Versión con fondo blanco, para ojos sensibles

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23 de noviembre de 2011

Matriz del miedo

Andrea despertó angustiada en medio de la noche. Miró la hora en el despertador, solitario testigo de la penumbra sobre la mesa de luz. Su corazón se estrujó como un trapo viejo; eran más de las cuatro. No había escuchado la puerta de calle, ni los pasos en el pasillo. No los había escuchado porque nunca se habían producido.
Se levantó y rauda, sin preocuparse por vestirse, corrió hasta la habitación de su hija. Alicia no estaba, aún no había vuelto. La cama impoluta, sin desarmar, la almohada en su lugar, transmitían un mensaje difícil de digerir. De pronto tuvo la sensación de saberlo todo, por el simple hecho de ser madre. Y ese conocimiento, ese presagio, caló en sus huesos.
Intentó sin embargo contener la respiración. Encendió las luces de la cocina y volvió a chequear la hora, esta vez en el reloj de pared. Habían acordado que a las tres y media, a más tardar, estaría de regreso en casa. Alicia no era de retrasarse. Jamás lo había hecho. Una chiquilla de quince, pero responsable, solía pensar de su hija.
El teléfono celular estaba sobre la mesa, cargándose. Lo tomó y llamó al número de su hija. La línea llamó varios segundos y luego escuchó la voz de su niña, pidiendo que dejaran un mensaje, riendo en medio de la grabación.
Se mordió los labios. Podía ser que no alcanzara a buscarlo en la cartera. Pero sabía que no era así. Tenía un presentimiento, tan fuerte como el lazo que las unía. Tragó saliva y marcó otra vez. Escuchó con enorme dolor el sonar en vano del teléfono. Dejó el teléfono sobre la mesa.
Estaba nerviosa, impaciente, con ganas de llorar. Sentía que le faltaba el aire. El terror la envolvía de pies a cabeza. Un fino sudor recubría su piel. Su hija, su pequeña hija. Miró la hora otra vez y pensó que el mundo se le venía abajo. Se sujetó a la mesa y contuvo las naúseas.
Había monstruos horribles en su mente. De enormes y afiladas garras. Veía fantasmas riendo con ganas, sombras escapando hacia los rincones. Abrió los ojos. Se aferró a la luz de la habitación. Sus miedos cobraban formas sobrenaturales, pero no se asemejaban al más temible, el único que realmente la agobiaba, que, carente siquiera de un atisbo de fantasía, asustaba como ningún otro y era, el destino de su hija.
Volvió a buscar el celular, mientras contenía algunas lágrimas. Marcó el número de su ex esposo. Esta vez atendieron. No él, sino la otra, como ella le decía. La otra tardó en darse cuenta quién llamaba tan tarde, pero ante la desesperación en la voz, no dudó en despertar al padre de Alicia y alcanzarle el teléfono.
Roberto se mostró preocupado, como toda persona al que despiertan de madrugada. Andrea intentó hilvanar con coherencia sus terrores y hacérselos saber. Qué Alicia no se quedaría más tarde de lo permitido, que habría llamado, que nunca había pasado... pero el relato se vio interrumpido. Roberto le pedía calma, pero ella no podía detener el llanto.
Le pidió tranquilidad, que no se preocupara. Alicia era una niña y como tal no siempre tienen en cuenta lo que uno sufre, así que con seguridad estaba bien, pasándola bien y sin pensar en la hora. Ella retrucó sobre las llamadas que no atendió pero él adujo el ruido, la música, la cartera en otra parte. El le dijo que se acostara, que en cualquier momento llegaría. Que probara de llamar si quería, a una amiga, pero ateniéndose a las posteriores quejas de Alicia.
