Nos reunimos con el objetivo de hacer las paces. Cada año era la misma historia. Se acerca la fecha y debíamos mediar para poder concretar lo que era necesario. Cada uno le echa culpas al otro, en silencio y en voz alta. Algunas cosas se dicen, otras solo se piensan. Pero las palabras, por pocas que fueran, resultan hirientes e imperdonables. Las actitudes, también. El silencio, en todo caso, era acusador.
No es un secreto que estamos peleados. Lo sabe todo el mundo. Pueblo chico, infierno grande. Pero papá es papá y es el único momento del año en que de alguna manera debemos buscar la manera de poder estar cerca sin irnos a las manos. Por eso, nos citamos a una hora en un determinado bar, donde, casualmente, veinte años atrás comenzaron los resquemores.
Pedimos un café, lo tomamos, todo sin mediar palabra. Con los pocillos vacíos como testigos, tratamos de iniciar el diálogo. Fue en vano. El tono en la voz de ambos, fue agresivo. Como si estar ahí fuese un castigo y la oportunidad de hablar sirviera solo para reproches.
En determinado momento golpeó la mesa con un puño y me dijo:
- Basta Ezequiel, no tiene sentido, si lo sentís así, hacé lo que quieras.
Se levantó y se fue. Lo vi alejarse desde la ventana. Cruzó la calle y subió al asiento del acompañante de un auto importado que lo estaba esperando. Con seguridad ella estaba al volante, observando en todo momento hacia el bar, adivinando nuestras siluetas a la distancia.
Otra vez sería lo mismo. Busqué el celular, marqué el número y hablé con mamá. No hacía falta que entrara en detalles, parecía siempre la misma película. Le dije que iría temprano y que con seguridad Daniel llegaría más tarde.
- ¿Otra vez vendrán por separado? - preguntó conteniendo las lágrimas.
Corté. Y si, la culpa era nuestra, compartida. Mamá no tenía nada que ver. Menos el viejo, pobre. Nuestra y de nadie más. Pero ninguno lo reconocería jamás, ni por todo el oro del mundo, ni por la salud de quiénes amamos. ¿O acaso el viejo, agonizando, no nos pidió como último deseo, que fuéramos juntos a verlo?
Como siempre, fuimos al bar y no hubo acuerdo. El pasado duele, las heridas no cierran, el orgullo es muy grande. Y el viejo se murió con mamá al lado, pero con nosotros distantes. Yo no fui al entierro. No podía. Porque iba a estar él, con ella.
Cada año, en esta fecha, todo lo que tratamos de olvidar a lo largo de los meses, se agolpa de repente en un torbellino de odio. Papá es papá, pero ni en vida nos sirvió de excusa. En su aniversario mamá sueña con reunirnos. Ni siquiera sabe de nuestros encuentros en el bar. De esos quince o veinte minutos de ambiente tenso y un café que carcome el estómago. Muchos menos sabe de lo que nos separó, Y no vale la pena entrar en detalles ahora.
Cuento esto porque incluso a mí me resulta difícil de entender. Siendo uno de los responsables de esta realidad, sigo sin aceptar mi mediocridad, mi actitud egoísta. Sin embargo, no hago demasiado por torcer el destino. Soy como la humanidad misma, que sabe lo que está mal pero lo sigue haciendo. Quizá por orgullo o estúpida soberbia, no lo sé. La vida es una sola y lo ideal sería aprovecharla, aferrarse a los seres queridos, sentir la dicha de cada día.
Pero así como entre todos matamos al planeta a diario, en lo personal destruyo lo poco que queda de esperanza en los seres que tengo cerca. Aún no sé la razón y si la supiera, quizá no la diría, ni por todo el oro del mundo. Ni aceptaría estar equivocado. A menos, claro, que Daniel lo reconociera primero.
El cuarto cerrado.
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Me molestaba tanto secreto. Mi trabajo como gobernanta de esa enorme casa
desgastaba mis nervios, debía luchar con la cocinera, la planchadora y las ...
Hace 6 días.
1 comentario:
Humano plenamente, fiel retrato de cualquiera de nosotros.
Sos un grande, Neto.
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