Nos gustaba situarnos cerca de la máquina y escuchar el sonido del maíz al reventar. Lo veíamos a don Palmiro arrojar granos y al rato, con una pequeña palita de metal, sacar enormes copos de pochoclo. Aquella magia nos parecía única.
Los bañaba con un rico almíbar y luego los iba metiendo en bolsitas de papel. La gente se los llevaba de inmediato. Pochoclo dulce y calentito, así rezaba el cartel hecho a mano que pendía con unos broches del alero que tenía el carrito de don Palmiro.
Muy puntual, el hombre arribaba cada mañana a la plaza de la ciudad. A la del centro, que era donde pasaba más gente. Nosotros, que vivíamos escapando del colegio, lo observábamos armar el puestito, para luego acercanos y escuchar ese ruido.
Don Palmiro estaba viejito. Vaya a saber uno los años que venía repitiendo ese ritual. Dándole color a la plaza, llenando de sonrisas los rostros ajenos. Y sus pochoclos, que se veían tan ricos, terminaban gustosos en las bocas de los transeúntes que no dudaban en comprarse una bolsita, sobre todo cuando el frío se tornaba un enemigo.
Pero el viejo era también un tacaño. Porque jamás nos quiso regalar nada. No le pedíamos mucho, apenas unos pochoclitos. Creo que lo hartamos, porque lo nuestro era todos los días machacar con lo mismo. Le gritábamos cosas, le tirábamos piedras a la espalda, e incluso, tratábamos de apuntarle a la bolsita cuando la estaba preparando.
Y un día se calentó. No recuerdo quién de nosotros fue, pero se acercó por atrás y le metió una rama en el culo. Debe haber sido el Raúl, que después terminó haciéndose puto. Ya tenía esa manía de chiquito, la de querer meter cosas en el culo, digo. El viejo Palmiro se dio vuelta y nos vio a todos en el banco de madera más próximo. La mirada metía miedo, de eso no me voy a olvidar nunca. Tomó un cucharón que tenía para revolver y nos salió a correr. Nosotros, más rápidos, apuntamos para el otro lado de la calle. Cruzamos en un santiamén. Pero el viejo era lento y no vio venir el colectivo.
Ahora extraño el ruido del maíz al explotar y claro, ese aroma inconfundible. A veces, cuando paso por delante de otro puestito y el sonido y olor me llegan, miro asustado para todos lados, imaginando al viejo Palmiro con un cucharón, apenas sujetado por sus manos putrefactas, con jirones de carne cayendo como el almíbar de sus pochoclos. Pero nunca hay nadie cuando giro la cabeza. Solo el vacío, un cierto remordimiento y la sensación de haber sido un pelotudo toda la vida.
El cuarto cerrado.
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Me molestaba tanto secreto. Mi trabajo como gobernanta de esa enorme casa
desgastaba mis nervios, debía luchar con la cocinera, la planchadora y las ...
Hace 6 días.
4 comentarios:
Y que duro arrastrar el peso del remordimiento por las consecuencias...Muy bueno.
Venía lindo el cuento y... le pusiste el sello de Neto.
Muy bueno igual, pero pobre don Ramiro....
mariarosa
Muy bueno, Netomancia, inesperado giro el del final, ja.
Saludos...
Hay imágenes de pesadilla que acompañan a las personas de por vida, lo merezcan o no tanto...
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