Versión con fondo blanco, para ojos sensibles

www.OLVIDADOS.com.ar - Avila + Netomancia

5 de junio de 2012

Presagio de la noche

La ciudad se ve distinta desde lo alto. El caos toma distancia, las calles se tornan insignificantes y los vehículos parecen indefensos insectos de colores que marchan sin otro sentido que el de ir para delante. Como si fueran hormigas, pero de colores.
El horizonte no aparece, ha sido robado por los altos edificios que se recortan contra el cielo. Ni siquiera desde la terraza es posible divisarlo. El paisaje es un continuo collage de bloques rectangulares, algunos más altos, otros más bajos. De vez en cuando una ornamentación rompe la monotonía. Pero no sucede muy seguido, al menos en esta ciudad.
Aquí el tiempo flota como una densa cortina de humo. Parece estancado y no sorprendería que entre edificio y edificio aparecieran telarañas enormes y sucias, algunas incluso balanceándose a causa del viento.
La noche llega sigilosa y muy temprana. El día apenas si tiene un instante para respirar. La oscuridad se prolonga desde entonces hasta que tiene ganas de marcharse. Las estrellas casi no brillan, son opacos resplandores moribundos. La luna en cambio, se agiganta contra el fondo negro. Su figura es amenazante y es posible ver el relieve de sus imperfecciones en la superficie sin necesidad de binoculares o telescopios.
La gente se ha acostumbrado a dejar las calles ni bien llegan las primeras sombras. Nadie se rige por las horas. No son parámetros en este lugar. La negrura vaya que lo es. Representa los miedos que todos llevan dentro y quieren evitar. Las puertas se cierran con llave y las ventanas quedan detrás de las persianas, que caen como murallas.
Es posible escuchar el aleteo de los murciélagos y el aullido de otros seres que nadie se atreve a describir, por el simple temor a imaginarlos. Sonidos guturales de la muerte, del terror. Los niños cierran los ojos y se entierran bajo las sábanas mientras los padres sujetan con fuerza sus pequeñas manos. Algunos, incluso, rezan.
Para mí, sin embargo, es el momento que me permito para vivir. Cuando todos se esconden en sus propias viviendas, buscando refugio de la tenebrosa noche que los atemoriza, mi silueta cobra forma en la penumbra.
Y entonces mis brazos se extienden más allá de mis ojos y en sus extremidades crecen finos y largos dedos. Las piernas se lanzan hacia la superficie con elegancia, permitiéndose un vano zapateo al sentirse afirmadas en el suelo.
El cuerpo parece desmembrarse, pero en realidad no hace otra cosa que ganar volumen. Capas y capas de piel horadada por cicatrices me dan forma en la misma medida que la cabellera espesa y kilométrica se propaga en todas direcciones. Con los años se ha vuelto blanca, por lo que la sensación es de un mar nevado que me persigue en el andar.
Estoy vivo. En la noche, bajo esa luna imponente, siento mi ser completo. Ya escucho, respiro, veo, olfateo y puedo sentir. Mis pies me llevan donde quiero. Mi cuerpo se estrecha para pasar entre las construcciones o simplemente escalarlas. Es que desde las alturas la ciudad parece otra. A lo lejos puedo ver los pocos coches que parecen darle vida al lugar. Son personas que se les ha hecho tarde, que deben estar implorando para llegar sanos y salvo a sus hogares.
Entonces sonrío, no puedo evitarlo. Debe haber gente esperándolos en alguna parte. Esposas al borde del llanto, hijos preguntando por ellos, padres y madres repitiendo un viejo sermón. Un extraño comportamiento para seres acostumbrados a la mortalidad, a la tragedia, al fatídico fantasma de la muerte. Como si a pesar de todo, la muerte no fuese parte de la vida.
Y en el aire revolotean las bestias negras, aullando sin piedad. Las pocas farolas encendidas oscilan con el viento. La brisa del día se ha convertido en una ventisca truculenta, que golpea las puertas y mueve las tejas. Es que así se divierte la noche, es que así sobrevive. Cansada de ser solo oscuridad, al fin ha despertado y con ella, muchos de nosotros.
Somos sus bufones, súbditos sin más mérito que el de existir, el de poder caminar las desiertas calles, subir techos y azoteas, trepar edificios y sentir la luna más cerca. Transitar el reino de la noche y ser, sin demasiada estrategia, los miedos de otros. Lograr que nuestros pasos penetren con su eco el corazón de las almas despiertas, calando en lo más profundo de la racionalidad, abriendo heridas sangrantes en esa fina capa que la separa de lo irracional.
La noche es nuestra madre, nos ha escupido en esta ciudad para no dejar dudas de lo que representa. De a poco lo irá haciendo en todas partes, hasta reinar como hace siglos. La tarea es ardua, pero necesaria. La humanidad es aliada del día y a la luz del sol ha avanzado, adueñándose de un territorio que no le pertenecía.
Pronto seremos por siempre. Ya no habrá un amanecer que nos obligue a cerrar los ojos y desaparecer, ni un atardecer que traiga las primeras sombras y esa penumbra necesaria para renacer, noche a noche. Pronto la noche será eterna y las bestias se adueñarán de aquello que alguna vez les perteneció.
Mientras tanto, la ciudad se esconde dentro de sus propias estructuras, esos refugios creados para tomar distancia de lo que lo rodea, guareciéndose de todo, menos de ellos mismos.
Los últimos vehículos llegan a destino y sus conductores corren a las puertas, que se abren y cierran en un santiamén. Se saben observados, vigilados. Sienten ojos en sus espaldas, pueden percibir el hedor de la noche envolviéndolos. Y tienen miedo. Mucho miedo.
Podríamos pisotearlos como ellos hacen con las hormigas. Podríamos. Pero es mejor el espectáculo que brindan, huyendo de lo que no ven, de lo que imaginan que los hostiga. De lo que en realidad no quieren ni siquiera imaginar, por miedo al espanto.
Y es mejor que no lo hagan, porque jamás podrían acertar lo distante que están al verdadero horror de lo que representamos. Somos seres de la noche, oscuros, damos pavor. La oscuridad existe con el único propósito de ocultarnos, de dejarnos en penumbras. Nuestra imagen desfigura, vernos mata. La noche se ríe gracias a nosotros, sus bufones.
La ciudad se ve insignificante desde lo alto. En realidad lo es, como todo lo que existe. Nada tiene razón de ser y por eso, la noche lo sepultará todo tarde o temprano bajo un manto de densa oscuridad. La humanidad se rendirá al fin y el tiempo detendrá de una vez por toda su andar. Es que nadie estará para permitirle ser, ni siquiera el día, que sucumbirá junto a su astro rey, errante para la eternidad, en un futuro que añoramos oscuro e indescriptible, como los miedos que pronto arribarán.


Relato escrito para la revista digital "Piso Trece". Publicado en el #1, correspondiente al mes de mayo de 2012.

2 comentarios:

SIL dijo...

Los bufones de la noche (qué buen título) podrían ser nuestros propios miedos...

Verlos de frente, mata.


Un abrazo, Netito.



SIL

Juan Esteban Bassagaisteguy dijo...

Apocalíptico relato, con descripciones que nos llevan a vivirlo, a sentirlo en carne propia.
Muy bueno.
Saludos.