Seguí la hilera de hormigas con la fascinación de un niño. Eran esas hormigas chiquitas, finitas, de pigmentación colorada. Solía verlas en lugares donde hubiera algo dulce o bien en los hormigueros que construían en el patio de casa. Por eso me llamó la atención aquella fila en movimiento, que recorría el pasillo justo por el medio, en una línea recta perfecta, que no se desviaba ni siquiera un milímetro.
Pisé con cuidado de no destruir ese recorrido inédito, que parecía una línea con vida, con corazón propio y perseguí con detenimiento cada centímetro de su extensión. Terminaba en la puerta de la habitación de Irene, mi hermana. En realidad, seguía por debajo de ella, metiéndose dentro del cuarto, pero eso significaba que era el final del camino para mis aspiraciones de conocer el destino de singular hilera.
¿Qué motivación me llevó a olvidarme de la terminante prohibición de abrir esa puerta por parte de Irene? Creo que el mismo entusiasmo que me arrancó de la computadora, donde había estado jugando con los videojuegos más de cuatro horas. Probé el picaporte y al notar que estaba cerrado con llave, hice lo que nunca me imaginé que haría. Le arrojé a la puerta un certero golpe con la pierna, un puntapié tremendo, que de tratarse de una pelota, la habría embutido en la pared.
Escuché con extraño placer el sonido de la cerradura al romperse y las piezas volar dentro de la habitación. El leve retroceso de mi cuerpo con el rebote del impacto hizo que perdiera por un instante la estabilidad, pero no así la concentración para con mis miembros inferiores, alertados de no obstruir el paso de los formícidos, de aspecto tan endeble como mentiroso.
La puerta se abrió con violencia, golpeando contra la pared y volviendo con fuerza en dirección a su posición original. Me bastó esa fracción de segundos, ese relámpago visual, para comprender la diferencia entre lo cotidiano y lo macabro. El fugaz avistamiento de la muerte. El doloroso espanto de lo consumado.
Las hormigas la cubrían por completo y sus minúsculas mandíbulas, casi imperceptibles, hacían su labor sobre la piel. Luego, la hilera cobraba vida otra vez continuando su camino, su destino final, dentro de la vagina de quien había sido en vida, mi hermana.
La Gardenia.
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Nunca había tenido en mis manos una flor de Gardenia, ni imagine que esa
simple flor me llevaría por caminos filosóficos en los que nunca había
tr...
Hace 6 horas.
5 comentarios:
Una buenísima escena de cine de terror. Las hormigas bien disciplinadas hacen su trabajo a conciencia.
Excelente, Neethoven!
Abrazo
Un final extremo e inesperado.
Le falta algo, pero no está mal.
¡¡¡Me encantó!!!
Truculento, macabro...
Un giro inesperado llegando al final, que te deja boquiabierto.
¡Buenísimo!
Saludos, Netomancia.
Digna historia de Quiroga.
Terrible.
Un abrazo, Netito.
SIL
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