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7 de febrero de 2019

Pasos

El salto al vacío no fue un impulso suicida que llegó de la noche a la mañana, fue un sinuoso camino que comenzó ese mismo día, en aquel trayecto al trabajo, que lo cambiaría todo.
Sucedió a mitad de semana, una mañana que decidió salir hacia el trabajo con el tiempo necesario para ir caminando. Habitualmente se tomaba el colectivo o agarraba la bicicleta. Pero el viento fresco que entraba por la ventana y las energías renovadas por un suculento desayuno, le dieron los motivos necesarios para ir a pie.
En esas horas tempranas las calles estaban desiertas. Al menos en su barrio. Eran pocas las personas que podía encontrarse caminando. Alguna vecina de sueño ligero, que aprovecha para barrer la vereda, o los laburantes que se quedaban dormidos y perdían el transporte de la fábrica y tenían que caminar con desgano hasta la avenida para tomarse un colectivo que los acercara.
Los pájaros, trinaban de árbol en árbol, algún que otro felino regresaba a su hogar luego de una noche de ajetreo, los perros callejeros olfateaban los canastos de basura esperanzados en alguna sobra caída. Esa mañana, en particular, la brisa era hermosa. Podía apreciar el sonido de sus propios pasos. Y fue justamente estando atento a los suyos, que escuchó los otros.
Pasos más pesados, apurados, generados a su espalda. Giró sobre su cintura, asustado. Pensó en algún ladrón tomándolo por sorpresa, y con seguridad, a punto de golpearlo. Pero al darse vuelta, no se topó con nadie. Y sin embargo, a su lado, sintió el jadeo de alguien que pasaba.
Se estremeció, buscó el resguardo de la pared más próxima y se apoyó con fuerza, la espalda contra el material, la mirada al frente. Un par de perros gruñeron al aire y un gato trepó apurado a un árbol. Ya no escuchaba los pasos. En realidad, ya no escuchaba nada. Ni siquiera los pájaros cantaban.
Fueron treinta segundos en los que las palpitaciones en su pecho eran lo más parecido a un sonido que podía percibirse en el aire. Por suerte, el motor ronroneante de la motito del repartidor de diarios le devolvió algo de tranquilidad. Aprovechó para despegarse de la pared y apurar el paso. Pero no podía dejar de mirar hacia un lado y el otro, por encima del hombro derecho y el contrario. Incluso tropezó un par de veces, debido a avanzar de manera atolondrada. Pasó por un par de vidrieras y vio su reflejo. Estaba pálido. Si quería ir en colectivo, debía volver todo el trayecto y dirigirse hacia la dirección opuesta. No pensaba retroceder, mucho menos pasar nuevamente por esa vereda.
¿Pero qué era lo que lo había asustado? ¿Haber creído escuchar algo o no haber encontrado nada? No había sido su imaginación, había escuchado los pasos y también el jadeo. Se había alejado dos calles del sitio y sin embargo, algo iba mal. Estaba parado otra vez en la esquina de la misma cuadra. Podía reconocer con claridad los árboles, la vereda y la pared donde se había apoyado. No podía ser cierto. No había retrocedido, no había doblado la esquina, no podía estar llegando, entonces, otra vez por el mismo lado.
Pegó media vuelta, cruzó la calle y prácticamente trotó. Si, volvería entonces el trayecto y se iría a tomar el colectivo, ya no tenía que pasar por delante del lugar donde había sentido los pasos y...
Otra vez estaba en la misma esquina. Nuevamente tenía por delante el tramo que tanto lo asustaba. A lo lejos escuchaba el andar de la motito del diariero, repartiendo casa por casa el ejemplar recién impreso del semanario de la ciudad. Lo buscó con la vista, pero no supo identificar de dónde provenía el sonido.
Miró la hora en el celular. Apenas habían pasado cinco minutos desde que había salido de su casa. A él le parecía una eternidad. Se pediría un taxi, claro que sí. Un maldito y caro taxi, para ir al trabajo. No le importaba en realidad lo que le saldría. Tenía grabado el número en la libreta de contactos. Puso marcar, el número se agigantó en la pantalla y luego desapareció. Comprobó la señal y tenía todas las rayitas. Volvió a marcar, pero el número no llamó. Puteó en voz alta. Quiso buscar otro número de teléfono en internet, pero el navegador le devolvió un tenebroso "no se puede mostrar la página".
