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18 de diciembre de 2019

El laberinto y yo (ilustración de Fabricio Garfagnoli)

La pesadilla comenzó al poner un pie en el laberinto del parque, donde había prometido llevar a mis hijos. No éramos de ir muy seguido, pero de vez en cuando, un sábado o domingo, nos subíamos al auto y pasábamos el día aprovechando las bondades de una entrada general todavía accesible y que permitía utilizar todos los juegos, sin necesidad de un centavo extra.

Mi mujer llenaba tres termos, preparaba el mate, elegía cuidadosamente las galletitas dulces de la preferencia de cada uno y así nos asegurábamos una jornada amena, provistos de lo necesario para merendar y lograr que la armonía familiar se trasladase también al parque.

El laberinto era la nueva atracción. Lo promocionaban como natural, con arbustos y ligustros enormes y bien podados. En el folleto publicitario lo definían como un laberinto barroco, con varios caminos sin salida y solo un punto correcto donde salir. Y debo confesar, estaba más entusiasmado que nadie.

Entramos los tres, mis dos hijos y yo (mi mujer prefirió alimentar a los flamencos de un estanque cercano) a las cuatro de la tarde con veinticinco minutos, de ese primer sábado del mes de septiembre de hace siete años. Recuerdo exactamente la hora, porque nos propusimos tomar caminos diferentes y competir por ser los primeros en salir del laberinto.

Observé a Jaime corretear hacia la izquierda y a Mauro doblar en una bifurcación a la derecha. Fue la última vez en mi vida que los vi. Confiado en mi instinto, tomé un corredor por la izquierda, luego giré dos veces a la derecha, volví hacia la izquierda y allí me topé contra la primera vía muerta del recorrido. Lamenté esos minutos que irremediablemente perdería, aunque aún me tenía fe en ser el primero en encontrar la salida.

Estoy seguro de haber avanzado hacia la derecha, girar tres veces consecutivas hacia la izquierda y…, bueno, a partir de allí ya no estoy seguro de nada. Finales abruptos, giros imprevistos, recodos, arbustos en lugares imposibles. Perdí la paciencia, la noción del tiempo, la compostura. Llamé a gritos, pero jamás me crucé con ser viviente alguno. Corrí, caminé, anduve de rodillas. El cielo se llenó de estrellas con la luna majestuosa observando impávida, para luego, horas más tarde, dejar su lugar al sol prepotente, astro rey indiferente. Y la sucesión de ambos me fue dando la pauta que los días seguían su marcha inevitable, mientras mi presencia se limitaba al andar de un lado a otro dentro de un laberinto demoníaco en cuyas fauces me veía atrapado, cual pesadilla infantil de la cual esperaba despertar de una buena vez y totalmente mojado entre las piernas.

Ilustración de Fabricio Garfagnoli

Pero no fue así, no desperté, porque aquello era real. Sentí como el hambre comenzaba a atravesarme. Resignado, arranqué raíces de los arbustos y me alimenté con rabia y desesperación. Los días de lluvia atesoraba el agua como una bendición. Vagaba sin parar por los caminos entreverados, llenos de corredores interminables, delimitados de verde en todas partes y anclados en el fondo de un cielo que se repartía entre celestes, blancos, grises y negros.

Mis días fueron muchos. La cordura fue dejándome en un punto que hoy no creo recordar. Olvidé de a poco los rostros de mis hijos, de mi mujer, de la gente que quería. No dejé un solo día de ir y venir por el laberinto, pero estoy seguro de no haber repetido jamás un camino, como si cada uno de ellos fuera único e irrepetible.

Siete años vagué sin sentido, con el cuerpo hecho hilacha, las mandíbulas flojas, los ojos desorbitados, el cabello y la barba largas como imaginé siempre la de Noé o el propio Moisés. Podía verme los huesos a través de la piel. Estaba jadeando cuando al fin, tras siete años de perdición, de laberíntico anonimato, observé atónito y casi sin comprenderlo, la abertura al final del camino con enormes seis letras talladas en madera. Las primeras letras que veía en largo tiempo. Las letras que tanto anhelaba encontrar: Salida.

La gente se horrorizó al verme. Llamaron a los de seguridad, me interrogaron sobre mi estado, me preguntaron mis datos, pero entre tanta verborragia ajena fluyó la ironía contenida, el llanto patético, las emociones perdidas en el cuerpo de un ser cuya mente se había transformado en su única compañía y a la vez, en su peor enemigo. Lloré y reí, como un demente. Así deben haberme creído. Pero un guardia llegó corriendo con un panfleto muy viejo, casi arrugado, que guardaba vaya a saber dónde. Era sobre una persona desaparecida en el parque, hacía tiempo. Y en la foto, estaba mi rostro, o al menos, el que alguna vez había sido.

Ante la revelación, me llevaron con médicos, me alimentaron, vistieron. De a poco quisieron conocer la historia, saber dónde había estado. Confundido e intentando recuperar el habla, fui buscando la forma de hacerme entender. No aceptaban los hechos como se los contaba. Y era lógico: ¿quién podría hacerlo?

Ayer me dieron de alta en el hospital. He repetido desde hace una semana la historia mil veces. Podría contar con los dedos de una mano a aquellos que sinceramente creyeron mis palabras. Apenas dos días atrás me revelaron que fui dado por muerto oficialmente tres años después de haber desaparecido. Y que mi mujer y mis hijos se mudaron lejos, y que ella ya estaba casada nuevamente y que había tenido mellizos el invierno último. Estoy seguro de que se enterarán tarde o temprano que he vuelto, pero hoy siento que mi presencia en sus vidas sería un estorbo. Aprendieron a vivir con mi muerte. Mi supuesta muerte.

Entre que salí del hospital y este momento, he comprendido que nada me queda. En el barrio todo ha cambiado y ya ni casa tengo. Mis padres fallecieron al poco tiempo, mi hermano se suicidó el año pasado y de mis amigos, pocos han quedado en la ciudad y seguramente han borrado de su mente todo lo relacionado a este muerto viviente, hoy resucitado, o, mejor dicho, escupido al fin por el laberinto que se lo había tragado. Este demente, como muchos piensan.

Y aquí estoy, sentado en un banco de piedra, mirando las siete letras talladas en madera que me abren paso a ese infierno que hoy considero el lugar más seguro. Dejaré este escrito aquí mismo, para el que quiera leerlo. Mi mente y mi cuerpo van otra vez hacia ese laberinto de pesadilla. Pero esta vez no voy solo. Un calibre treinta y ocho va en mi bolsillo.

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