Versión con fondo blanco, para ojos sensibles

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6 de junio de 2015

Conejillo de india

Vinieron a buscarme de mañana, antes incluso que llegara el camión de mudanza. La desesperación me invadió ni bien las sombras ocultaron el sol y mis ventanas, a medio levantar, se tornaron oscuras como si fueran espejos negros.
Traté de correr escaleras arriba en busca de la escopeta. Una vieja reliquia de familia que sin embargo, cargada, era un arma letal como cualquier otra. Sin embargo recordé uno de los últimos diálogos con mi esposa antes de la separación y su énfasis en aquella condición que de todas maneras no sirvió para seguir tirando del mismo carro. La empeñé masticando bronca y luego, varios meses después, a mitad de camino hacia las habitaciones del piso superior, supe que todo estaba perdido.
No era una derrota digna. Ni mucho menos. Todo había sido una catástrofe desde las primeras pesadillas. Esas noches que bañado en sudor despertaba agitado, moviendo los brazos como aspas de molino, golpeando a veces sin querer a mi mujer en la cama. Noches de sobresalto y eterna vigilia. Litros de té y kilos de pastillas. Psicólogos, libros de autoayuda y discusiones conyugales por doquier.
Ella diciendo que cada día estaba más cerca del manicomio. Yo, dudando de mi cordura. Era insostenible el arriba de las estrellas. Acostarse era el presagio de un desastre. Las mañanas se volvían turbias, ojeras enormes distanciadas por una mesa de por medio, sobre la cual tostadas y mermeladas quedaban casi sin tocar mientras con ella nos lanzábamos dardos envenenados repletos de ira e impotencia.
Aquello era real. Lo decía entonces, lo sostengo ahora, mientras me veo descender peldaño por peldaño, sabiendo que todo había terminado. Los sueños agrios ya lo decían. No eran tales, claro que no. Nada podía impedir que persistieran a su antojo porque no era la parte de mi cerebro que soñaba las que los traía noche tras noche, sino aquella que traicionera hurgaba en los recuerdos.
No eran una pesadilla aquellas manos grises repletas de tentáculos que dubitativas temblaban sobre mi cuerpo. Ni esos ojos verdes de platinado contorno, enfrascados en cuentas cónicas, que girando sobre un mismo eje me observaban fulminante como si estuvieran absorbiendo hasta la última gota de mi ser.
Pero no alcanzó la revelación para que ella se quedara, al contrario, fue el detonante, la excusa, el discurso de despedida una amarilla tarde de otoño valijas en mano y la tajante advertencia de un nunca más.
Y en la soledad de aquella casa, la misma que supo tener un piso superior donde sobre un placard por años guardaba una escopeta, fui rumiando en pocas semanas la comprensión de la locura que no era tal y que sin embargo me desbordaba. Lo hacía en forma de imposibles, de un pasado pendiente y explicaciones truncas.
Hasta que esa mañana, la misma en la que tenía la esperanza de huir hacia un nuevo destino, creyendo quizá que de esa manera volvería a olvidar, ellos volvieron.
La escalera había dejado de ser una posibilidad, porque ya no llevaba a escopeta alguna. La oscuridad se fue cerrando cada vez más, rodeándome de manera sofocante. Luego llegaron los sonidos que por años había olvidado. Susurros, voces lejanas, incomprensibles y luego esos tentáculos grises saliendo de la nada y aferrándose a mis brazos. Uno de ellos ahogó mi grito, mi terror.
Una vez más me llevan lejos en una nave interplanetaria. Me someterán a vejámenes como cuando era niño. Me devolverán y luego regresarán por mí. Lo harán indefinidamente y no lo recordaré. Hasta que tras un largo período vuelva a despertar del letargo y me hunda, una vez más, en angustiantes pesadillas. La única esperanza se resume en la posibilidad remota de volver a tener una vida, por un tiempo, sin la conciencia de ser un simple conejillo de india.

1 comentario:

El Demiurgo de Hurlingham dijo...

Tal vez sea una de las ocasiones que la revelación de la verdad sea tan mala como la locura.