Rosa murmuraba por lo bajo, casi en un susurro y nadie la oía. Repetía un sinsentido, frases inconexas, palabras sueltas. Iba de un lado a otro de la peatonal, mal vestida, harapienta, apestosa. La gente se hacía a un lado, dándole paso. Ella no los miraba, caminaba con pasos lentos en línea recta. Ni siquiera se detenía en las calles, provocando frenadas bruscas y muchos insultos.
Javito comenzó a observarla una mañana gris desde su puesto de flores. La brisa fresca, la falta de sol, parecía provocar que la gente pasara frente a su lugar sin detenerse a mirar las coloridas flores expuestas, como si el día hubiese empañado la belleza de todas las cosas. La veía siempre, pero jamás le había prestado atención. Quizá, pensó, se había acostumbrado al rechazo general y la había hecho parte de un paisaje prescindible, distante.
La mujer, cuya edad era indescifrable, pasó al menos dos veces delante de sus narices esa mañana. La primera vez hacia un lado, la segunda hacia el otro. Trató de escuchar lo que decía, pero apenas el molesto viento se llevó las pocas palabras vertidas entre labios resecos y sucios.
Tantas veces había escuchado el "vieja loca" de otros, que esa definición era lo primero que le venía a la mente. Todo el mundo sabía que se llamaba Rosa, aunque difícilmente se supiera alguna vez quién le había preguntado. Javito pensaba que como a todo, el ser humano le pone nombre. Uno le teme a lo que no sabe como llamarlo. Rosa debía ser la manera de restarle miedo.
Cerca del mediodía la vio venir otra vez por el medio de la peatonal, con la cabeza gacha y dando pasitos cortos, uno detrás del otro, casi rítmicos, sin preocuparse por el mundo que la rodeaba y las pocas personas que transitaban cerca. Esta vez, aprovechando que nadie estaba comprando en su puesto, se acercó más a la mujer.
Quería escuchar, saber que era lo que pronunciaba casi en un rezo, mientras iba y venía sin respiro por esa arteria urbana. Al pasar a su lado, pudo escucharla. Y al mismo tiempo, su sangre se heló.
Tuvo que aferrarse a su puesto, haciendo tambalear las flores. Oscar, el vendedor de diarios y revistas que tenía su casilla de chapa a cinco metros, corrió a ver que le sucedía. Había palidecido a tal punto de estar blanco como la leche, siendo que Javito, moreno de nacimiento, tenía rasgos bien norteños, y el sol, como una garrapata, se atenazaba a la piel de una punta a otra del año.
Oscar lo sostuvo y le acercó una silla de plástico.
- ¿Qué te pasó pibe? Estás flameando como un papel.
Javito permaneció en silencio. Hasta la peatonal parecía guardar respeto. No volaba ni una mosca. Oscar miró hacia un lado y otro, intuyendo que algo andaba mal, pero sin comprender qué.
- Me estás asustando Javito - le advirtió.
El chico le hizo un gesto con el pulgar para arriba, esperando que eso lo tranquilizara y se marchara. El diariero lo hizo, se alejó, pero volvió a los treinta segundos con un vaso de agua. Con educación, Javito bebió todo el contenido. Devolvió el vaso y a duras penas, tratando de permanecer calmo, musitó unas pocas palabras, que calmaron esta vez a Oscar. Una vez se alejó el hombre, ya menos preocupado, el chico comenzó a guardar las cosas en su puesto.
- Por hoy, suficiente - le había dicho a Oscar - Cierro y me voy a descansar, quizá venga mi tía a la tarde.
Pero la idea no era descansar. Bastante tiempo había perdido en la vida hasta ese momento. Cerró el puesto, metió las manos en los bolsillos de la campera y comenzó a caminar, en la misma dirección en la que había continuado su viaje Rosa.
Dado que caminaba rápido, la alcanzó cuatro cuadras más adelante, justo en el preciso momento que cruzaba - mal - una calle.
- ¡Rosa! - le gritó, pero supo de inmediato que tenía razón, que ella no respondería a ese nombre, coincidieran o no las cuatro letras con las impresas en su documento de identidad.
Se puso a su lado, tratando de aminorar la marcha, de avanzar al ritmo de la mujer. Le costaba, porque lo hacía muy despacio.
- Rosa o cómo se llame, yo la escuché, yo escuché lo que usted me dijo... - las palabras no le salían, sentía un ardor en la garganta, como si estuviera a punto de llorar, con un nudo atragantado que ardía en llamas - usted me llamó por mi nombre, entre murmullos y me dijo... me dijo eso...
Rosa siguió avanzando, casi llevándose por delante un tacho enorme de basura, pero no se inmutó. Javito iba a su lado, consciente que los pocos transeúntes lo observaban, como si el fuera también un bicho raro por acompañar al otro bicho raro, al que veían todos los días, o mejor dicho, al que ignoraban cada día.
Su cabeza parecía a punto de estallar. No resistió más y se interpuso en el camino de la mujer.
Ella no se detuvo y se golpeó con fuerza contra Javito, pero el joven permaneció estoico. Entonces ocurrió lo que pocas veces. Rosa dejó de caminar. Sus párpados, hasta entonces entornados, dejaron a la vista dos cuencos vacíos, dos abismos infinitos, en los cuales el chico pudo ver más que oscuridad.
La voz áspera de la mujer incrementó su volumen, haciéndose audible, quizá por primera vez en años.
- La vida no existe, tú estás muerto y el día no tiene noche, pero a todos les parece bueno creer lo contrario.
Javito carraspeó.
- ¿Es verdad lo que me dijo?
- Solo hay una manera de saberlo.
La mujer volvió a su postura de siempre, y tras esperar que Javito se hiciera a un lado, siguió camino.
El chico ni siquiera la observó marcharse. ¿Podía ser cierto? Cuando ella se lo mencionó, un rato antes, algo muy oculto dentro suyo se revolvió, como si las palabras hubieran activado un monstruo, una especie de secreto velado por siglos, imposibilitada de germinar en la mente a pesar de estar allí, como una semilla.
Pero solo había una forma de comprobarlo.
Debía pronunciar en voz alta tres veces la misma palabra. Esa que hasta entonces, nunca había escuchado.
Tomó coraje, sabiendo que serían las últimas que dijera estando muerto.
Y tras gritarlas al viento, todo alrededor desapareció, incluyendo su cuerpo. De pronto, estaba cayendo en un abismo sin fin, cada vez más profundo, sin poder gritar, sin dejar de ver, sin dejar de saber, que al final estaba vivo y que lo estaría por siempre, en ese tobogán eterno que nos depara el final de nuestros días.
El cuarto cerrado.
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Me molestaba tanto secreto. Mi trabajo como gobernanta de esa enorme casa
desgastaba mis nervios, debía luchar con la cocinera, la planchadora y las ...
Hace 6 días.
1 comentario:
Que misterioso y enigmática historia.... Me ha dejado con dudas....
mariarosa
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