La llamada fue casi una discusión, como los últimos años antes de la separación. Lo marchito no suele volver a florecer y como cuando escapa la primavera, los colores se añejan, se opacan, pierden el sentido. Quedó con el teléfono en la mano, observando la pantalla, queriendo ordenar las ideas.
Quiso imaginar a Alicia subiendo las escaleras del frente de su casa, aprestándose a sacar las llaves de la cartera. Hasta pensaba que en cualquier segundo escucharía ese tintinear del metal, ese sonido que le devolvería la vida. Lo pensaba, pero no lo creía. Como tampoco podía imaginarla tal cual era. El rostro de su pequeña se desdibujaba entre manchas oscuras y sangrientas, los ojos verdes, siempre dulces, aparecían desorbitados, y sus facciones de muñeca de mamá dejaban escapar muecas de dolor y tristeza.
Incluso, se colaban gritos, un pedido clamoroso de auxilio no correspondido. Y el llanto, ese que tantas veces había escuchado, a veces con ternura, al ver a su hija con las rodillas raspadas tras caerse del triciclo, o cuando quería, sin éxito, trepar al viejo árbol del patio. El mismo que solía aparecer las noches antes de los exámenes en el colegio, cuando las fórmulas matemáticas no salían. El llanto de Alicia, a veces tan inocente, era ahora un horroroso alarido en la oscuridad de sus cavilaciones. Y sucumbía en las fauces de la noche trémula, que se agitaba como un mar voraz, esperando siempre por sus incautas víctimas.
Iba a llamar otra vez cuando el timbre de su casa la sobresaltó. Se le cayó el teléfono al suelo y la diminuta pantalla se quebró en dos. Pero no se percató de aquello. Se puso de pie de inmediato y corrió a la puerta. El timbre otra vez. Iba lo más rápido que podía, empujando sus piernas hacia delante.
¡Alicia!¡Alicia! gritó como poseída llegando a la puerta. El nombre parecía una puñalada en la oscuridad, un deseo que se esforzaba por ser verdad. Alicia, repitió, casi sin fuerzas al mismo tiempo que le abría las puertas al dolor.
Las dos figuras estaban allí. Hombres de trajes azules y miradas al piso. Personas a las que vería esa única vez, con el patrullero de fondo, repartiendo por doquier la falsa modestia de sus luces refulgentes. Seres que solo le asestarían un puñal en el corazón y se marcharían en el mismo anoninato con el que llegaron.
Le preguntaron el nombre, le mostraron la foto, le dieron la noticia. Pero ella ya no estaba allí. Apenas si era un fantasma, un espíritu devorado por los monstruos que bullían en su interior. Destrozada por esas garras descomunales, afiladas y mortales, dejó que sus piernas flaquearan, que el frío suelo golpeara con violencia sus rodillas; que la gélida noche se apoderara de su cuerpo, de sus entrañas mismas.
Lo sabía desde que la angustia la sorprendió en la cama, desde el momento en que sintió que el lazo no existía más. Ese vacío que solo una madre al borde de la locura puede explicar. Porque más allá de las refutaciones y falsas esperanzas, ella, ellas, sabrán la verdad, porque ningún miedo es mayor a ese, vestido de muerte y realidad.

4 comentarios:

Camilo dijo...

Ha logrado usted plasmar el famoso "sexto sentido" de las madres. Compadezc a esta, porque dicen que (y es algo que nunca me gustaría comprobar) no hay dolor más desgarrador que el de perder un hijo.
http://idasueltas.blogspot.com/

SIL dijo...

Ese olfato que a veces tienen los padres, que se vuelven presagios tortuosos.

Terrible.
Un miedo que nos asiste a todos.


Abrazo grande

SIL

Con tinta violeta dijo...

En algún momento me salté esta maravilla, Neto, tan real que te sientes angustiada al leerlo y te recuerda tantos momentos...
Perfecto! Para ganar en algún concurso ¡fijo!
Besos!

Netomancia dijo...

Camilo, Sil, Doña Tinta, mil gracias por los comentarios, siempre alentadores! Abrazos!