Tomó coraje y avanzó unos pasos. El gato y los perros estaban echados cerca del cordón de la vereda, juntos. Lo observaban con atención. Ya no parecían asustados. Los pájaros permanecían en silencio. Pero llegó un punto en que se detuvo. Vio algo moverse con el rabillo del ojo. Lentamente giró hacia la calle. Detrás de un árbol parecía haber alguien. Quizá era el ladrón, quizá estaba escondido esperando asaltarlo. Respiró hondo y retomó su camino, apretando el paso. Podía sentir el esfuerzo en los músculos de las piernas y la tensión en la mandíbula. Estaba apretando los dientes, resoplando sin parar. Entonces, los volvió a escuchar.
Esta vez no se giró, mucho menos se detuvo. Empezó a correr como poseído. Los pasos se aceleraron a su espalda. Un par de veces sintió incluso como que alguien quería sujetarlo de la ropa. Arrojó manotazos hacia atrás en plena carrera, que no golpearon nada ni a nadie. Corrió velozmente cruzando las calles sin mirar, saltando temerariamente los charcos de agua antes de los cordones de las veredas. Podía escuchar todavía los pasos que lo seguían. Las calles seguían desiertas, las persianas de las viviendas del barrio aún estaban bajas. Esa mañana parecía que ninguna viejita había madrugado para barrer afuera y todos los obreros de las fábricas habían tomado puntuales sus transportes.
Cada dos cuadras la vereda volvía a repetirse. ¿Cuántas veces había pasado por ahí? ¿Cuatro, cinco? Por más que doblara hacia el otro lado, que eligiera una esquina diferente, que se lanzara a contramano por la calle, siempre terminaba en la misma vereda.
Había visto el pasillo de un PH en dos ocasiones. La tercera vez que pasó por delante, se metió sin pensarlo. En el pasillo los pasos cesaron. Desembocó en una puerta de chapa, con rejas en la parte inferior. Extenuado, miró hacia atrás. Nadie venía por él. El sudor le bañaba el rostro. Se tocó la camisa y la notó toda mojada. Sacó el celular del bolsillo y volvió a marcar, ahora a la policía. No tenía señal. Se quitó la mochila y hurgó entre sus pertenencias. Un desodorante, una camisa limpia, auriculares, formularios sin completar, la billetera, una libreta de almacenero y una lapicera. Lo más parecido a un arma, era la maldita lapicera.
Golpeó la puerta, impaciente. En cualquier momento sentiría los pasos en el pasillo, estaba seguro de su suerte. Insistió dándole puños a la chapa, pero nadie contestó. Sorprendido, porque no se le había ocurrido antes, manoteó el picaporte. La puerta estaba abierta. La abrió, se metió del otro lado y la cerró con fuerza. Aquello era un descampado. No había paredes por ninguna parte. Salvo los que lindaban con la puerta, que vistos desde allí parecían un enorme y largo paredón.
Cruzó el descampado y más allá vio una calle. Trotó resoplando, siendo consciente de su magro estado físico. A lo lejos vio al diariero repartiendo el semanario. Le gritó, agitó los brazos en altos y casi suplicó que por favor mirara hacia dónde estaba, mientras avanzaba entre el pastizal alto y seco de aquel lugar. Al llegar a la calle, la motito ya se había perdido lejos. Ahora tenía tres caminos posibles. Hacia la derecha, hacia la izquierda o adelante, cruzando la calle. Aquello era una T. Y cada esquina, era la misma.
Detrás suyo, escuchó los pasos desplazándose entre los pastizales. No iba a mirar, no lo iba a hacer. Y salió corriendo.
Eligió cruzar la calle. Y siguió corriendo. Pasó por delante de los animales que lo seguían observando, y siguió corriendo. Pasó de largo el pasillo que daba al descampado. Cruzo otra calle, dobló la esquina, y otra vez aquella vereda. Se detuvo, con la boca abierta, casi sin poder respirar. El ruido de los pasos comenzaba a acercarse. Entonces, por fin, una señora mayor, escoba en mano, salió a la vereda.
- Buen día, mijito. Veo que ha corrido. ¿Quiere pasar por un paso de agua?
Se olvidó de la cortesía, se olvidó de los modales, hizo a un lado a la mujer y se metió dentro de la casa. Pero allí, lo único que había, era un precipicio enorme. Y entonces, sin dudarlo, saltó.
Lo dejó todo anotado en una libreta de almacenero, esas chiquitas con espirales. La encontraron debajo de su cuerpo, empapada de sangre.
A nadie le importa cuando la escribió.

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