo y sueña.
Sueña que vuela y se funde en el cielo azul, dejando atrás el calor sórdido del infierno que baila bajo sus pies. Y suave, se confunde con una brisa y desparrama su ser sobre la ciudad. Allá abajo camina alguien hacia su trabajo y otros miles y miles con vaya saber que intención. En el aire, su corazón cobra vida porque él es libre, y la ciudad, cada vez más chiquita, parece sin embargo mucho más grande.
La Gardenia.
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Nunca había tenido en mis manos una flor de Gardenia, ni imagine que esa
simple flor me llevaría por caminos filosóficos en los que nunca había
tr...
Hace 2 días.
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