Versión con fondo blanco, para ojos sensibles

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24 de marzo de 2016

Frutilla

La melodía destila recuerdos, aromas, sabor a infancia. Llega a sus oídos desde el otro lado del parque mezclada con el trinar de las aves barulleras en las copas de los árboles. Un par de chicos se disputan una pelota bañada en barro, mientras otros tantos aguardan recelosos cerca de lo que pretende ser un arco y que para cualquier distraído, solo son dos montones de remeras. Sus voces también se confunden con los demás sonidos, pero en un diálogo tácito casi difícil de explicar. Cómo si la vida entablara una conversación abstracta y universal, con un código secreto, vivo, palpitante.
El hombre cruza el verde césped dejando atrás las hamacas, el sube y baja y el tobogán. También la improvisada cancha de fútbol y el arenal para los más pequeños. Ya puede divisar el tránsito detrás de los árboles, los coches yendo y viniendo a gran velocidad sobre la avenida, pasando inmutables ante tanta belleza. No se da cuenta, pero sus labios se mueven al compás del tarareo de esa melodía que lo llama.
Cuando llega a los árboles, lo ve. El heladero avanza lentamente en su bicicleta, pedaleando casi con desgano, la mirada viajando de un lado a otro, buscando un posible comprador. La melodía pegajosa, casi una caricatura de la obra de Beethoven pero al mismo tiempo, una obra en sí misma, se hace más vívida. Cada nota es una invitación a correr hacia la bicicleta. Y eso hace el hombre, agitando una mano en el aire con el brazo extendido casi en forma de súplica.
El heladero sonríe. Siempre lo hace. No necesita mayor información, porque se detiene y aguarda. Por las dudas vuelve a pasear la mirada por los alrededores, quizá alguien más ha caído en las fauces de la tentación. El hombre para entonces está a su lado, pero aún no habla más que el saludo cordial con la vista. El heladero comprende, sabe que esa persona hace tiempo que no vive esa situación, que quizá está asimilando el ayer con el hoy, tratando de buscar diferencias, de alcanzar misterios insondables que antaño. Porque ya no es un niño, porque ha crecido.
Solo cuando el hombre suspira, en parte por el esfuerzo de haber corrido, en parte porque la realidad le ha recordado donde estaba, el heladero pregunta por el gusto.
- Frutilla - dispara el hombre con total seguridad, como si la palabra hubiese estado allí por muchos años esperando por ser dicha - Frutilla - vuelve a decir, con el corazón lleno y los puños cerrados.
El intercambio se produce, el helado, el dinero. Una sonrisa, otra sonrisa. Y luego, el adiós. La melodía suelta nuevamente sus alas y las piernas del heladero le dan vida una vez más a los pedales. Las ruedas se ponen en movimiento y el pedaleo aleja al heladero del parque. El hombre queda solo, con el helado de frutilla en la mano. Y a pesar que la melodía se aleja, permanece allí, en su cabeza. Al probar el helado, tiene el mismo sabor que cuando era niño. No se parece en nada a ningún otro helado de frutilla que haya probado, ni siquiera al que hace su mujer repleto de frutillas frescas. Es el helado de su infancia.
Cierra los ojos para saborearlo, sentirlo en la boca. Cuando los abre el parque ha desaparecido, también la avenida. Vuelve a estar en la plaza del barrio, es verano y sus amiguitos están contra el tapial todos transpirados, la pelota a unos metros. El sonido atrapado en el aire de "Para Elisa" es lo único que persiste. Uno de los chicos, Manuel, levanta la mirada.
- ¡Eh, Victorio! ¡Convidanos de tu helado!
El se acerca, temeroso. No de los niños, que son sus amigos, sino de estar viviendo ese momento. ¿Cómo es posible? Pero allí están Manuel, Pablo, Felipe, Alejandro... cómo si el tiempo no hubiese pasado. ¿Qué clase de magia es esa? Entonces observa el helado y entiende que lo que está sucediendo, sucede por ese simple palito de agua.
Y a medida que se lo van pasando de uno en uno y el helado se va acabando, las formas se van desdibujando. Cuando Pablo, sonriendo, anuncia que el último bocado es de él, los chicos y la plaza se esfumaron sin dejar el menor rastro. Otra vez ante sus ojos aparecía el parque con sus árboles.
El hombre permaneció de pie, asimilando cada instante. La melodía había cesado pero el gusto a frutilla aún estaba en su boca como el cabo de madera del palito de agua en su mano.
Caminó luego un largo rato por la zona, pero ya no pudo escuchar al heladero. Se dijo, en vano, de volver al día siguiente. Algo en su interior le dijo que no lo volvería a encontrar. Volvió al parque y se dejó caer en un banco de madera. Los chicos ya no estaban y los únicos que compartían el lugar con él, era una pareja de jóvenes besándose bajo un árbol. La luna se dejaba ver en todo su esplendor entre la copa de los árboles. La noche había llegado. Metió la mano en el bolsillo y recordó donde había ido a parar su último billete. Sonrió. Había sido un día extraño, pero maravilloso.
Puso sus piernas en movimiento y dejó atrás el parque. Le quedaba un largo trecho hasta el puente, y con el estómago vacío y una sola frazada, la noche se haría larga. Pero no estaba preocupado como otras noches. Tenía el alma llena. Y para un hombre de su edad, viviendo en la calle, sin más aspiraciones que la muerte, aquello era mucho decir.
Caminó a merced de las estrellas, tarareando esa hermosa vieja canción.

1 comentario:

El Demiurgo de Hurlingham dijo...

Alejandro Dolina pudo haber escrito algo parecido.
Tuvo un breve pero efectivo regreso al pasado. Bien escrito.