Era un viaje normal, como cualquier otro. Casi cuatrocientos kilómetros que le demandarían cuatro horas y media. Con suerte dormiría buena parte del trayecto. El ómnibus tenía cómodos asientos, podía reclinar el suyo hasta quedar casi en posición horizontal.
Viajar de noche era un buen aliciente para dormir, pero por alguna razón no podía permanecer más de cinco segundos con los ojos cerrados. A través de la ventanilla veía un fugaz paisaje de tenues luces, que de vez en cuando asaltaban por sorpresa la espesura negra que todo lo abarcaba.
El cielo oscuro y cargado de nubes impedía ver las estrellas. Cada tanto la luz de algún vehículo que circulaba en la mano contraria de la autopista le permitía contemplar un poco más de ese paisaje misterioso y al mismo tiempo aburrido.
El interior del vehículo también estaba a oscuras. Se escuchaba muy distante el sonido de música, proveniente de algún auricular. Miró la hora. Todavía no llevaban media hora de viaje. Aquello le provocó fastidio. Sentía los párpados pesados, pero no podía conciliar el sueño.
Se puso de pie y cuidando de no golpear la cabeza con el maletero que tenía encima, avanzó por el pasillo. El baño quedaba en el piso inferior. Bajó las escaleras y observó a los choferes, de espalda a ella, dialogando mientras compartían el mate.
Se metió al incómodo baño y se miró al espejo. La luz no era muy potente, pero aún así pudo ver las ojeras en el rostro. Intentaría orinar, aunque el movimiento continuo la ponía nerviosa. Se sentó en el inodoro, sin dejar de apoyarse en las paredes, que estaban casi encima de su cuerpo.
El vaivén la mareó. Se sintió de pronto descompuesta. Se paró e higienizó. Apoyó la espalda y cerró los ojos. Temía tener náuseas. Se sentía enferma, de un momento a otro. Tanteó sin mirar el picaporte y abrió la puerta. Había más aire afuera, quizá eso le haría bien. Abrió los ojos y el alma se le fue a los pies.
Donde estaban los choferes, ahora no había nadie. El juego de mate reposaba en soledad en uno de los asientos, mientras el volante maniobraba solo. Giró en redondo y los asientos de la parte baja estaban todos desocupados.
Agitada, corrió escaleras arriba. No había pasajeros. Las butacas estaban vacías. Sintió que el pecho se le cerraba. Bajó otra vez, con los ojos cerrados. Los abrió al llegar al piso. Los abrió de golpe, esperando un resultado diferente a lo que había visto antes. La cabina de los conductores seguía vacía. El ómnibus avanzaba en línea recta, sin que nadie lo manejara. Por la ventana delantera observó como, a lo lejos, la autopista hacía una curva. No lo dudó, avanzó hasta el asiento del conductor, al borde del llanto. Estaba segura de lograrlo, de tomar el volante antes de llegar a la curva. Pero entonces una mano se cerró sobre su tobillo, tan gélida y dolorosa, como la muerte misma. Miró hacia abajo y no pudo contener el grito.
- ¿Señorita, está bien?
El hombre de la hilera contigua de asientos la observaba con preocupación. Miró sus manos, aún temblorosas y cubiertas de sudor. A su derecha continuaba aún el paisaje oscuro de un exterior lejano, que ocultaba sus formas bajo la excusa de la noche. El corazón galopaba con ahínco. Su reloj le indicaba que llevaban dos horas de viaje. Le hizo un gesto al hombre, para que no se preocupara.
Se dio cuenta entonces que tenía ganas de ir al baño. Se puso de pie y avanzó por el pasillo. La mayoría de los pasajeros estaban durmiendo. Al llegar a la escalera un escalofrío recorrió su cuerpo. No podía bajar. Si lo hacía, aquello que había soñado, se haría realidad. Estaba segura de eso. Casi podía verlo. Angustiada volvió a su asiento, a pesar de las ganas de ir al baño.
El hombre que se había preocupado por ella, le preguntó al verla sentarse otra vez.
- ¿Estaba ocupado?
Ella le sonrió. Sería más fácil mentirle que explicarle la verdad. O bien, decirle una verdad a medias.
- Me arrepentí. Odio los baños de los colectivos. Usted sabe, son chicos y hay mucho movimiento.
- Comprendo – dijo el hombre – Además, uno nunca sabe que se va a encontrar cuando le toque salir.
El hombre le sonrió y volteó la mirada hacia el lado de la ventanilla. Pero para ella había sido suficiente, esa sonrisa ocultaba mucho más. De inmediato se llevó la mano a la pierna y levantó el pantalón.
Oscura, sanguinolenta, la marca de una mano, tatuaba su tobillo y laceraba su alma, al extremo de hacerla gritar.
La Gardenia.
-
Nunca había tenido en mis manos una flor de Gardenia, ni imagine que esa
simple flor me llevaría por caminos filosóficos en los que nunca había
tr...
Hace 6 horas.
3 comentarios:
La marca de la muerte de la que nadie es capaz de escapar. ¡buen relato! Cuando puedes respirar un poco, te entran escalofríos...
Abrazos Neto!
Buenísimo, Netito.
El relato se sale del clásico ¨ámbito fantasma¨ y se vuelve más escalofriante aún.
Abrazo grande.
SIL
¡Qué final!
Todo en el relato es intentar dilucidar qué es fantasía y qué es realidad. Y en las últimas frases encontramos la verdad.
Muy bueno, Netomancia.
Saludos...
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