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26 de mayo de 2019

El antojo

Tenía un antojo. Simple, es verdad, pero no había un solo chocolate en toda la casa. Miró la hora y era casi la medianoche. El kiosco que estaba pegado al edificio cerraba más temprano. Se volvió a acostar, contrariada.  Trató de dormir pero estaba incómoda, daba vueltas bajo las sábanas, acomodaba la almohada a cada instante, hasta que malhumorada encendió la luz y se sentó en el borde de la cama. Agarró de mala gana el celular que reposaba sobre la mesa de luz y buscó en los contactos el número de un delivery. Quería un chocolate e iba a conseguir un chocolate.

Bostezó con toda la boca, como si se fuera a comer una ballena. Hacía diez horas que estaba encima de la bicicleta, el cansancio era evidente. La enorme mochila cuadrada que llevaba en la espalda se había convertido desde unas horas antes, en una verdadera carga. Quería ir a dormir. No podía quejarse, había sido un día productivo, había hecho muchos viajes. El celular vibró. Un nuevo pedido. Podía tomarlo o dejarlo. Miró la hora. Llegaría a su casa extenuado y por la mañana tenía facu, pero necesitaba la plata. Aceptó y se puso a leer la pantalla para saber más del pedido que debía hacer.

Había subido al auto una hora atrás y el único viaje que había logrado hacer, fue de diez calles. Estaba consumiendo el combustible dando vueltas de un lado a otro, por arterias transitadas pero sin potenciales pasajeros. Cada tanto veía gente subiendo a coches sin pintar de negro y amarillo y sospechaba que eran vehículos de alguna de esas aplicaciones que le quitaban el trabajo. Los puteaba con bronca a través de la ventanilla baja, a la pasada. En cada semáforo trataba de calmarse, concentrándose en la fotografía de sus hijos, que llevaba colgada del espejo retrovisor. Pero entonces veía a su pequeña, que en seis meses cumpliría los quince y volvía a recordar que el dinero no le alcanzaba para hacerle una fiesta. Entonces, apretaba el acelerador y salía disparado con la luz verde, tratando de alcanzar un pasajero antes que otro taxi se lo arrebatara.

Le costaba creer que hubiese gente que pidiera un delivery por solo un chocolate, pero no era la primera vez que le causaba gracia algún servicio. Una noche había tenido que alcanzar a una dirección una caja de preservativos. Se reía de solo recordarlo. Compró el chocolate en un maxi kiosco del centro y ni siquiera lo guardó en la mochila. Lo puso en el bolsillo del pantalón, para tenerlo bien a mano, entregarlo de inmediato, cobrar y retornar a su casa. Tenía al menos cincuenta minutos de pedaleo antes de desplomarse sobre su cama. Lo bueno era que estaba a dos cuadras de su destino. Dos...

Otra esquina vacía, y otra más. La situación estaba igual para todos. Por eso es que de tanto en tanto se encontraba con dos taxis tratando de estacionar delante de un mismo pasajero que había hecho seña. No quería llegar a esa situación, si veía a otro taxi mejor ubicado, resignaba la posibilidad. Pero cómo venía la mano... se replanteaba si no tendría que actuar de la misma manera. Entonces, a una cuadra y media, vio un grupo de jóvenes asomadas al cordón de la vereda, mirando a lo lejos. La experiencia le decía que estaban esperando un taxi. Al fin un viaje, pensó. Al fin...

Estaba tirada sobre la cama, pero se había vestido. De un momento a otro le tocarían el portero y tendría que bajar. Ya tenía la tarjeta preparada, para bajar rápido. Pero el sueño la estaba venciendo, si no llegaba rápido el delivery, se iba a quedar dormida. Se obligaba a mantener los ojos despiertos. Podría ponerse de pie, bajar y esperar abajo, pero no tenía ganas. El sonido del tránsito que llegaba desde la ventana, solía sobresaltarla, pero ni siquiera el sonido de las ambulancias que se escuchaba le llamaba en ese momento la atención. Estaba apostando, inconscientemente, entre quedarse dormida y sucumbir a su capricho o ganarle la batalla al sueño y obtener como recompensa el chocolate. Aunque dos minutos después, se durmió profundamente.

- Para mí que el delivery iba con auriculares, porque la frenada me hizo asustar de lo fuerte que se escuchó.
- Cruzó la calle y no lo vio, oficial. El pibe iba por la senda de las bicicletas y el taxi se lo llevó puesto.
- La verdad, no sé que pasó, cuando llegué el muchacho de la bicicleta estaba tirado por allá y el tachero estaba afuera del auto, agarrándose la cabeza. 
- Mírelo, tiene un ataque de nervios. No es para menos, no todos los días se mata a alguien. A mi me pasó una vez, hace como treinta años, si tiene un momentito, le cuento...


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